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[Mon Nov 14 14:13:42 CST 2016]Últimamente ando demasiado ocupado como para escribir demasiadas entradas en esta bitácora. Sin embargo, no cabe duda de que acontecimientos como los de la semana pasada casi me obligan a dejar constancia aquí de unas cuantas reflexiones. Vaya de entrada que los resultados de las elecciones presidenciales estadounidenses, en los que venció Donald Trump, el heterodoxo (por llamarlo de alguna manera) candidato republicano me sorprendió tanto como a cualquier otro. La verdad sea dicha, esperaba que el resultado fuera más ajustado de lo que indicaban las encuestas, pero no que fuese a ganar. Pero me da la impresión de que las razones últimas del triunfo electoral de Trump van mucho más allá de lo que esté sucediendo o deje de suceder en la política estadounidense. El avance casi imparable del populismo es algo obvio no solamente en los EEUU, sino también en Reino Unido, Francia, Alemania, Grecia, España, Holanda, Noruega, Dinamarca o Suecia. Se trata de una corriente profunda, de una tendencia de fondo que parece estar marcando la realidad política y social de muchos países, sobre todo dentro del selecto club de las economías más desarrolladas. Veamos. Creo que el asunto éste del resurgir de los populismos entronca directamente con lo que un editorial del diario El País denominaba la semana pasada "el lenguaje del odio":
Por cierto, que apenas unos días antes el mismo diario había publicado un artículo de opinión escrito por el catedrático de Historia del Pensamiento Político Fernando del Rey y titulado La retórica de la intransigencia en el que se hablaba de cómo este tipo de "discurso del odio" había minado la democracia (y la convivencia misma) en la década de los treinta del siglo pasado:
Aunque Fernando del Rey reconoce que las cosas no han llegado (todavía) a los niveles de desesperación y radicalismo alcanzados entonces, acaba su artículo advirtiendo sobre los peligros que se esconden tras la intransigencia verbal:
Pues bien,ese es el peligro que afrontamos en buena parte de las economías desarrolladas. Repito: no se trata solamente de los EEUU. Ahi tenemos la demagogia de los partidarios del Brexit, capaces de llevar al país entero al borde del abismo con unas cuantas consignas nacionalistas bien añejas, una retórica xenófoba e intolerante y una simplificación infantil del alcance de la legislación comunitaria. O, para seguir con el ejemplo, ahí tenemos la retórica del odio de la extrema derecha francesa, alemana, holandesa o escandinava, así como el preocupante proto-fascismo de las fuerzas ultranacionalistas de la Europa del Este, tan evocador de los principios ideológicos que sustentaron a aquellos regímenes autoritarios de los años treinta y cuarenta del siglo pasado que optaron por aliarse con Hitler frente a la URSS. Y, por último, ahí tenemos también el populismo de izquierdas en Grecia, Portugal o España, centrado en enfrentar a "los de abajo" con "los de arriba" para después, llegados al poder, hacer poco más o menos lo mismo que los partidos socialdemócratas (porque quizá convendría preguntarse si, dadas las circunstancias de esta economía fuertemente globalizada, es posible hacer otra cosa). Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con Donald Trump? Bastante. El discurso de Trump va mucho más allá que el de Pablo Iglesias (Podemos) o el de Alexis Tsipras (Syriza) en lo que respecta a su carga de bilis, simplificación, demagogia, dogmatismo, intolerancia y, en líneas generales, odio de todo tipo y búsqueda de víctimas propiciatorias a las que hacer pagar por los problemas que afrontamos en estos momentos. Sin duda, su discurso tiene mucho más en común con el de Nigel Farage, Marine Le Pen o cualquiera de los líderes xenófobos que pueblan las capitales europeas con cada vez más asiduidad. De ahí que su discurso haya calado, sobre todo, entre la empobrecida clase obrera de raza blanca (aunque, por supuesto, no únicamente entre ellos). Recientemente, The New York Times publicó un interesante estudio sobre el electorado que votó a Trump o Hillary Clinton que viene a confirmar el carácter populista de su política (política que, por cierto, se hace bien difícil de definir, no quedando otra opción que despacharlo con "la política de Trump es lo que diga él en cada momento", como suele ser el caso con todo populismo que se precie). En fin, que como ya escribí aquí mismo no hace mucho, amplias capas de la población en los países desarrollados tienen autentico terror al porvenir y se están dejando llevar por la siempre atractiva (al menos en tiempos de crisis) demagogia populista. En el pasado, esos viajes nunca acabaron bien y no hay motivo alguno para pensar que vaya a ser diferente en esta ocasión. Ya veremos lo que pasa pero, al menos de momento, uno solo atisba a ver negros nubarrones en el horizonte. {enlace a esta entrada} [Thu Nov 3 15:38:10 CDT 2016]Para celebrar el aniversario de la salida a la luz del suplemento cultural Babelia, el diario El País publicó este pasado fin de semana un número que incluía numerosos artículos de reconocidos intelectuales. De momento, solamente he tenido oportunidad de leer un par de ellos. El articulo titulado Una nueva época, un mundo infeliz, de Antony Beevor me ha parecido especialmente interesante. Cierra con el siguiente párrafo: Apunta, me temo, al meollo de lo que está sucediendo. Al tiempo que el mundo que nos rodea se ha ido convirtiendo en un gran bazar donde todos y cada uno de nosotros desempeñamos esencialmente el papel de consumidor a tiempo completo, la realidad objetiva se ha ido diluyendo. Puesto que ya no hay consenso (ni, peor aún, interés por alcanzarlo), lo único que nos queda es el individualismo atomizante, una sociedad hiper-fragmentada que, en lugar de conducir al imperio de la libertad individual que tanto anhelábamos, no hace sino oprimirnos con la tiranía de la vacuidad. O, como afirma Beever en otra parte de su artículo: Cuando Margaret Thatcher afirmaba, muy ufana ella, eso de que "there is no such a thing as society", estaba sentando las bases de este mundo deslavazado, fragmentado, descreído, débil, impotente y deprmido. Si solo existe el individuo y el beneficio económico es la medida de todo, ¿para qué esforzarse en respetar las normas comunes? Lo mismo descubrimos al final del viaje que, después de todo, la realidad objetiva no es sino una idea que construimos entre todos a través de los distintos consensos y acuerdos que nos permiten convivir en sociedad. Pero cuando destruimos los lazos sociales en nombre de la libertad absoluta del individuo comprometemos también la posibilidad de construir esos consensos. {enlace a esta entrada} |