[Mon Nov 14 14:13:42 CST 2016]

Últimamente ando demasiado ocupado como para escribir demasiadas entradas en esta bitácora. Sin embargo, no cabe duda de que acontecimientos como los de la semana pasada casi me obligan a dejar constancia aquí de unas cuantas reflexiones. Vaya de entrada que los resultados de las elecciones presidenciales estadounidenses, en los que venció Donald Trump, el heterodoxo (por llamarlo de alguna manera) candidato republicano me sorprendió tanto como a cualquier otro. La verdad sea dicha, esperaba que el resultado fuera más ajustado de lo que indicaban las encuestas, pero no que fuese a ganar. Pero me da la impresión de que las razones últimas del triunfo electoral de Trump van mucho más allá de lo que esté sucediendo o deje de suceder en la política estadounidense. El avance casi imparable del populismo es algo obvio no solamente en los EEUU, sino también en Reino Unido, Francia, Alemania, Grecia, España, Holanda, Noruega, Dinamarca o Suecia. Se trata de una corriente profunda, de una tendencia de fondo que parece estar marcando la realidad política y social de muchos países, sobre todo dentro del selecto club de las economías más desarrolladas.

Veamos. Creo que el asunto éste del resurgir de los populismos entronca directamente con lo que un editorial del diario El País denominaba la semana pasada "el lenguaje del odio":

Prolifera en la política el lenguaje del odio. Lo hace en España y fuera de ella; en las redes sociales, los platós televisivos y las emisoras de radio; en la calle y, también, por desgracia, en los parlamentos. El lenguaje del odio no es nuevo; es tan viejo como el empeño de los totalitarismos, sean de izquierdas, de derechas o nacionalistas, en destruir la democracia, acabar con la libertad e imponer su credo a los individuos. Pero sorprende que haya vuelto, y que lo haya hecho con tanta virulencia. Lo observamos extenderse en la América que representa Trump, el Reino Unido de Nigel Farage, la Francia de Marine Le Pen o la España de Gabriel Rufián. Unos ofenden a las mujeres, otros denigran a los extranjeros, los de más allá humillan a los musulmanes y los de más acá presumen en público del asco y desprecio que les provocan sus rivales políticos.

En el lenguaje del odio se confunde el acto de hablar, cuyo fin es construir sentido, con el acto violento, cuyo fin es destruir. El lenguaje, que en una democracia debe habitar en una esfera autónoma y separada de la coacción, se transforma en un elemento a su servicio, convirtiendo el discurso político en la continuación de la violencia por otros medios.

El disenso es la condición de posibilidad para iniciar un diálogo, y la escucha, el prólogo de una conversación responsable. En una sociedad abierta, el enemigo no es quien piensa de otra manera o nos quiere convencer con sus argumentos, sino quien quiere destruir el diálogo y la mera posibilidad de discrepancia legítima. En este país, donde tanto y con tan funestas consecuencias se ha practicado el odio, deberíamos haber aprendido ya que el lenguaje del odio no produce nada, salvo más odio, desprecio y desafección política. Ese lenguaje debe ser desterrado de la política democrática, porque es incompatible con ella.

Por cierto, que apenas unos días antes el mismo diario había publicado un artículo de opinión escrito por el catedrático de Historia del Pensamiento Político Fernando del Rey y titulado La retórica de la intransigencia en el que se hablaba de cómo este tipo de "discurso del odio" había minado la democracia (y la convivencia misma) en la década de los treinta del siglo pasado:

Que cientos de miles de españoles se mostraran dispuestos a coger las armas para apoyar a los militares insurrectos o, por el contrario, para neutralizar su golpe de fuerza no fue ajeno a los enfrentamientos experimentados con anterioridad. Tales choques (mensurables en el mínimo de 2.600 muertos causados por la violencia política en los cinco años que duró la experiencia republicana), se vieron acompañados por una intensa radicalidad verbal vertida por variopintos emisores, que, aun así, no cabe confundir con toda la clase política del momento. Sin duda fueron más los que se mantuvieron dentro de la moderación, pero los audaces de la intransigencia y el desafuero verbal acabaron ganándoles la partida.

Aunque Fernando del Rey reconoce que las cosas no han llegado (todavía) a los niveles de desesperación y radicalismo alcanzados entonces, acaba su artículo advirtiendo sobre los peligros que se esconden tras la intransigencia verbal:

Por fortuna, la España de hoy se encuentra a años luz de los años treinta y todo paralelismo al respecto resultaría exagerado. Con todo, cuando algunos líderes incurren en la demagogia y la descalificación hiriente del adversario, vulnerando la cortesía parlamentaria más elemental, inevitablemente nos recuerdan el estrépito de aquella época. Por eso, y salvando las distancias, convendría no obviar que demandar la conquista del cielo “por asalto” siempre podría animar a otros a sentirse legitimados para cortarles las alas a los postulantes de tal fórmula por un procedimiento similar. Como tantas veces en nuestra accidentada historia, los ciudadanos españoles —pacíficos, pluralistas y demócratas en su mayoría— acabarían pagando los platos rotos por esos políticos irresponsables.

Pues bien,ese es el peligro que afrontamos en buena parte de las economías desarrolladas. Repito: no se trata solamente de los EEUU. Ahi tenemos la demagogia de los partidarios del Brexit, capaces de llevar al país entero al borde del abismo con unas cuantas consignas nacionalistas bien añejas, una retórica xenófoba e intolerante y una simplificación infantil del alcance de la legislación comunitaria. O, para seguir con el ejemplo, ahí tenemos la retórica del odio de la extrema derecha francesa, alemana, holandesa o escandinava, así como el preocupante proto-fascismo de las fuerzas ultranacionalistas de la Europa del Este, tan evocador de los principios ideológicos que sustentaron a aquellos regímenes autoritarios de los años treinta y cuarenta del siglo pasado que optaron por aliarse con Hitler frente a la URSS. Y, por último, ahí tenemos también el populismo de izquierdas en Grecia, Portugal o España, centrado en enfrentar a "los de abajo" con "los de arriba" para después, llegados al poder, hacer poco más o menos lo mismo que los partidos socialdemócratas (porque quizá convendría preguntarse si, dadas las circunstancias de esta economía fuertemente globalizada, es posible hacer otra cosa).

Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con Donald Trump? Bastante. El discurso de Trump va mucho más allá que el de Pablo Iglesias (Podemos) o el de Alexis Tsipras (Syriza) en lo que respecta a su carga de bilis, simplificación, demagogia, dogmatismo, intolerancia y, en líneas generales, odio de todo tipo y búsqueda de víctimas propiciatorias a las que hacer pagar por los problemas que afrontamos en estos momentos. Sin duda, su discurso tiene mucho más en común con el de Nigel Farage, Marine Le Pen o cualquiera de los líderes xenófobos que pueblan las capitales europeas con cada vez más asiduidad. De ahí que su discurso haya calado, sobre todo, entre la empobrecida clase obrera de raza blanca (aunque, por supuesto, no únicamente entre ellos). Recientemente, The New York Times publicó un interesante estudio sobre el electorado que votó a Trump o Hillary Clinton que viene a confirmar el carácter populista de su política (política que, por cierto, se hace bien difícil de definir, no quedando otra opción que despacharlo con "la política de Trump es lo que diga él en cada momento", como suele ser el caso con todo populismo que se precie). En fin, que como ya escribí aquí mismo no hace mucho, amplias capas de la población en los países desarrollados tienen autentico terror al porvenir y se están dejando llevar por la siempre atractiva (al menos en tiempos de crisis) demagogia populista. En el pasado, esos viajes nunca acabaron bien y no hay motivo alguno para pensar que vaya a ser diferente en esta ocasión. Ya veremos lo que pasa pero, al menos de momento, uno solo atisba a ver negros nubarrones en el horizonte. {enlace a esta entrada}

[Thu Nov 3 15:38:10 CDT 2016]

Para celebrar el aniversario de la salida a la luz del suplemento cultural Babelia, el diario El País publicó este pasado fin de semana un número que incluía numerosos artículos de reconocidos intelectuales. De momento, solamente he tenido oportunidad de leer un par de ellos. El articulo titulado Una nueva época, un mundo infeliz, de Antony Beevor me ha parecido especialmente interesante. Cierra con el siguiente párrafo:

Tal vez no resulte sorprendente que en muchas partes del mundo estemos presenciando una política de la ira incoherente manipulada por el engaño deliberado. Hace tiempo que soy nítidamente consciente de que la honestidad intelectual es la primera víctima de la indignación moral. Cuando la gente se identifica apasionadamente con una causa o un asunto, en su inconsciente se siente legitimada para estirar la verdad y hasta inventar estadísticas que apoyen su tesis. Pero ahora hemos entrado en una auténtica era de la "posverdad", en la que, a juzgar por los argumentos a favor del Brexit en Gran Bretaña, de Trump en Estados Unidos, o de los nacionalistas extremos en Europa, se diría que la verdad ha dejado de tener importancia. Los demagogos y sus acólitos imitan la táctica estalinista: cuanto mayor es la mentira, más potente es su efecto. Pero esto conduce a la muerte de la democracia. Solo las dictaduras medran en la falsedad. La democracia no puede sobrevivir sin una base de respeto hacia los demás, acompañada por el respeto a la verdad.

Apunta, me temo, al meollo de lo que está sucediendo. Al tiempo que el mundo que nos rodea se ha ido convirtiendo en un gran bazar donde todos y cada uno de nosotros desempeñamos esencialmente el papel de consumidor a tiempo completo, la realidad objetiva se ha ido diluyendo. Puesto que ya no hay consenso (ni, peor aún, interés por alcanzarlo), lo único que nos queda es el individualismo atomizante, una sociedad hiper-fragmentada que, en lugar de conducir al imperio de la libertad individual que tanto anhelábamos, no hace sino oprimirnos con la tiranía de la vacuidad. O, como afirma Beever en otra parte de su artículo:

El individuo, aunque supuestamente liberado y poderoso, en la práctica se había vuelto crédulo. El siniestro eslogan de los cienciólogos estadounidenses —"Si para ti es verdad, entonces lo es"— se ha propagado como un virus invisible que impide a sus víctimas ver la realidad. Las teorías de la conspiración han existido siempre, pero ahora, mediante la comunicación por Internet, pueden adquirir una fuerza y un impulso totalmente diferentes. El asilamiento en la nueva sociedad de masas convierte a las personas en vulnerables a los charlatanes y los falsos profetas. Y todo esto lo empeora mucho más la industria internacional del ocio, capaz de crear su propia y convincente visión.

Cuando Margaret Thatcher afirmaba, muy ufana ella, eso de que "there is no such a thing as society", estaba sentando las bases de este mundo deslavazado, fragmentado, descreído, débil, impotente y deprmido. Si solo existe el individuo y el beneficio económico es la medida de todo, ¿para qué esforzarse en respetar las normas comunes? Lo mismo descubrimos al final del viaje que, después de todo, la realidad objetiva no es sino una idea que construimos entre todos a través de los distintos consensos y acuerdos que nos permiten convivir en sociedad. Pero cuando destruimos los lazos sociales en nombre de la libertad absoluta del individuo comprometemos también la posibilidad de construir esos consensos. {enlace a esta entrada}