[Wed Mar 15 16:02:59 CDT 2017]

Ayer, echándole un vistazo a la prensa, me encontré con un artículo de Rubén Amón sobre el Papa Francisco que viene a poner en blanco sobre negro lo que yo ya venía pensando (y comentando con los amigos) desde hace un tiempo: ¿y si lo del Papa no fuera más que imagen? A decir verdad, yo no me atrevería a llamarle un impostor, como hace Amón en el titular. Sencillamente, las cosas son siempre más complejas de lo que parece. Podemos creer que un Presidente, un Primer Ministro y, por supuesto, un Papa, tienen en su mano transformar las cosas. Pero a lo peor no es así, ni mucho menos. A lo peor resulta que las instituciones (¿la realidad misma?) tienen sus propias inercias que no son tan fáciles de cambiar aunque se tengan las mejores intenciones del mundo. En fin, el caso es que, sea como fuere, las afirmaciones de Amón pueden sonar bien contundentes, pero me parecen difícilmente rebatibles:

El principal mérito de Jorge Mario Bergoglio en estos primeros cuatros años de legislatura consiste en haberlo cambiado todo sin haber cambiado nada. Un ejercicio de prestidigitación que requiere la devoción de una sociedad crédula y sensiblera. No estamos en los tiempos de las verdades —no digamos ya las teologales—, sino en la época de las percepciones y de las sensaciones. Y a Francisco se le percibe y se le siente unánimemente como un revolucionario sin haber modificado un milímetro la doctrina de la Iglesia en los asuntos terrenales: ni comunión a los divorciados —los supuestos son excepcionales—, ni reconocimiento a los derechos de los homosexuales, ni compromiso con el peso de la mujer en la Iglesia, ni tolerancia normativa con el aborto, los anticonceptivos o la estirpe descarriada de los adúlteros.

Podrá objetarse que las leyes de la Iglesia están escritas en piedra. Y que no tiene sentido someterlas al calentón de los debates contemporáneos. El problema es que a Francisco se le ha atribuido la proeza de haber emprendido una gran reforma, cuando ni siquiera ha rebasado el estadio preliminar de las insinuaciones y de la cosmética.

En otras palabras, que una cosa es lo que parece y otra lo que es. No cabe duda alguna de que vivimos en la era de la image, de la pose, del simulacro. Tan a fondo han calado el subjetivismo y el relativismo en nuestra mentalidad que no acertamos a encontrar la realidad objetiva ahí fuera. Peor aún, cuando alguien pone el dedo en la llaga y subraya precisamente esto (es decir, la vacuidad de los grandes discursos, la inutilidad de tanto gesto con buenas intenciones pero sin efectos prácticos en la realidad material), automáticamente se le lanzan a uno al cuello por atreverse a criticar a tal o cual personaje público "que cae tan bien", o que "es tan bueno", o tan "simpático". Y no es que uno ponga en duda nada de eso. Si puede ser una persona de lo más maja. Como decía algo más arriba, uno no afirma que esté engañando a nadie, sino simplemente que la realidad objetiva sigue siendo la que es. Sucede en este sentido como con Barack Obama. Será de lo más enrollado que se quiera, pero la verdad es que la realidad política, social y económica del país ha cambiado bien poco. La maquinaria sigue inexorable engulliéndolo todo. {enlace a esta entrada}

[Wed Mar 15 13:26:37 CDT 2017]

Tiene su chiste leer en El País un artículo como Llegan los barbaros, firmado por el afamado crítico musical Diego Manrique porque, me parece, es un buen indicador de ombliguismo. Según nos cuenta Manrique:

De repente, sospechas que, efectivamente, hemos caído en un universo paralelo. Un planeta donde no hay rock, ni como actitud ni como legado; aquí nadie es capaz de citar una canción de los Beatles. No estamos ante un problema de idiomas: estos aspirantes tampoco saben quién es Miguel Ríos o Rosendo. Miradas vacías si mencionas a los cantautores. Si les explicas el concepto, se ilumina la bombilla: "Ah, como Pablo Alborán". El mayor tatarea esos temas de Serrat con destinataria femenina (Lucía, Penélope).

