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{Versión original: 17 Septiembre 2012}
{Última actualización: 18 Marzo 2013}
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Primera parte: un tren desbocado Introducción A nadie se le oculta que, como en el guión del típico thriller de Hollywood, vamos en un tren desbocado que se dirige vertiginosamente hacia el precipicio. Si acaso, la crucial diferencia es que, en nuestro caso, no hay ningún apuesto superhéroe que venga volando al rescate. Eso, creo, lo tenemos bien claro todos. Y, sin embargo, no todo el mundo lo acepta de manera consciente. Hay quien, sabiendo la delicada situación en que nos encontramos, ya está buscando salidas, posibles formas de parar el tren o, cuando menos, aminorar la marcha. O, si nada de ello fuera posible, tratando de encontrar la manera de sobrevivir y reconstruir una estructura social algo más sana y perdurable después de que nos despeñemos sin remedio. Ésta es la minoría más ínfima, puesto que no se limitan a reflexionar sobre el tema, sino que están experimentando posibles soluciones en sus propias carnes, lo cual requiere un alto grado de compromiso, convicción y voluntad de sacrificio, además de capacidad para llevar la contraria a la mayoría mientras son tratados como lunáticos. Pero también hay quienes optan por limitarse a hacerle cambios al decorado interior de los vagones del tren, como si eso fuera a ayudar. Hay incluso quien, mientras la máquina funciona a toda marcha, rediseña el exterior de los vagones para así tratar de reducir la velocidad y, una vez conseguido el cambio, se sienta cómodamente imaginando que ya ha solucionado el problema. Éste otro grupo, seguramente, crecerá bastante en los próximos años, conforme la seriedad del problema se hace innegable y hasta los medios de comunicación más oficiales se ven obligados a informar verazmente sobre la realidad. El lector habrá adivinado fácilmente que se trata de aquellos que, incapaces de renunciar a las comodidades de una civilización insostenible y en vías de colapsar, optan por darle una manita de color verde a todo lo que se les pone por delante. Y, finalmente, tenemos a la amplia mayoría de la población, formada por aquellos que, sabiendo el destino final del tren, eligen ignorarlo y seguir adelante como si nada hubiera cambiado. Se trata, como digo, de la corriente principal de individuos que, siendo plenamente conscientes, como todos nosotros, de que nos dirigimos hacia el desastre, aún confían en la aparición de algún superhéroe o, peor aún, creen a pies juntillas que los pasajeros que viajan en primera clase seguramente encontrarán la manera de solucionar el problema antes de que sea demasiado tarde. Seamos claros: el reto que tenemos por delante consiste en encontrar la forma de evitar un auténtico colapso de nuestra civilización o, cuando menos, comenzar ya a sentar las bases de un nuevo mundo antes de que éste en el que vivimos ahora se vaya al garete. Y, tal y como vamos, no puede tardar más de unas cuantas décadas en llegar a un punto sin retorno. En esta primera parte del libro vamos a repasar las líneas de falla por donde el edificio de nuestra civilización ha comenzado ya a agrietarse sin remedio. Pero debemos tener bien presente que, pese a que hablemos de estas "grietas" separadamente para así poder describirlas más fácilmente, no son en realidad sino componentes de un todo, un sistema, un edificio, que amenaza con venirse abajo y sepultar a todos sus inquilinos. Por consiguiente, comenzaremos por aquella crisis (la económica) que se nos hace más visible en estos momentos. Pero ello no quiere decir que sea, ni mucho menos, la más importante. Volviendo a la imagen del edificio agrietado, no hay grietas de mayor o menor importancia, sino que, en su lugar, haríamos bien en entender que todas ellas son la consecuencia directa de un diseño arquitectónico defectuoso que, al estar basado en cálculos erróneos, somete a los materiales a fuerzas que ponen en peligro la integridad de todo el edificio. Es decir, que todas las fallas de las que hablaremos en esta parte del libro están en realidad interrelacionadas y no pueden entenderse por separado. La "Gran Recesión" La crisis financiera global que comenzara en 2007 se ha ido destapando, poco a poco, como la peor crisis económica desde la Gran Depresión de los años treinta, hasta el punto de que ya hay quien la llama la "Gran Recesión". Pero, curiosamente, se veía venir. Todos la veíamos venir. Mucho se ha hablado del genio de ciertos economistas (pocos, muy pocos, según se cuenta) que acertaron a predecir los problemas. No obstante, lo cierto es que, al menos en los EEUU, ya a mediados y finales de la década de los noventa había bastante gente (gente normal, "gente de la calle", como suele decirse) que se barruntaba lo que estaba por venir. Aunque algunos expertos hablaban de un "long boom", lo cierto es que la amplia mayoría de la gente no las tenía todas consigo. Sabían perfectamente que no era posible seguir apostando en la ruleta del casino y ganar continuamente. Sabían que el juego estaba trucado de alguna forma. Quizá no sabían cómo (eso se conocería después, cuando nos estalló en las manos), pero sí que tenían bien claro que algo no encajaba. Sea como fuere, la crisis económica que comenzara hacia el 2008, y en la que todavía nos hayamos inmersos, ha sido el periodo más largo de "destrucción creativa" (interesante oxímoron capitalista) desde hace décadas. El estallido de la crisis financiera y sus concomitantes problemas crediticios se extendieron pronto a la economía en su conjunto, generando la peor situación económica mundial desde los años treinta. La producción industrial se desplomó cerca de 15 puntos porcentuales en tan sólo 9 meses, los mercados bursátiles perdieron cerca del 50% de su valor para abril del 2009, el comercio mundial de bienes también se contrajo cerca del 40% entre julio de 2008 y mayo de 2009, EEUU hubo de nacionalizar entidades financieras, intervenir dos de las tres grandes empresas automovilísticas del país y lanzar un plan de rescate de más de 700.000 millones de dólares, el desempleo se disparó hasta cerca de 200 millones de personas en 2012 (75 millones de ellos eran jóvenes de entre 15 y 25 años, incapaces por ello de entrar en la sociedad adulta)... Las secuelas de pobreza (una pobreza extrema que, por primera vez en mucho tiempo, ha llegado a alcanzar a los países más desarrollados), drogadicción, enfermedad, depresión, elevadas tasas de suicidio, delincuencia y prostitución son auténticamente pavorosas. De hecho, en algunos aspectos, la crisis que todavía nos acompaña ha superado a la de los años treinta. Peor aún, a la depresión económica habría ahora que añadir la depresión psicológica una vez que nos hemos despertado del sueño de la creación imparable de riqueza, el mito que nos vendieron tras la caída del bloque comunista. Durante un par de décadas, la idea aquélla del "fin de la Historia" de Francis Fukuyama sonaba no ya tentadora, sino hasta real. Cautivas y desarmadas las fuerzas del comunismo, se impuso el dogma neoliberal del libre mercado y, al menos durante un tiempo, nos creímos aquello de que en adelante, siempre y cuando lo confiáramos todo a la sabiduría de la mano invisible, todo el monte sería orégano y la riqueza material se multiplicaría como por ensalmo. En otras palabras, que la supuestamente intrínseca capacidad del capitalismo para innovar y crear riqueza solucionaría en poco tiempo los grandes problemas que habían acechado a la Humanidad desde los principios mismos de la aventura histórica. Así pues, tiene poco de extraño que la crisis con que nos topamos al finalizar la primera década de este nuestro siglo XXI haya derivado en una especie de depresión generalizada sobre nuestras perspectivas de futuro. La burbuja estalló y nos hemos pegado un señor batacazo. Ahora entendemos, casi de repente, que aquello no era en realidad sostenible. Ni el capitalismo era tan innovador como se decía, ni tenía la capacidad de crear riqueza de la nada, ni podía repartir los ingresos de forma más o menos justa, ni el crecimiento económico está garantizado porque sí, ni.... En fin, ¿para qué seguir? La triste realidad es que, hoy por hoy, son más bien pocos quienes esperan que sus hijos vivan mejor que ellos. El espejismo del progreso continuo se ha mostrado como un desalentador engaño.
