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Reexaminando las principales ideologías del siglo XX
[Fri Aug 7 15:09:22 CDT 2015]
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Hay ocasiones en las que uno tiene la sensación de vivir dentro mismo de El día de la marmota, aquella película protagonizada por Bill Murray y Andie MacDowell que, con el paso del tiempo, se ha convertido en todo un clásico del cine. Más aún en lo que respecta al debate político en cualquiera de nuestras democracias avanzadas. Las mismas ideologías aparecen una y otra vez. Los mismos discursos se repiten una y otra vez. Siempre las mismas historias. Siempre los mismos argumentos. Casi pareciera que nos hubiésemos quedado congelados en el tiempo en algún momento del último cuarto del siglo XX y, desde entonces, no hayamos avanzado ni un solo milímetro. El debate político "de peso" (del otro, mejor ni hablar) se hace bien cansino de tan repetitivo como es. Uno entiende que en la política, al contrario que en las ciencias llamadas "puras", se hace bien difícil avanzar. Casi se diría que el progreso ni existe, al menos en un sentido duro del término. Y, sin embargo, me rebelo ante la idea de que tenga que ser necesariamente así. ¿Y si hiciéramos un esfuerzo por aprender del pasado, aunque solo fuera del más reciente? A lo mejor, aunque fuera de manera humilde, podríamos avanzar unos cuantos pasos más hacia un mundo mejor. Ahí van, pues, unas cuantas reflexiones sobre las grandes ideologías del siglo XX y sus aportaciones, tanto positivas como negativas, con la esperanza de que quizá puedan servirnos para clarificar un poco nuestras mentes y dar unos cuantos pasos hacia adelante de una vez por todas. Escribo las siguientes líneas sin ánimo de polemizar. Más bien al contrario, haré un esfuerzo por ser imparcial y aprender de nuestro pasado más reciente. Comencemos con el conservadurismo, pues no me parece insensato pensar que se trate quizá de la ideología más antigua. Algunos prefieren usar otros epítetos, como pudiera ser tradicionalismo, o incluso reaccionario. El problema que veo con estos otros dos términos es que son menos objetivos y contienen una cierta carga negativa mientras que, como decía algo más arriba, nuestra intención aquí es ser mínimamente imparcial. El conservadurismo, pues, puede quedar definido sucintamente como aquella ideología política que favorece las tradiciones y se opone (o, cuando menos, siente un natural repudio, miedo o escepticismo) ante los cambios políticos, sociales o económicos. Por tanto, va evolucionando a través de la Historia, como todas las demás ideologías. Se define en relación al contexto. Suele ser la ideología favorita de aquellos grupos sociales que más cómodos se sienten dentro del marco establecido, sin que ello deba implicar necesariamente que dichos grupos se correspondan siempre con las élites dominantes en un momento dado. Un obvio aspecto positivo del conservadurismo es, me parece, que nos advierte de los peligros de cambiar las estructuras sociales sin más ni más, por el mero hecho de cambiar las cosas. Asimismo, subraya que aquellas instituciones y costumbres que se han mantenido más o menos estables durante mucho tiempo han sobrevivido precisamente porque responden a alguna necesidad social, y debiéramos pensar muy detenidamente las razones que podamos tener para transformarlas. En otras palabras, el conservadurismo nos advierte que lo nuevo no tiene por qué ser mejor que lo antiguo y debemos andarnos con cuidado a la hora de introducir cambios en una complicada organización social cuyos mecanismos no entendemos del todo. En este sentido, los conservadores nos recuerdan un poco a nuestros abuelos. Son quienes nos advierten de los peligros de dejarse llevar por la idealista pasión juvenil, que se cree con la capacidad de cambiarlo todo y siempre hacia mejor, por supuesto. Pero, por otro lado, el conservadurismo también contiene en sí unas tendencias no tan positivas. Además de tener cierta inclinación hacia el inmovilismo y la aceptación del status quo como algo inamovible, peca de un profundo pesimismo y, peor aún, cae a veces en un pavor al cambio que lleva a sociedades enteras a entregarse en manos de la locura nacionalista e instituciones abiertamente represivas que tratan de imponer el "sentido común" e intentan hacer que "el pueblo entre por vereda". No hay más que echarle un vistazo a nuestra Historia más reciente para ver buenos ejemplos de esto. Tenemos en segundo lugar el liberalismo, ideología centrada en la