¿Música negra? En general, nada anterior a Beyoncé. Una ha oído a Aretha, otro interpreta una balada de Michael Jackson. Prince no existe, fuera de Purple Rain. El jazz es más que terra incognita: les resulta inconcebible ("¿Una música sin cantantes? Tiene que ser aburridísima"). Aunque canten en inglés, no necesariamente entienden las letras.

O sea, como siempre ha sido, seamos honestos. ¿O es que alguien recuerda quizá (sinceramente, ¿eh?) que fuera bien distinto hace treinta, cuarenta o sesenta años? Entre unos cuantos amantes de la música seguramente sería muy distinto, claro. Pero no entre la mayoría de la población. La gente de mi generación conocía lo mismo que hoy conoce todo el mundo, es decir, lo que se veía en la tele y lo que se oía en la radio. O, para explicarlo de otra forma, lo que venden los medios de comunicación, que es lo que se pone de moda. ¿O es que acaso vemos frecuentemente noticias dedicadas a personajes que no estén en el candelero? La música, como tantas cosas hoy en día, es un negocio. Al cine le ocurre otro tanto. Y a tantas otras cosas. Y, cuidado, porque tampoco se trata de una tendencia española. Por aquí por los EEUU sucede igual. De hecho, como decía, uno tiene sus dudas de que haya sido de otra forma en ningún otro momento de la Historia. Sucede, no obstante, que a menudo confundimos el conocimiento (o las aficiones, o los gustos...) de nuestro círculo más cercano con la sociedad en su conjunto. {enlace a esta entrada}

[Sat Mar 4 10:15:03 CDT 2017]

El asunto este del dichoso autobús de la organización Hazte Oír sobre los transexuales se las trae. Iba a haber escrito un texto más o menos largo sobre el asunto, pero la verdad es que José Saturnino Martínez, amigo de mis años de universidad en la Complutense, lo explica todo aquí con mucha más claridad y estilo. Para mí, el problema no es solo que nos estamos (unos y otros, los de derechas y los de izquierdas) pasando la libertad de expresión por el forro sino que, además, en el caso particular de las izquierdas estamos perdiendo el tiempo con asuntos que, me parecen, son secundarios (además de fomentar las divisiones en nuestro propio campo).

Vayamos por partes. La libertad de expresión existe, obviamente, para defender las opiniones más impopulares. Las otras no hace falta que las defendamos. Parece obvio, ¿no? Y, por supuesto, que nadie se confunda. No estoy para nada de acuerdo con la campaña de la gente de Hazte Oír, que me parece bastante equivocada y, además, retrógada. Pero, como decía, la libertad de expresión no solamente existe para defenderme a mí y a quienes tienen una opinión similar a la mía sino para defender el derecho de cualquier individuo a expresar su opinión, nos guste o no. Y, si no estamos de acuerdo con la opinión que oímos, siempre podemos rebatirla públicamente. AL menos, eso es lo que siempre se ha considerado como una característica fundamental de las sociedades libres y abiertas. Hasta que llegó el movimiento de lo políticamente correcto, claro, que parece que también ha logrado extenderse al otro lado del Atlántico.

Pero es que, además, en el caso de la izquierda (y en particular entre las huestes de Podemos, que son muy dadas a dejarse llevar por el fenómeno de la política-espectáculo y sumarse a este tipo de debates) la tendencia me parece incluso más preocupante por lo que supone de introducir distracciones de aquellos temas socioeconómicos que preocupan mucho más a la gente de la calle. Después, cuando llegue el momento, se quejarán de que la gente trabajadora vota a partidos populistas de derecha, como ya está sucediendo en otros países. {enlace a esta entrada}