Abusando de la tarjeta de crédito
Si algo debemos tener claro a la hora de analizar las causas de las crisis cíclicas bajo el capitalismo es que las razones de una crisis se encuentran precisamente en la forma en que se solucionó la crisis anterior. Así, por ejemplo, en el caso de la crisis que tenemos entre manos en estos momentos, la que comenzara en 2007-2008 como una crisis financiera a consecuencia de las hipotecas subprime en los EEUU, si queremos entender a fondo su origen debemos echar un vistazo atrás y estudiar cómo se resolvió (en falso, porque las crisis capitalistas siempre se cierran en falso) la crisis de los años setenta. En aquel entonces, se optó por lanzar una guerra contra los sindicatos, recortar los derechos laborales y reducir salarios para aumentar los beneficios, por un lado. Por otro, y puesto que las políticas anteriores tenían el efecto neto de reducir el consumo (y, por consiguiente, afectaban negativamente al negocio), se optó por liberalizar los mercados financieros, eliminar regulaciones que obligaban a los bancos a cuidar sus inversiones con los depósitos de sus clientes y facilitar el endeudamiento de todos los agentes económicos. Como consecuencia de todo ello, se sentaron las bases de un modelo económico claramente insostenible que, como no podía ser menos, había de estallar tarde o temprano. Y así ocurrió en 2007-2008, cuando los niveles de deuda habían alcanzado cotas excesivamente altas y el castillo en el aire que habían construido las instituciones financieras se vino abajo estrepitosamente, dejando al descubierto un agujero por valor de trillones de dólares. No es fácil encontrar estadísticas a nivel global, pero la verdad es que tampoco hacen mucha falta. Aquí tenemos, por ejemplo, una gráfica mostrando los distintos componentes de la deuda estadounidense donde puede observarse claramente el crecimiento de la misma a partir de la crisis del petróleo, como preludio a la recuperación económica de los años ochenta: Además del clarísimo crecimiento de la deuda de todo tipo, cabría resaltar, si acaso, que, contra el prejuicio de que el problema más grave que tenemos entre manos es el del sobreendeudamiento del Estado, la deuda privada es, de hecho aún mayor. O, lo que es lo mismo, si se aceptara el simplista eslógan de la derecha neoliberal estadounidense de que el Estado demuestra su irresponsabilidad fiscal con una alta tasa de endeudamiento, no cabría más remedio que, en vista de las cifras, concluir también que los agentes económicos privados (esto es, consumidores, empresas e instituciones financieras) han sido, de hecho, más irresponsables que el propio Estado. Pero, obviamente, uno duda mucho que nadie en la derecha se atreva a extraer esas conclusiones, ni mucho menos a expresarlas públicamente. Se mire como se mire, lo cieto es que el endeudamiento total en los EEUU en el primer trimestre de 2010 alcanzó el 351% de su Producto Interior Bruto (PIB) (ver, por ejemplo, esta entrada en Wikipedia sobre el asunto). ¿Y España? Seguramente estaremos en una posición algo mejor, ¿no? Pues en el caso español, el endeudamiento total de la economía en el año 2011 alcanzó el 395,7% del PIB, que tampoco es moco de pavo (ver, por ejemplo, este artículo publicado por El Confidencial, incluyendo una interesantísima gráfica donde se muestra la clara correlación entre este endeudamiento y el llamado "milagro económico español" diseñado por Rodrigo Rato y José María Aznar). De hecho, uno sospecha que las gráficas para otros países que también vivieron un supuesto "milagro económico" en los años noventa (por ejemplo, el tan afamado "tigre celta", hoy un tanto de capa caída) vendrían a ser poco más o menos lo mismo que hemos visto hasta aquí, si no quizá peor. En conclusión, que la solución que dimos a la era de estanflación de la década de los setenta fue, por un lado, contener los salarios para facilitar los beneficios y, por otro, puesto que esa primera política deprimía la demanda, facilitar el endeudamiento de todos los agentes económicos para permitir el crecimiento. Una estrategia a todas luces insostenible al medio y largo plazo, pero que funcionó durante dos décadas largas. En este sentido, no les falta razón a quienes afirman que hemos vivido (sí, todos) por encima de nuestras posibilidades, lo que no equivale a negar que, como es bien evidente, unos se hayan beneficiado más que otros de esos locos años de fiesta. Sencillamente, lo uno no quita lo otro, pero conviene no engañarse en cuanto a la naturaleza última del problema, si es que de verdad queremos reflexionar sobre posibles soluciones al callejón sin salida en que nos hemos metido. Se mire como se mire, debiera ser bien evidente para cualquier observador medianamente objetivo que un crecimiento económico basado en tirar constantemente de tarjeta de crédito (esto es, de usar un dinero que en realidad no se tiene) no es sostenible a medio y largo plazo. En este sentido, de la misma forma que me parece conveniente apuntar a los economistas neoliberales que son sus políticas las que nos han hundido en este pozo sin fondo en que nos encontramos en estos momentos, creo igualmente fundamental dejar bien claro a las cada vez más numerosas voces neokeynesianas que se oyen alrededor que tratan de solucionar la crisis con una política de relanzamiento de la demanda a través de un mayor endeudamiento que tampoco eso puede funcionar sino al más corto plazo (si es que llega a funcionar siquiera ahí). En otras palabras, que todo parece indicar que hemos llegado en verdad al final de un periodo, y tanto economistas como políticos no hacen sino seguir dando viejas respuestas a lo que en realidad es una situación totalmente nueva. He ahí la raíz del problema.