defensa de las libertades y la iniciativa individual y que se esfuerza por limitar la intervención del Estado en la vida social, económica y cultural. En principio, pareciera bien difícil encontrar nada negativo en el liberalismo. De hecho, buena parte de los avances que vimos en los siglos XIX y XX se debieron a la expansión del la ideología liberal por el mundo occidental. Al liberalismo debemos, entre otras cosas, una sólida sociedad civil, el constitucionalismo, la moderna democracia representativa, la separación de la esfera de lo público y lo privado, la separación de Estado e Iglesia, así como un buen número de derechos y libertades individuales de los que gozamos hoy en día. En definitiva, las ideas liberales son las que propusieron cortapisas eficaces a los excesos del poder del Estado y las clases dominantes al tiempo que fomentaron una sociedad centrada en la autonomía individual. Sin liberalismo, no habríamos tenido democracia moderna ni derechos individuales. Y, sin embargo, precisamente este concepto de autonomía individual es el que nos conduce también al aspecto negativo del liberalismo pues en ocasiones subraya tanto lo invididual que olvida lo social o comunitario. Cuando sucede eso, el liberalismo puede convertirse en mero egocentrismo, en elemento justificatorio para los excesos de un hiper-individualismo narcisista y endiosado. El grave peligro de las sociedades más liberales es precisamente caer en una fragmentación tan aguda que no haya ningún elemento unificador. La satisfacción de los deseos individuales se convierte en el objetivo mismo de todo un sistema social a quien poco importan otras consideraciones estratégicas de mayor calado. Todo se hace al corto plazo y con vista a la satisfacción de unos individuos limitados a su faceta de meros consumidores. Las sociedades occidentales contemporáneas son, en buena parte, un claro ejemplo de esto. La siguiente gran ideología política contemporánea, más o menos en orden de aparición, es el socialismo, que propone la propiedad social o colectiva de los medios de producción. En este caso, parece claro que el aspecto positivo es la demanda de una sociedad más justa, solidaria e igualitaria, lo que condujo a la aplicación de un buen número de políticas (tanto por parte de partidos socialistas como de otras tradiciones) que sin duda han encarnado una sociedad bastante más humana y decente que la que caracterizó al capitalismo puro y duro de sus inicios. De hecho, aunque a menudo parecemos olvidarlo, buena parte de los avances sociales que experimentaron nuestras sociedades en el siglo XX fueron debidos al empuje del movimiento socialista. Esto incluye mejoras tan innegables como los derechos laborales, la reducción de la jornada de trabajo, las vacaciones pagadas, el derecho a la sindicación, la prohibición del trabajo infantil, un sistema fiscal algo más justo, las políticas sociales, la garantía de un salario justo, la universalización de la educación y la sanidad, etc. Otras ideologías (ya hablaremos de esto algo más abajo) fueron en parte las que pusieron en práctica estas políticas, pero todas ellas no podrían entenderse sin el enorme empuje que el movimiento socialista experimentó desde la mitad del siglo XIX hasta aproximadamente la década de los setenta del siglo XX. Por otro lado, también parece evidente que el peligro potencial del socialismo es caer en la tentación de un colectivismo opresor que limite o incluso elimine las libertades individuales. En este sentido, los excesos estatistas del siglo XX debieran servirnos de terrible lección. Hablando de excesos estatistas, conviene mencionar, aunque sea de pasada, los criminales excesos de comunismo y fascismo, el monstruo de dos cabezas que sacudió los cimientos de la civilización en el siglo XX. El primero fue una deriva extrema del movimiento socialista que llegó a implantar una forma de organización social y económica fuertemente centralizada donde todo quedaba supeditado a la planificación estatal. El segundo, bastante más amorfo y difícil de definir, fue más bien una deriva del nacionalismo más extremo combinado con el apoyo financiero de unos sectores económicos atemorizados por el avance del movimiento obrero y el sostén más o menos velado de los grupos más tradicionalistas y reaccionarios de las sociedades occidentales, incluyendo a menudo (que no siempre, ni tampoco de manera unánime) a amplios sectores de la Iglesia católica y otras iglesias cristianas. Aunque cueste trabajo ver nada positivo en ideologías tan criminales como