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Money Honeys: The Freakonomics Guys On The Economics Of Prostitution
The authors of Freakonomics ponder how it is possible that some high-class prostitutes make
over US $300 an hour while those in the inner city barely make US $27 an
hour, and they find some interesting reasons from a purely economic point of
view.
If you’re anything like me, the life of a high-class prostitute has intrigued
you since Secret Diary Of A Call Girl. But note I said high-class prostitute:
this career choice only piques my interest insofar as I could earn the big
money. Lucky for me, the authors of Freakonomics figured this out. Steven
Levitt and Stephen Dubner have written a new book, Superfreakonomics, in which
they explain the paradox of how high-class prostitutes make a crap load of
money by not working very long hours.
First, Dubner and Levitt examined a study by sociologist Sudhir Venkatesh of
prostitutes in inner-city South Side Chicago who earned roughly $27 an hour,
performed 10 sex acts a week, and took home about $350 each week.
Next, they examined Allie, a high-class prostitute who charges $300 an hour,
$500 for two hours, or $2,400 for a 12-hour sleepover.
Why the hell, they wondered, is there such a disparity?
The authors point out how in Ye Olden Tymes, lower-end prostitutes earned
today’s equivalent of $78,000 per year. Comparatively, that’s a lot more than
the Chicago ladies in Venkatesh’s study. But 100 years ago (the time period
Levitt and Dubner based their calculations on), premarital sex, casual sex and
“friends with benefits” didn’t exist. Generally speaking, if a man in 1909
wanted to have premarital sex, visiting a prostitute was an enticing option, so
prostitutes could earn a pretty penny off of it. But since premarital sex isn’t
taboo anymore, Dubner and Levitt argue that nowadays men who want sex can just
sleep with one of their friends or f**k buddies or whatever.
Still, that doesn’t explain why a high-class prostitute like Allie can still
charge $300 an hour for doing something prostitutes on the South Side of
Chicago do for less than thirty bucks.
The South Side prostitutes lived in an impoverished neighborhood controlled by
a gang and admitted to stealing from their clients or accepting drugs in lieu
of cash; I’ll venture a guess that the clients who visit these Chicago
prostitutes can get free sex elsewhere. Allie, on the other hand, specifically
described her clientele as “middle-aged white men, 80% of whom were married,
and they found it easier to slip off during work hours than explain an evening
absence.” Levitt and Dubner’s analysis is that these married, middle-aged men
actually have a lot in common with the randy young fellows of 1909. The only
free sex these guys get is with their wives, so their “taboo” paid sex drives
up the price a prostitute can get away with charging.
Tu libertad es una ilusión del cerebro
¿Existe el libre albedrío?
Puede, pero de momento la neurociencia no lo ha encontrado. En este muy recomendable artículo titulado “La fisiología del free will” el
investigador
Mark Hallett del NIH hace una revisión de todos los estudios y bibliografía
científica acumulada hasta el año 2007 y concluye que “no hay ninguna evidencia
de que el free will sea una fuerza en la generación de movimiento. La sensación
de libertad existe, pero no es la causa del movimiento sino una percepción
posterior. Los movimientos se generan inconscientemente, y la ilusión de
voluntad llega después”.
Angustioso. Un resumen de las dos opciones a considerar sería el siguiente:
a) La voluntad (free will) como fuerza generadora de movimiento:
Decisión consciente ==> Mecanismos del cerebro motor ==> Movimiento
b) La voluntad como percepción:
Mecanismos del cerebro motor ==> Movimiento ==> Decisión consciente
En el caso del control del movimiento, la neurociencia está demostrando que la
opción b) es la que más se ajusta a la realidad, aunque la mayoría pensemos que
debe tratarse de limitaciones tecnológicas, porque obviamente la a) tiene que
ser la correcta.
Pero reflexionemos un momento desde una perspectiva más filosófica. La opción
a) efectivamente es la más lógica, pero tiene unas ligeras connotaciones
dualistas: parece implicar la existencia de algo más allá de la actividad del
cerebro que le dijera a las neuronas lo que deben hacer. Y hoy en día esta
explicación más espiritual está ya bastante descartada. Entonces, ¿nos toca
aceptar que nuestras acciones están mucho más programadas de lo que nos
pensamos, por todo lo que va acumulándose en el subconsciente de programación
genética, experiencias, influencias sociales, aprendizaje, traumas, estímulos
subliminales…? La neurociencia parece indicar que si.
No sólo Mark Hallett aborda científicamente esta cuestión sobre el determinismo
en nuestra conducta que hasta hace poco quedaba reservado a los filósofos. En
el texto “Neurología de la autoconciencia” V.S. Ramachandran describe el free
will como otra sensación generada por el cerebro para sobrevivir, como la
sensación de unidad entre todas nuestras impresiones y creencias, de
continuidad en el tiempo, o de un cuerpo propio que nos contiene. En “La
neurociencia del free will” Laurence Tancredi interpreta los últimos estudios
científicos como una clara erosión a la dicotomía mente/cerebro. Y en una
revisión más conciliadora titulada “Implicaciones de los avances en
neurociencia para la libertad de voluntad” , la bioética Hilary Bok reconoce un
mayor grado de determinismo en nuestro comportamiento del que nos creemos, pero
opina que esto no excluye de ninguna manera que sí mantengamos capacidad de
decisión y responsabilidad sobre nuestras acciones más complejas.