El fin del capitalismo con rostro humano
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, las potencias occidentales se apresuraron a construir lo que poco después pasaría a ser conocido como Estado del Bienestar, es decir, un nuevo modelo de capitalismo con rostro humano que, al menos en apariencia, demostraba que habíamos aprendido las lecciones del traumático periodo de entreguerras y, por fin, nos disponíamos a sentar las bases de un sistema socioeconómico en el que la riqueza estuviera más o menos repartida (o en el que, cuando menos, prácticamente todo el mundo pudiera contar con un mínimo de ingresos que le permitiera vivir dignamente) y, además, la sociedad se comprometiera a proporcionar un mínimo bienestar a la población. A partir de ahora, se pensaba, el trabajador que perdiera su empleo cobraría un subsidio temporal hasta que encontrase otro puesto de trabajo y, además, se le ayudaría a encontrarlo; ningún enfermo quedaría abandonado en la calle o quedaría arruinado por el simple hecho de haber contraído una enfermedad; el derecho a la educación quedaba garantizado, hasta el punto de que en algunos países sería posible ir a la Universidad con poco o ningún coste para el bolsillo del estudiante y su familia; se establecería un salario mínimo que permitiera a los trabajadores una vida decente, el trabajo de los menores quedaría abolido, las condiciones laborales estarían estrictamente reguladas y controladas por el Estado para permitir abusos, disfrutaríamos de vacaciones pagadas, una jornada laboral de 40 horas... Todo esto parecía la realización de un sueño. ¿Qué más se podía pedir? Las reivindicaciones más importantes del movimiento obrero desde el siglo XIX quedaban plenamente satisfechas, al menos las relacionadas con su situación material y las condiciones de trabajo. Pero, ¿y si todo esto hubiera sido un mero truco para evitar un mal mayor desde el punto de vista de quienes controlan el poder económico? Peor aún, ¿y si hubiera sido tan sólo una treta para postponer sólo temporalmente la inexorable marcha hacia más y más opresión, más y más explotación?. Para entender lo que quiero decir tenemos que reflexionar sobre el contexto en que nació este Estado del Bienestar. Con anterioridad, el capitalismo había vivido su mayor crisis económica (la de los años treinta), lo cual acabó causando tal división social que los extremismos políticos (fascismo y comunismo) se alzaron triunfantes en muchos países. Desempleo, pobreza e inflación acabaron por conducir al mayor conflicto bélico de la Historia de la Humanidad, ocasionando la muerte de más de 60 millones de personas. Al finalizar la guerra, la Unión Soviética se había extendido por la mitad del continente europeo y numerosas fuerzas de izquierda organizadas en grupos de partisanos habían contribuido a derrotar a los regímenes fascistas en la otra mitad. Del miedo al fascismo se pasó rápidamente al miedo al comunismo. La Guerra Fría comenzó prácticamente cuando las brasas del conflicto anterior aún no se habían apagado y la contención de la ola roja se convirtió, como es lógico, en alta prioridad en los países capitalistas. No tiene nada de extraño, pues, que fuera precisamente en Europa Occidental donde se desarrolló con mayor libertad lo que poco después pasaría a denominarse "economía social de mercado". Es precisamente en esa zona geográfica donde más podibilidades había en aquel momento de perder la batalla ante el "enemigo rojo". No se trata solamente de que las tropas soviéticas estuvieran destacadas literalmente a la vuelta de la esquina, sino que dentro de esos mismos países las fuerzas de izquierda habían construido una fuerza política y social inusitada mientras que los sectores sociales más conservadores estaban desacreditados por su apoyo firme al fascismo (o, cuando menos, una calculada ambigüedad hacia el mismo) durante las dos décadas anteriores. La derecha estaba derrotada y, como se dice popularmente, con el rabo entre las piernas. En esas circunstancias, ceder parcelas de poder a la izquierda, permitir la actividad de los sindicatos y reconocer derechos sociales y laborales era, en realidad, un mal menor, visto desde la perspectiva de las élites económicas. O, lo que es lo mismo, en realidad no sucedió que el capitalismo comenzara a mostrar un rostro humano, sino que se le obligó a hacerlo. Eso sí, todo quedaba supeditado a la correlación de fuerzas en el tablero de ajedrez global. Durante las décadas de los cincuenta y los sesenta, las fuerzas de izquierdas se expandieron por todo el mundo y cobraron un auge inusitado. Primero, numerosos países colonizados lograron la independencia. Segundo, muchos de estos países (y algunos otros), se pasaron directamente al bando comunista. Tercero, los EEUU se atascaron en Vietnam. Y, finalmente, aparecieron también grupos radicales de izquierda en los países desarrollados, incluyendo los mismísimos EEUU. Esta ola izquierdista alcanzó su cénit con los famosos disturbios de Mayo del 68, la aparición en escena de la Nueva Izquierda y los nuevos movimientos sociales. Sin embargo, algo falló en ese momento y lo que hasta ese punto parecía una marcha imparable hacia el fin el capitalismo (sí, a pesar de todas sus cesiones en la mesa de negociación, incluso después de haber desarrollado sus políticas sociales y haberse mostrado dispuesto a compartir la riqueza, al menos hasta cierto punto) comenzó a desinflarse. Aún queda por hacer un análisis serio y riguroso sobre lo que sucedió y parece probable que hayamos de esperar a que generaciones algo más distanciadas de aquellas