éstas, haciendo un esfuerzo podríamos quizás señalar que fueron capaces de conseguir hitos extraordinarios gracias a la firme y eficaz organización de todos los sectores económicos, sociales, políticos y culturales implicados en la consecución de un objetivo común. O, para explicarlo de otra forma, comunismo y fascismo demostraron bien a las claras, cuando menos, que, si nos lo proponemos, somos capaces de alcanzar objetivos que bien pudieran parecer prácticamente inalcanzables. De todos modos, como más o menos he dejado entrever, estoy convencido de que la aportación de estas ideologías fue más negativa que positiva. Comunismo y fascismo mostraron que las ideologías securales eran tan capaces como el fundamentalismo religioso de antaño de convertir el mundo en un auténtico infierno. Asimismo, debieran servir de aviso sobre la facilidad con la que podemos convertir las mejores intenciones (por ejemplo, el ansia de justicia social) o los temores más profundos en una despiadada pesadilla criminal capaz de eliminar a millones de seres humanos de la faz de la Tierra. Me encantaría pensar que hemos sido capaces de superar esta tentación totalitaria, pero mucho me temo que el monstruo volverá a asomar la cabeza tarde o temprano, tal y como ha venido haciendo periódicamente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Por contraposición al comunismo y al fascismo, tenemos también otras dos ideologías nacidas en el siglo XX cuya aportación a la Historia ha sido mucho más positiva. Me estoy refiriendo a la socialdemocracia y la democracia cristiana. La socialdemocracia, heredera directa del socialismo, ha sido un intento de implantar el socialismo democrático a través de métodos reformistas y gradualistas, centrados sobre todo en la implantación de políticas sociales y de redistribución de ingresos que vinieran a garantizar una mayor igualdad de oportunidades. La democracia cristiana, por su parte, se inspiró en la doctrina social de la Iglesia para defender una filosofía que sitúa al ser humano en el centro, tanto en su dimensión espiritual como material, promoviendo con ello también la implantación de unas políticas sociales bien parecidas a las de la socialdemocracia. De hecho, el mundo del capitalismo con rostro humano que siguió a la Segunda Guerra Mundial, con su extensión de la clase media, sus derechos sociales y laborales y, sobre todo, la construcción del Estado de bienestar no puede entenderse sin el pacto tácito entre estas dos grandes ideologías del siglo XX. Cabría decir que, sin demasiados aspavientos, fueron capaces de poner en pie la sociedad más avanzada, libre, justa, solidaria y relativamente igualitaria que haya conocido la Humanidad desde el Neolítico. Lo que estamos viviendo ahora es precisamente la crisis de dicho proyecto, lo cual, por supuesto, no hace sino sugerir precisamente sus puntos flacos: primero, el Estado del bienestar, atractivo como es, no puede entenderse, por un lado, sin el empuje de un bloque comunista en expansión que amenazaba con poner fin al capitalismo occidental y que, por consiguiente, obligaba a las élites económicas a sentarse a negociar con las fuerzas que reclamaban mayor igualdad; segundo, se mire como se mire, fue siempre una solución de los países del llamado "primer mundo", esto es, de las naciones más ricas del planeta, que solamente funcionó mientras se pudiera garantizar cierta homogeneidad y, sobre todo, ignorando que junto a la desigualdad en el seno de las sociedades avanzadas también había una enorme desigualdad (de hecho, mucho más amplia que la primera) a escala planetaria; y, por último, su chato materialismo centrado en el crecimiento ilimitado significa que, se mire como se mire, no puede aplicarse a escala planetaria. O, para explicarlo de otra forma, el modelo socialdemócrata y democristiano del Estado del bienestar, aun siendo como fue el que mayor progreso ha traído a la Humanidad, está completamente agotado. He ahí la raíz de la crisis en que nos encontramos en estos momentos. Por último, tenemos una ideología ciertamente minoritaria que, no obstante, parecía prometer mucho a finales del siglo XX. Me estoy refieriendo al ecologismo o, más en concreto, a la ecología política. Esta ideología tenía (¿tiene?) como objetivo superar el productivismo característicos tanto del capitalismo como del socialismo tal y como se desarrollaron históricamente, al tiempo que promovía una superación de la vieja dialéctica entre izquierda y derecha que viniera a solucionar los problemas planteados por la