El subdesarrollo social de España
Tras más de treinta años de democracia, el Estado del Bienestar
español continúa teniendo un tamaño verdaderamente
anémico cuando se lo compara con el de los países de nuestro
entorno. Y esto a pesar de que nuestra riqueza hasta tal punto que nos
encontramos ya a un nivel bastante próximo al promedio de la UE-15
(el 93%).
Mírese como se mire, España está a la cola de la Europa social. Los últimos
datos de Eurostat, la agencia de recopilación de datos de la Unión Europea
(UE), muestra cómo España es uno de los países de la UE que gasta menos fondos
públicos en su Estado del bienestar (que incluye pensiones, sanidad, educación,
servicios de ayuda a las familias –como escuelas de infancia y servicios
domiciliarios–, servicios sociales, vivienda social, prevención de la exclusión
social y otros). Y ello no se debe a que seamos pobres. En realidad, nuestro
nivel de riqueza (medido por el PIB per cápita) es ya bastante próximo al del
promedio de la UE-15 (93%), el grupo de países más ricos de la UE. En cambio,
el gasto público social por habitante es sólo el 71%, lo que nos sitúa a la
cola de gasto público social en tal comunidad. Si en lugar del 71% nos
gastáramos lo que nos corresponde por el nivel de riqueza del país, es decir,
el 93%, tendríamos 70.000 millones de euros más de lo que nos gastamos ahora.
Este es el déficit de gasto público social en España.
Si en lugar del gasto público social miramos el porcentaje de la población que
trabaja en los servicios del Estado del bienestar, tales como sanidad,
educación, escuelas de infancia, servicios domiciliarios, servicios sociales y
otros, podemos ver que, de nuevo, estamos a la cola de la UE-15. Sólo un 10% de
la población adulta trabaja en tales servicios, comparado con un 15% en el
promedio de la UE-15 y un 25% en Suecia. Las consecuencias de este bajo gasto y
empleo público son múltiples. Sólo un dato significativo: España tiene el
tiempo de visita al médico general de la sanidad pública más corto (seis
minutos) de la UE-15. Este hecho, que erróneamente se atribuye a la excesiva
utilización de los servicios sanitarios por parte de la ciudadanía, se basa en
la enorme subfinanciación de tales servicios, lo que dificulta una mayor
dedicación de los profesionales sanitarios a cada paciente. El gasto sanitario
per cápita es sólo el 77% del promedio de la UE-15, el más bajo de tal
comunidad.
(...)
La democracia en España, a pesar de las enormes insuficiencias existentes,
permitió la expresión de los deseos populares, entre los cuales está, siempre,
la expansión del Estado del bienestar. Tal deseo, muy marcado en la segunda
mitad de los años ochenta, con movilizaciones populares, permitió reducir el
enorme déficit de gasto público social por habitante. Pero, en el año 1993, el
Gobierno PSOE, aliándose con la derecha catalana, CIU, dio prioridad a la
reducción del déficit del Estado (como instruía el Tratado de Maastricht) a
base, no de aumentar los impuestos de las clases más pudientes, sino de
disminuir el gasto público, incluyendo el gasto público social. Se inició así
una política de austeridad del gasto público, incluyendo el social (continuada
y expandida por el Gobierno Aznar), que explica que, cuando se alcanzó el
equilibrio de las cuentas del Estado, España volviera a estar a la cola de la
Europa social. Los ingresos al Estado, en lugar de continuar reduciendo el
déficit de gasto público social, se habían invertido en reducir el déficit del
Estado. En 2004, España estaba de nuevo a la cola de la UE-15 en gasto público
social. El euro y la integración en la UE se había hecho a costa de su Estado
del bienestar.
El Gobierno Zapatero, presionado por los partidos a su izquierda, incrementó
notablemente el gasto público social, pero no lo suficiente para cubrir el
enorme déficit que tenemos con la UE-15. En realidad, este déficit en 2006
(último año del que tenemos cifras homologables con la UE) es superior al
existente en 1993, cuando se inició la austeridad de gasto social. Lo que es
sorprendente es el silencio mediático y político sobre la existencia de este
gran déficit. Y ello se debe al enorme poder de clase del 30% de la población,
de mayor renta en el país, que no sufre las enormes insuficiencias de gasto
público social (al utilizar los servicios privados) y se resiste a pagar los
impuestos que le corresponden. Pero, además de poder de clase, existe el poder
de género. El machismo es el responsable de que las mayores carencias del
Estado del bienestar sean precisamente aquellos servicios, como los servicios
de ayuda a las familias, que en España son asumidos por la mujer.
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