batallas vuelva su mirada sobre aquellos acontecimientos. Pero el caso es que, como decíamos, la fuerza arrolladora de las izquierdas amainó hacia principios o mediados de la década de los setenta, la impotencia dio lugar a la aparición del aventurismo en forma de guerrilla urbana y las luchas acabaron disgregándose en una multitud de reivindicaciones parciales sin conexión alguna a un tronco común. Las bases ya estaban puestas para la reacción conservadora. Así, apareció en escena el neoliberalismo de la mano de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, sus cabezas más visibles, aunque evidentemente no sean sus inspiradores, ni tampoco sus cabezas pensantes. La Revolución Sandinista de 1978 fue quizá la última gran revolución izquierdista. A partir de entonces, no vimos sino el retroceso de las fuerzas de izquierdas. Primero, la URSS entró en una fase de estancamiento económico, político y social de la mano de Leonid Brézhnev que arrastró al resto del llamado bloque soviético. En este sentido, todo parece indicar que la intervención militar en Checoslovaquia tras la Primavera de Praga fue el puntillazo al socialismo real (una vez más el año 1968 como fecha clave del cambio de tendencia que aquí tratamos). Segundo, el movimiento de los países del llamado Tercer Mundo hacia el socialismo se vio parado en seco con la aparición de la Revolución iraní de 1979 y la entrada en escena del fundamentalismo islámico (hábilmente manipulado por EEUU para acelerar el desmoronamiento del bloque soviético, aunque después, a principios del siglo XXI, se volviera en su contra de forma letal). Y, finalmente, la izquierda de los países avanzados convergió primero en una socialdemocracia más bien tibia para pasar, casi sin inmediatamente, hacia un social-liberalismo que en nuestro país se identificó con Felipe González, pero que también se vio personificado en estadistas como François Mitterrand, Bettino Craxi, Andreas Papandreu, Mário Soares o Tony Blair. El caso es que el discurso neoliberal había tomado el escenario y obligaba a las izquierdas a moverse hacia el centro. Siempre es más fácil plantearse las cosas en términos de traiciones y defectos personales de nuestros líderes, pero yo prefiero verlo en términos de grandes fuerzas culturales y sociales. Se mire como se mire, los socialdemócratas de los años ochenta y noventa estaban ya remando a contracorriente. Su obsesión era, si acaso, salvar los muebles ante la marejada neoconservadora que se les echaba encima. En ese sentido, hicieron lo que pudieron. Ni que decir tiene que el desmantelamiento del Estado del Bienestar se ha acelerado a partir de la crisis financiera de 2007-2008. Mientras el dinero público se usaba para rescatar a los bancos y a las grandes empresas, se ha continuado destruyendo la progresividad fiscal, el gasto en políticas sociales sufre recorte tras recorte, la precariedad laboral se extiende por todos sitios, se hunden las pequeñas y medianas empresas, los salarios siguen a la baja, la clase media desaparece, la riqueza se concentra en unas cuantas manos... en otras palabras, cautivo y desarmado el ejército rojo, el capitalismo ya no tiene por qué mostrar su rostro más humano. Regresamos al capitalismo salvaje del siglo XIX y principios del XX a marchas forzadas.
Consume, consume, consume hasta morir
Hubo un tiempo, no muy lejano, en que soñábamos que nuestras necesidades materiales podían quedar satisfechas con tan sólo unas cuantas horas de trabajo. ¿Qué pasó con aquel sueño? Pasó que nos lo robaron. O, mejor dicho, nos lo cambiaron. Peor aún, permitimos que nos lo cambiasen por otro sueño que se amoldaba mucho más a las necesidades de quienes controlan nuestra sociedad. Y así del sueño de trabajar unas cuantas horas para satisfacer nuestras necesidades materiales más elementales y disfrutar de más tiempo de ocio, pasamos al sueño de acumular posesiones materiales sin fin lo cual, obviamente, requiere también trabajar sin fin. En verdad, las necesidades materiales y psicológicas de los seres humanos no son nada del otro mundo. Necesitamos comida, techo, compañía, salud, ocio y un mínimo de seguridad. Nótense un par de cosas importantes: primero, no se trata de una "lista de mínimos" que no tenga en cuenta la calidad de vida (una especie de condiciones mínimas para vivir que no pase de la satisfacción de nuestras necesidades más elementales (esto es, puramente animales), sino que incluye elementos como el ocio, la seguridad y la compañía; y, segundo, que subraya la esencia social de la naturaleza humana, algo que me parece fundamental si no queremos construir nuestro edificio intelectual sobre cimientos falsos. Pues bien, estas necesidades, si nos paramos a reflexionar, no son en realidad tan difícil de satisfacer. Lo que sí es ya mucho más complicado es añadir a la lista un buen número de elementos superfluos: televisores de alta definición, viajes al extranjero, turismo, cenas en restaurantes varias veces por semana, gadgets tecnológicos de última generación, trapitos a la última moda, pedicura, cosméticos, cirugía estética, peluquería... La lista prácticamente no tiene fin. Lo que es más, continúa alargándose conforme sigue desarrollándose nuestra sociedad de consumo, cuya esencia consiste precisamente en eso, en extender sin fin el reino de lo superfluo. En la segunda mitad del siglo XX, construimos un sistema socioeconómico que tiene por objetivo, primero, promover la idea de que necesitamos siempre más y más cosas para ser felices, para poder incluso sobrevivir; y, segundo, un sistema capaz de satisfacer no