Aunque conocí la forma poética de los haiku durante mi juventud allá por la década de los ochenta, nunca se me ocurrió escribirlos hasta bien recientemente, cuando regresé a Minnesota en 2011.

Prólogo

La primera vez que oí hablar sobre la forma poética de los haikus fue mientras leía Filosofías del underground, de Luis Racionero, allá mediada la década de los ochenta. En un capítulo titulado Haiku: La inmediatez del zen, lo define como:

...la forma poética ideal para expresar impersonalmente la percepción inmediata; es un poema de tres versos de 5, 7 y 5 sílabas, que no busca la belleza, sino la significación, afirmando que la naturaleza real de todas las cosas es poética. Jamás se describe explícitamente la emoción humana pero, con característica reticencia oriental, los fenómenos naturales se usan para reflejarlas. Las palabras hablan de la naturaleza; los ecos están llenos de emociones humanas.

(Luis Racionero, Filosofías del underground, p. 84)

Se trata, según nos cuenta Racionero, de una forma poética íntimamente ligada a la filosofía budista zen, centrada en experimentar la inmediatez, el aquí y ahora, de una forma “limpia de deseos, planes y conceptos”. De ahí que “un buen haiku sugiere tanto, que más palabras disminuyen su significado”. Y eso es, precisamente, lo que lo hace tan extremadamente complicado.

El haiku es lacónico, breve y directo. Su tercer y último verso es clave, pues brilla como un relámpago en mitad de la noche y, si está bien escrito, puede convertirse en el desencadenante de una pequeña iluminación zen. Un famoso haiku de Basho suele emplearse como ilustración para principiantes:

El viejo estanque, 
una rana se zambulle:
el sonido del agua.

Poco más. Tres frases directas y cortantes en su objetiva naturalidad. Sin los aspavientos a que nos tiene acostumbrados nuestra tradición poética occidental, tan dada a los excesos y exageraciones de todo tipo. En Occidente, no hay lírica sin teatralidad, sin artificiosidad y sin, en última instancia, falsa representación. El haiku japonés, por el contrario, se esfuerza en experimentar la realidad tal y como es, sin el pesado fardo de nuestros prejuicios. Y, sin embargo, es al mismo tiempo perfectamente consciente de que, al percibir el mundo que nos rodea, lo hacemos siempre desde nuestra propia experiencia personal. El autor y sus sentimientos están siempre ahí, pero de forma sutil e indirecta. El haiku es, incluso más que otras tradiciones poéticas, una forma de meditación.

Por lo demás, en lo que respecta a la métrica, se hace bien difícil cumplir con los requisitos académicos de escribir tres versos de 5, 7 y 5 sílabas cuando uno escribe en castellano. Sencillamente, los idiomas son muy distintos (y, todo hay que reconocerlo, uno no es más que un aprendiz de brujo cuando se trata de escribir poemas). Así pues, prefiero ignorar las reglas métricas y apostar por el verso libre, eso sí, cumpliendo por otro lado con religiosidad el precepto de los tres versos y, dentro de lo posible, el papel fundamental del último verso como golpe final. Para mí, lo central del haiku no es tanto la métrica como su filosofía y su estilo.

Los poemas reunidos aquí en un solo volumen fueron escritos un poco a vuelapluma mientras paseaba por los alrededores de Saint Paul (Minnesota, EEUU) las cuatro estaciones del año. Soy, por naturaleza, paseante, al igual que soy lector y escritor. Ninguna de las tres cosas las hago bien, pero sin ninguna de ellas lograría ser feliz. El caso es que con estos versos intenté captar, mal que bien, un determinado instante del perpetuo fluir que es la vida. De ahí que decidiera titular el presente volumen con el título Destellos, pues al fin y al cabo ésa es la naturaleza del haiku. Son destellos o fogonazos que nos llegan en un breve momento de inspiración.

St. Paul, Minnesota 28 de noviembre de 2013