crisis ecológica que nos sacude. No obstante, se me hace difícil hacer un breve repaso a las aportaciones y problemas de la política verde porque, creo, aún no ha tenido ocasión de echar a volar propiamente hablando. Si acaso, me da la impresión de que se encuentra aún en su infancia. Nacida hacia finales de la década de los setenta del siglo XX, creo que todavía no ha podido ni clarificar bien sus postulados, ni tampoco desempeñar labores de gobierno lo suficientemente extensas como para que podamos decir que haya un corpus práctico de política verde aún. Allí donde ha llegado al gobierno, ha sido casi siempre en coalición con otras fuerzas políticas de mayor envergadura que fueron en realidad las que marcaron las líneas políticas fundamentales. Los partidos verdes como tales aún no han tenido oportunidad, me parece, de aplicar sus políticas de forma clara y contundente, por lo que creo que es demasiado pronto para entrar a hacer el análisis que hemos hecho más arriba de las otras ideologías. Si acaso, estoy convencido de que con la profundización de la crisis ecológica que nos amenaza es bien posible que el momento álgido de influencia de la ecología política aún esté por venir. ¿Se tratará entonces de una especie de síntesis de las grandes corrientes ideológicas que hemos analizado aquí, tomando de cada una de ellas lo que pudiera ser aprovechable, abandonando sus excesos y dándole a todo ello un toque ecológico compatible con el futuro del planeta? Quizá sea así. O quizá no. Esa historia, creo, todavía está por escribir. ¿Podemos?
[Sun Feb 8 16:22:02 CST 2015]
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A estas alturas, las encuestas comienzan a señalar a Podemos como posible ganador de unas hipotéticas elecciones generales y, desde luego, no son pocos los ciudadanos que ven al nuevo partido como claro representante de esa nueva política de la que venimos hablando en estas páginas. Y, sin embargo, he de reconocer que no las tengo todas conmigo en lo que respecta a Podemos. Su discurso es rompedor, sin lugar a dudas. Asimismo, parece evidente que vienen de fuera del sistema de partidos que se consolidara allá a principios de los ochenta con la desaparición de la UCD y la alternancia entre PSOE y PP. Es decir, lo que se ha venido en llamar "bipartidismo imperfecto". Dejemos las cosas bien claras, Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero y otros dirigentes de Podemos se movieron durante años en los ambientes de Izquierda Unida y el PCE. Conviene no engañarse. Provienen, como la amplia mayoría de los cuadros del partido, de lo que pudiéramos llamar izquierda-izquierda. Pero, se mire como se mire, lo cierto es que no han estado directamente implicados en ningún partido político durante todos estos años, al menos en lo que hace a una implicación política directa, más allá de las simpatías o las labores puntuales de asesoría. Por consiguiente, no está de más reconocer, como digo, su discurso rompedor, su afán por cambiar las formas y acercarse al ciudadano medio, así como su profundo ímpetu transformador, al menos en lo que hace al discurso. Sigamos con los aspectos positivos de la nueva fuerza política. Los dirigentes de Podemos han hablado en numerosas ocasiones de su intención por reformar la legislación electoral de nuestro país para fomentar la proporcionalidad y poner fin a las listas cerradas y bloquedas, de introducir elementos de democracia interna en todos los partidos políticos, explorar vías nuevas de participación ciudadana y trabajar por una administración de justicia auténticamente independiente. Todos ellos son, me parece, propósitos loables. Cabe plantear, sin duda, cuestiones en torno a las formas que puedan tomar sus propuestas definitivas. Se les puede echar en cara incluso cierta falta de concreción. No obstante, conviene no olvidar que ningún otro partido ha adelantado aún su programa para las elecciones geneales y que, además, al tratarse de un partido político completamente nuevo, Podemos necesita un periodo de tiempo para debatir todos estos temas dentro de sus propias filas. De hecho, no puede ser de otra forma si realmente quieren llevar a cabo un debate auténticamente democrático, en lugar de imponer el plan de sus dirigentes, que es lo que normalmente se ha hecho en estas circunstancias. Igualmente, me atrae su propuesta de transversalidad, explicada a menudo con la afirmación de sus dirigentes de que no son una fuerza "ni de derechas ni de izquierdas", y que de alguna manera guarda algo de relación con la