ya sólo las necesidades elementales la población, sino también todas las superfluas. Se trata, sin duda, del sistema más eficiente en la Historia de la Humanidad en lo que hace a su capacidad para producir bienes materiales y satisfacer la demanda de dichos bienes materiales por parte de la población. De eso no hay duda alguna. Cuando los comentaristas celebraron la caída del Muro de Berlín y el fin de la Historia, no se hartaron de repetir que el capitalismo había demostrado su superioridad sobre el socialismo, al menos en lo que respecta a su capacidad para crear riqueza material y distribuirla entre la población. Tenían razón. Se mire como se mire, tenían razón. Como decíamos algo más arriba, quizá ahora, desaparecida la amenaza roja, podríamos poner en cuestión la capacidad del capitalismo para repartir riqueza, pero de lo que no cabe duda alguna es de que se trata del sistema socioeconómico más eficiente de la Historia en lo que hace a la producción de bienes materiales de todo tipo, esto es, necesarios e innecesarios, vitales y superfluos. La nuestra es, sin lugar a dudas, una sociedad de cosas. Cosas bellas y feas, grandes y pequeñas, útiles e inútiles, beneficiosas y perjudiciales, pero cosas, cosas de todo tipo, cosas por todos sitios, cosas llenándolo todo, cosas en la basura, cosas en nuestras casas, cosas en la calle, cosas, cosas, cosas. Y, sin embargo, algo falla en el sistema. Cualquier persona que pudiera viajar en el tiempo desde la primera mitad del siglo XX o antes para visitarnos quedaría inmediatamente embelesado con nuestro mundo. De buenas a primeras, se encontraría en el paraíso terrenal, o al menos esa sería su primera impresión. Vería el fin del reino de la necesidad y la realización del otrora utópico reino de la abundancia (al menos si limita su visita a los países ricos, que esa es otra historia). Solamente durante el siglo XX, la población de nuestro planeta se multiplicó por cuatro, mientras que el consumo se multiplicó por cuarenta. Y, sin embargo, el número total de personas que se encuentran en la pobreza más abyecta equivale a la población total del planeta en 1900, esto es, 1.000 millones de personas. Obviamente, no vivimos en un mundo ideal. De hecho, se hace difícil siquiera pensar que vivamos en el menos malo de todos los mundos posibles, como quisiera creer cualquiera de los muchos panglossianos que escriben para nuestros medios de comunicación de masas. Algo falla, sin duda. Las cifras dan vértigo. Ahí van unas cuantas. En el año 2002, había un total de más de 1.120 millones de televisores en todo el mundo, lo que quiere decir que al menos tres cuartos de los hogares en el planeta tenían uno (ver aquí). Ese mismo año, había un total de 1.100 millones de líneas telefónicas instaladas, así como 1.100 millones de líneas móviles (misma fuente). Ni que decir tiene que estas cifras no han hecho sino crecer en la última década. Así, para el año 2010, se estima que ya había más de 5.000 millones de teléfonos móviles en el mundo (ver aquí), dándose el caso de que en las regiones del planeta más ricas había más móviles que gente. Ese mismo año (2010), se estima que había en la Tierra más de 1.000 millones de automóviles (ver aquí), cuando tan sólo en 1986 teníamos la mitad. Obviamente, sería prácticamente imposible contar el número de sillas, mesas, libros, balones de fútbol, discos compactos, bombillas, ordenadores, lámparas, chaquetas, cafeteras o cualquier otra cosa de las que nos rodeamos a diario. Muchas de ellas, por cierto, están fabricadas con derivados del petróleo (sí, esa misma fuente de energía que seguramente está comenzando a agotarse ya). Obviamente, para mantener este ritmo de consumo nos hace falta también mantener un creciente nivel de producción y consumo de energía. Y, a su vez, todas estas actividades no hacen sino destruir aún más (y, a menudo, de forma irreversible a corto y medio plazo) nuestro entorno. En definitiva, que no cabe duda de que la Humanidad es un cáncer para el planeta. Se me dirá, por cierto, que todo lo que aquí he descrito puede aplicarse únicamente al mundo desarrollado, al mundo rico. Esto es verdad sólo en parte. Ciertamente, según se estimó en 2005, el 20% más rico de la población mundial consume el 76,6% de los recursos, en tanto que el 60% que podríamos considerar la "clase media" mundial consume el 21,9% y el 20% más pobre tan sólo el 1,5% (ver fuente aquí). O, para ponerlo en otros términos, según cifras oficiales de las Naciones Unidas, los tres hombres más ricos del mundo tienen una riqueza neta que equivale al Producto Interior Bruto (PIB) de los 48 países más pobres juntos. Queda claro que se da una clara injusticia social a nivel planetario. Un pobre chaval del Gabón no es igualmente responsable del triste estado de cosas que un adulto estadounidense. De eso no cabe duda alguna. No obstante, también es verdad que, mal que bien, a estas alturas de la Historia compartimos una escala de valores y unas ambiciones personales, de tal forma que el sueño de muchísimos habitantes de las regiones más pobres de la Tierra es precisamente vivir como lo hacemos en el mundo desarrollado. La realidad material puede ser muy otra, pero las aspiraciones siguen siendo las mismas. De ahí que a menudo hablemos de "países desarrollados" y "países en vía de desarrollo". Hay excepciones, por supuesto, pero son claramente minoritarias. Hoy por hoy, prácticamente toda la Humanidad está embarcada en un proyecto (en una visión) desarrollista, materialista o consumista. Peor aún, no hay alternativa claramente visible a este proyecto.
Los límites al crecimiento
El término "crecimiento" es, sin lugar a dudas, la palabra-talismán de nuestra época, el comodín que usamos para todo. ¿Cuál es la solución al problema del desempleo? El crecimiento. ¿Cómo podemos distribuir la riqueza? A través del crecimiento. ¿Cómo mejorar la educación de nuestros hijos? Gastando más en las escuelas gracias al crecimiento, por supuesto. ¿Cómo medimos si una determinada empresa es eficiente y merece la pena invertir en ella? Porque crece. ¿Cómo sabemos que hemos progresado en nuestra carrera? Porque nos han dado un ascenso o, cuando menos, un incremento de salario, esto es, porque nuestros ingresos han crecido. ¿Y cuándo decimos que una ciudad está "viva" y tiene "dinamismo"? Pues eso, cuando crece. Crecimiento, crecimiento, crecimiento. Lo oímos constantemente a nuestro alrededor. Abrimos el periódico y leemos sobre la urgencia de crecer para salir de la crisis o recesión. Nuestros economistas se devanan los sesos buscando la fórmula mágica que permita a nuestras economías crecer continuamente ajustando tal o cual parámetro. Los políticos debaten sobre la mejor forma de promover dicho crecimiento desde el Gobierno o se acusan mutuamente de defender políticas que no harán sino "frenar el crecimiento", lo más cercano al concepto de blasfemia que puede pensarse en nuestras sociedades secularizadas. En definitiva, sin crecimiento no existimos. Sin crecimiento el edificio entero se viene abajo. ¿Qué sería de nosotros sin el crecimiento? En realidad, no tenemos más que mirar a nuestro alrededor para observar lo central que es el concepto de crecimiento en nuestra sociedad, en nuestra mentalidad. Si algo caracteriza a nuestras sociedades desarrolladas es, precisamente, el exceso de posesiones materiales de todo tipo. Miramos alrededor y vemos papeles, libros, bolígrafos, sillas, mesas, discos, televisores, reproductores de DVD, reproductores de CD, mochilas, bolsas de plástico, lavavajillas, cafeteras, tazas, vasos, impresoras, pares y pares de zapatos, cables, cacerolas, tostadoras... ¿cuántas cosas vemos que no usamos más de una vez al año? Y, cuando hacemos limpieza, ¿cuántas cosas vemos que ni siquiera recordábamos que teníamos? Y, sin embargo, ¿cuántas cosas más nos van a regalar (y vamos a regalar) estas Navidades? Cualquier basurero de cualquier país rico es una muestra palpable de este exceso materialista. El crecimiento económico, el crecimiento en el número de posesiones, está claramente incrustado en el DNA de nuestras sociedades desarrolladas. No somos capaces de imaginar la vida sin él. Quien no crece se "estanca". Y todos sabemos lo que pasa al agua estancada. El progreso material y los ascensos en el trabajo son motivo de orgullo. Pero, por el contrario, nada hay tan vergonzoso como perder el puesto de trabajo, "estancarse" en la carrera o ver que los ingresos no suben conforme pasa el tiempo. Sencillamente, el crecimiento es el objetivo que nadie pone en duda. Se asume porque sí, tal y como viene dado. Y, sin embargo (¡ay, sin embargo!), no hace falta ser demasiado inteligente para darse cuenta de que algo falla en la ecuación: ¿cómo puede ser posible crecer indefinidamente en un mundo finito?. Por supuesto, precisamente porque la pregunta es de una lógica aplastante, no es nada nuevo. La gente del Club de Roma ya lo planteó a principios de los setenta en su informe sobre Los límites al crecimiento. El debate desde entonces se centró en si sus predicciones eran correctas, si se habrían equivocado en sus cálculos por unos cuantos años o unas cuantas décadas, si quizá no habían tenido en cuenta que los avances tecnológicos podían aumentar la eficiencia con la que usamos una determinada materia prima y, por consiguiente, restrasar un poco el momento de su agotamiento, etc. Pero lo que nadie parece discutir es, precisamente, el elemento central de aquel informe: que la Tierra es finita, sus recursos son finitos, y no podemos seguir aplicando un modelo socioeconómico basado en el crecimiento infinito porque, sencillamente, es un imposibilidad. Lo demás son los detalles técnicos, las predicciones, que pueden ser más o menos acertadas. Pero eso es lo de menos. Para usar un símil, se acaba de abrir un agujero en la línea de flotación del barco en que viajamos todos y los "expertos" están discutiendo sobre el tamaño del boquete, la velocidad a la que entra el agua y el tiempo que tardará el barco en hundirse. Y, mientras tanto, nadie está haciendo preparaciones para abandonarlo, ni mucho menos para encontrar un vehículo alternativo que nos pueda transportar a todos. Ciertamente, la imagen del Titanic se nos aparece inmediatamente. El caso es que la huella ecológica mundial es ya mayor de lo que el planeta puede absorber, y pretendemos seguir "creciendo". Como un drogadicto que necesita desesperadamente su chute, nos entretenemos con tal o cual cosa, pero seguimos volviendo al mismo camello de siempre para comprar nuestra dosis. Así, en el año 2007, la huella ecológica del mundo (esto es, la relación entre el uso de los recursos que usamos entre todos y la capacidad de la Tierra para regenerar esos recursos) fue de 1.5. En otras palabras, que estamos consumiendo un 50% más de lo que el planeta puede regenerar. Pero ese consumo no fue homogéneo, ni mucho menos. Quienes vivimos en los países desarrollados usamos, como es lógico, muchos más recursos, como puede observarse en el mapa siguiente: El listado de países según su huella ecológica va desde las 10,68 hectáreas globales per capita de los Emiratos Árabes Unidos a los 0.04 de Puerto Rico, según cifras del año 2007. Otros países del golfo pérsico, como Qatar (10,51) o Bahrein (10,04) se encuentran bien cerca de los EAU, seguidos por países como EEUU o Bélgica (ambos con 8,0), Holanda (6,19) o Suecia (5,88), mientras que por abajo del todo nos encontramos a países como Bangladés (0,62), Haití (0,68) o Mozambique (0,77). España, por cierto, con un impacto de 5,42 hectáreas globales per capita, se encuentra sin duda entre los países de cabeza (de hecho, en la vigésima posición en el ránking de 2007, dentro de un listado total de 153 países). En definitiva, que las diferencias de un país a otro son enormes y, si bien debiera quedar meridianamente claro que el impacto ecológico de los países situados a la cabeza es exagerado e insostenible, ello no quiere decir que debamos apuntar necesariamente a los países situados abajo del todo como ejemplos a seguir. Aceso tenga más sentido concentrar la atención en esta otra gráfica que combina la huella ecológica con el índice de desarrollo humano: Como puede observarse, el país que cuenta con un mejor indicador de desarrollo humano (compuesto de tres parámetros: vida larga y saludable, educación y nivel de vida digno) al tiempo que tiene un impacto ecológico dentro de lo que se considera sostenible es precisamente Cuba. Uno imagina que ello es debido a una combinación de sus opciones en el ámbito político y económico con la triste realidad de un embargo que reduce forzosamente su nivel de consumo y la necesidad de encontrar alternativas al uso de petróleo tras la desaparición de la Unión Soviética. En otras palabras, que me parece probable que el relativo éxito cubano en este aspecto se deba a razones más complejas de las que tanto sus defensores como sus detractores estarían dispuestos a reconocer. En cualquier caso, lo que parece evidente a cualquier a cualquier observador mínimamente objetivo es que: primero, el conjunto de la especie humana en nuestro planeta está viviendo por encima de sus posibilidades, hipotecando con ello el futuro de la Tierra y de su propia especia; y, segundo, el nivel de consumo no es, ni mucho menos, homogéneo, sino que mientras que los países ricos consumen, en su conjunto, mucho más de lo que deberían, encontramos también un buen número de países donde no quedaría más remedio que elevar el consumo material medio si realmente queremos que su población disfrute de unas condiciones de vida mínimamente dignas. Se puede intentar ignorar esto. Se puede vivir como si esa realidad no estuviera ahí. Pero lo que nadie puede negar es que tanto el análisis objetivo de los hechos como la mera aplicación de la lógica no tienen más remedio que concluir en lo que acabamos de exponer. Se me dirá que siempre es posible