apuesta por un centro radical que yo mismo he defendido aquí. Creo necesario construir una fuerza reformadora con una base social lo más amplia posible que, desde luego, se vería excesivamente limitada si pretendiera definirse de acuerdo a las etiquetas de antaño. Las prioridades, hoy por hoy, van mucho más allá de izquierdas y derechas, me temo. Lo que hay que defender es la propia dignidad de la gente y para ello hay que reconstruir todo un sistema de partidos completamente nuevo. Lo que no tengo tan claro todavía es si el sistema político en sí es reformable o también conviene reconstruirlo desde abajo. Me refiero, en este caso, a la propia Constitución de 1978. Pero, ¿qué es, entonces, lo que no me convence de Podemos? Por desgracia, son muchas las cosas que no me convencen del todo y que me hacen sentir algo de sospecha sobre las intenciones últimas de sus dirigentes. Veamos. En primer lugar, no me gusta demasiado el excesivo personalismo caudillista sobre el que han construido todo el proyecto. ¿Qué sería hoy de Podemos sin la presencia permanente de Pablo Iglesias? No creo que una fuerza así sea desde luego un modelo de democracia, ni tampoco de solidez y estabilidad. Son demasiadas las cosas que quedan al tuntún de lo que opine el líder. Tenemos, además, el hecho de que Iglesias, Monedero, Errejón y compañía mostraron conocer a la perfección los trucos de la vieja guardia cuando llegó el momento de celebrar el primer congreso de su partido. Una zancadilla por aquí, una puñalada por allá, y todo quedó atado y bien atado. No podemos decir que aquel congreso fuera un paradigma de democracia interna precisamente. En fin, que tanto hablar de nuevas formas y de democracia interna y, a la hora de la verdad, parecen preferir lo de siempre, el famoso "quien se mueve no sale en la foto". Tercero, no me gusta nada tampoco la reacción que sus líderes han tenido cuando la prensa ha ido publicando sus trapos sucios. Nadie duda que los medios de comunicación están en las manos de los poderosos y que, parece obvio, éstos dieron la orden de lanzarse a por ellos. Y, sin embargo, la estrategia de echar balones fuera y culpar al contrario que han adoptado los dirigentes de Podemos se diferencia bien poco de la que adoptaron socialistas y populares conforme iban saliendo a la luz sus respectivos escándalos. No acierto uno a ver mucha nueva política en esa actitud desde luego. Si acaso, más bien parece que también en este ámbito se comportan exactamente igual que la vieja guardia. Pero mis dudas no se limitan tampoco a las formas únicamente. Me parece razonable echarles en cara una excesiva ambigüedad a la hora de hacer propuestas. Casi pareciera que creen que las cosas se van a solucionar de manera mágica si llegan al Gobierno simplemente porque sean ellos quienes se sienten en el banco azul del Congreso. Está muy bien criticar las políticas de austeridad y los recortes, así como salir en favor de una política económica de corte keynesiano que venga a relanzar la economía del país. Lo que no me queda tan claro es de dónde diantres piensan sacar el dinero para hacerlo, sobre todo si han de pedirlo prestado precisamente en esos mercados que ahora presentan como el problema central. Y que nadie me diga que el dinero va a salir de lo que se marcha fuera o de lo que se defrauda a Hacienda. Eso son las cuentas de la lechera. Algo de eso podemos recuperar, no lo dudo, pero no lo suficiente para lanzar un programa tan ambicioso de inversiones y gasto público como el que describen. La ambigüedad calculada con respecto al chavismo y similares me parece preocupante. Y, finalmente, aunque quizá más importante que todo lo demás, no comparto para nada el discurso contra la "casta" que se encuentra precisamente en el centro mismo de su propuesta. ¿Por qué no? Pues porque, en primer lugar, no todos los políticos son "casta". Segundo, porque son muchos quienes no han participado en política y sí que son "casta" (algunos de los propios líderes de Podemos, por cierto, pueden ser vistos sin exageración alguna como "casta" universitaria). Y, por último, porque se trata de un discurso divisivo, de buenos y malos, un discurso centrado en la lógica amigo-enemigo, que me parece bien peligroso en un contexto de profunda crisis social, económica y política. Al echar mano de un discurso de este tipo para conseguir apoyo en las urnas, los líderes de Podemos están jugando con fuego, me parece. Las reformas hay que hacerlas, sí. Pero hay que hacerlas más a favor de algo que en contra de algo o alguien. |