encontrar una vía salvadora hacia la economía verde que nos salve in extremis sin necesidad de acometer grandes cambios ni en nuestro estilo de vida, ni tampoco en la estructura social, política y económica. Pero creo que quienes así piensan no hacen sino engañarse a sí mismos y alargar la agonía. Por un lado, se mire como se mire, la creciente importancia del sector servicios (que, supuestamente, debiera haber aligerado el impacto ambiental de la actividad económica en los países más desarrollados) no parece haber tenido el efecto deseado, ni mucho menos. Si acaso, no ha hecho sino incrementar el consumo y, con él, la degradación del medio ambiente. Tiene su lógica. Un programador puede que se gane la vida produciendo algo inmaterial, pero ello no cambia la realidad de que, en primer lugar, trabaja con bienes materiales (ordenadores, mesas de trabajo, automóvil y gasolina para conducir a su puesto de trabajo, electricidad, servidores y granjas de servidores...). Además, tampoco cabe pensar que el salario que gane lo guarde bajo el colchón de la cama en casa. Como es lógico, lo va a usar para adquirir más bienes y servicios, los cuales, a su vez, generan mayor actividad económica y, con ello, mayor consumo de recursos y, sobre todo, de energía. O, lo que es lo mismo, el mito de la economía inmaterial es sólo eso: un mito. De una u otra forma, todo termina entrando en el mismo bucle, el ciclo material de la producción y consumo de bienes y servicios. Pero es que, por otro lado, también nos engañamos cuando creemos ver en las energías renovables y los coches híbridos la panacea que va a venir a solucionar todos nuestros problemas. Una vez más, se nos engaña con el sueño de una solución puramente tecnológica que venga a sacarnos las castañas del fuego sin necesidad de cambiar nuestro estilo de vida. Pero ni siquiera nos paramos a pensar que las placas solares y los molinos generadores de viento también se construyen con materias primas y necesitan del uso de ciertos minerales para funcionar (minerales, por cierto, que están tan concentrados en unos cuantos países como el petróleo, con lo que no haríamos sino sustituir un tipo de dependencia por otro). Y, por lo que hace a los coches híbridos, nos emocionamos tanto pensando en el ahorro de gasolina que ni siquiera nos damos cuenta de que incrementamos por el otro lado el consumo de electricidad, con lo que ahorramos por un lado lo gastamos por el otro. Ciertamente, los avances técnicos en esta esfera son bienvenidos y pueden ser de gran ayuda durante la transición hacia otro estilo de vida, pero ello no quiere decir que podamos olvidarnos de esa necesaria transformación social y económica y continuar viviendo como si nada hubiera pasado. En otras palabras, los productos verdes no dejan de ser productos, y es precisamente en el exceso de consumo material donde se encuentra la raíz del problema que nadie quiere afrontar.
El coche es el rey
Directamente relacionado con el apartado anterior sobre los límites al crecimiento, nos encontramos en nuestras sociedades con el apabullante predominio del automóvil privado como medio de transporte. Al igual que todo lo demás, se trata de algo que damos por sentado y habitualmente no nos paramos a considerar si es razonable o no. Sencillamente, se asume como normal, como algo que viene dado y sobre lo que no hay que preguntarse. No hace mucho nos informaban de que el número de automóviles en el mundo había sobrepasado por primera vez la cifra de 1.000 millones (datos de 2010). Apenas un año antes, la cifra total era de 980 millones. En un sólo año, el número de coches circulando por las carreteras del planeta había aumentado en unos 35 millones. Más preocupante aún, China es el país donde se vio un mayor incremento. Obviamente, no digo que la noticia sea preocupante porque los chinos no tengan tanto derecho como los italianos, franceses o españoles a conducir un vehículo de motor, sino por el tamaño total de su población y el hecho de que su economía está creciendo a un buen ritmo incluso enmedio de la tempestad económica internacional. El caso es que, como en otros parámetros de los que hemos hablado hasta ahora, el número de automóviles y su uso diario varía mucho de país a país. No obstante, como era de esperar, EEUU lidera el ranking una vez más con 765 vehículos de motor por cada 1.000 habitantes, seguido a cierta distancia por Luxemburgo con 686 (cifras de 2009). El siguiente mapa muestra bien a las claras las diferencias entre unos y otros países: Como puede observarse, hay una clara relación entre los países con mayor impacto ecológico en el planeta y aquellos que tienen un mayor número de coches por habitantes. No hay más que comparar este mapa con el que figura un poco más arriba y se observarán las similitudes a primera vista. No debiera sorprendernos. Se trata de una relación que vamos a ver una y otra vez. La responsabilidad por la situación en que nos encontramos, por consiguiente, no puede repartise por igual. Unos tienen (tenemos) más responsabilidad que otros. Dicho esto, si China tuviera en estos momentos el mismo número de coches per capita que los EEUU, su flota ya rebasaría los 1.000 millones de vehículos por sí sola. No parece, desde luego, que eso sea muy sostenible, ya se trate de vehículos propulsados con gasolina, eléctricos o híbridos. Sea como fuere, lo cierto es que, como decíamos al principio, el coche se ha convertido en un elemento central de la vida moderna, sobre todo en las sociedades ricas y desarrolladas, hasta el punto de que lo uno (desarrollo) se ha convertido en sinónimo de lo otro (disfrutar de un vehículo privado en propiedad). Precisamente por eso, a no ser que cambien las cosas demasiado, no cabe esperar sino que el número de automóviles en países como India y China aumente de forma exponencial en las próximas décadas, con lo que ello supone de incremento de una huella ecológica ya demasiado pesada para nuestro planeta. En nuestros países, el coche se ve como símbolo de estatus, claro ejemplo de comodidad y, por supuesto, encarnación de la autonomía personal. De hecho, en muchos lugares de EEUU, no es nada fácil obtener un empleo sin tener un coche, hasta tal punto de que incluso llega a incluirse un comentario a tal efecto en los anuncios publicados en la prensa. Peor aún, puesto que el modelo urbanístico que se ha seguido durante décadas está centrado en el automóvil privado, se hace casi imposible comprar los productos de primera necesidad (alimentos y ropa) sin tener un vehículo propio, por no hablar de acercarse a ver una película o quedar con los amigos. Como resultado de todo esto, en buena parte del mundo desarrollado no existen ya las comunidades locales ni la vida de barrio, que ha sido sustituida por un estilo de vida donde el vehículo a motor se convierte casi en una necesidad. Las tiendas tradicionales han ido desapareciendo para dar paso a los hipermercados y grandes centros comerciales, que poco a poco han ido eliminando la presencia de peatones por las calles. Lo que ahora se lleva es el monstruoso edificio que aglutina aparcamiento, tiendas y centros de ocio, chupando toda la vida que pueda quedar en los alrededores. Buena parte de la actividad humana no relacionada con el trabajo se concentra y centraliza en torno a los centros comerciales o locales de ocio, convirtiéndose así en negocio (esto es, negación del ocio, en su acepción original). Pero dejemos ese otro análisis para un capítulo posterior. El caso es que el automóvil privado se ha adueñado de nuestras sociedades desarrolladas. El debate político a nivel nacional gira a menudo en torno al precio de la gasolina, mientras que el local lo hace en torno a cómo gestionar el tráfico. En esto, sin duda, la sociedad estadounidense ha alcanzado niveles auténticamente monstruosos, pero lo cierto es que el coche también es un elemento central de la sociedad europea. Cierto, allí el transporte público es mucho más sólido y las ciudades son demasiado antiguas como para que se hayan diseñado con el coche en mente. Sin embargo, no hay más que echarle un vistazo a las nuevas construcciones en la periferia para darse cuenta de cuáles son las aspiraciones de sus clases medias. Allí, como en los EEUU, se sueña con el automóvil privado como símbolo de estatus y libertad personal.
Petróleo por todos sitios
En parte como consecuencia de la centralidad del automóvil en la vida contemporánea, el petróleo se ha ido convirtiendo también en la fuente de energía fundamental. Hasta tal punto es así que no son pocos los analistas e historiadores que se refieren a la era del petróleo para hablar del periodo que comenzara hacia finales del siglo XIX o principios del XX y en el que todavía nos encontramos. Durante 2011, se estima que se consumieron un total de más de 87 millones de barriles de petróleo. Por lo general, en los últimos años EEUU y China son responsables de casi la mitad del aumento del consumo cada año. En el caso chino, debido al rápido proceso de desarrollo que está viviendo; en el caso estadounidense, más bien debido a motivos culturales (el consumo de petróleo barato para casi cualquier actividad, ya sea productiva o de ocio, se ve por allí casi como un derecho). Sea como fuere, el caso es que, tal y como hemos visto arriba con respecto a otros asuntos, también en lo que hace al consumo de petróleo hay grandes diferencias entre los distintos países del globo: Una vez más, los paralelismos entre este mapa y los anteriores debieran quedar bastante claros: los países con un mayor consumo de petróleo suelen ser, también, aquellos con un mayor número de vehículos de motor y un mayor impacto ecológico. El problema es que, además, observamos una clara tendencia hacia el consumo cada vez mayor de esta y otras (de hecho, todas las demás) fuentes de energía. El tipo de sociedad hiperconsumista que hemos descrito brevemente en otros apartados anteriores necesita imperiosamente de esta energía para subsistir. Así puede observarse en la siguiente gráfica: Pero la presencia del petróleo en nuestra vida cotidiana no se limita, ni muchísimo menos, a su uso como combustible para nuestros vehículos, como a menudo pensamos. La realidad es que el petróleo pervade (e invade) prácticamente todas las esferas de nuestra existencia. Así, aparte de alimentar los vehículos propulsados a motor que solemos usar (ya sean públicos o privados), se trata asimismo de la materia detrás del asfalto en nuestras calles, la fibra sintética usada para nuestra vestimenta, la cera empleada en forma de parafina para el envasado de productos alimenticios o los plásticos que aparecen por todos sitios. Sencillamente, sin petróleo no habría calles asfaltadas, ordenadores personales, reproductores de música, CDs, zapatos, chaquetas, camisas, cafeteras, envases de todo tipo, contenedores para llevar la comida al trabajo, teléfonos móviles, televisores, electrodomésticos... Algunos de ellos, sencillamente, dejarían de existir, en tanto que otros deberían fabricarse con otras materias primas que, sin duda, encarecerían el precio del producto final. Se mire como se mire, el petróleo sigue siendo el oro negro, la sustancia sobre la que se fundamenta nuestra sociedad. No debe extrañarnos, pues, que numerosas guerras y conflictos internacionales estallen constantemente en un intento de controlar este recurso vital.
Cambio climático
Mientras escribo estas líneas, el huracán Sandy, rebajado a mera tormenta tropical por los servicios meteorológicos poco antes de su llegada a la costa este de los EEUU, azota sin piedad la ciudad de Nueva York. De momento, se ha cobrado un total de 48 víctimas mortales en el país, en tanto que las pérdidas materiales se estiman en unos 20.000 millones de dólares. Los medios de comunicación ya hablan de "la tormenta del siglo", aunque tan sólo hace un año, cuando otro huracán de fuerza parecida también llegó a la ciudad, se referían igualmente a él como "la tormenta del siglo". Parece que los siglos se han hecho, de repente, bastante cortos. Mientras tanto, EEUU acaba de vivir la peor sequía en muchas décadas, lo cual tendrá un impacto enormemente negativo en la cosecha y los precios de bastantes productos alimenticios (ver algunas cifras oficiales aquí), se han visto tornados en la costa atlántica francesa (el año pasado se vieron también en la costa levantina española) y una amenazadora ola de frío se extiende por el sur de Francia y otras regiones europeas. Se mire como se mire, los desastres naturales se suceden casi continuamente en los últimos años, afectando incluso a zonas donde nunca se habían visto ciertos fenómenos en mucho tiempo. No hay más que echarle un somero vistazo a los medios de comunicación para ver la evidencia. En definitiva, que todo parece indicar que nos encontramos ante un brusco cambio climático, el comienzo de un nuevo ciclo que nos puede deparar muchas sorpresas, la amplia mayoría de ellas bastante negativas. Pero el fenómeno del cambio climático no es nada nuevo. Se ha venido produciendo desde que hay un ecosistema más o menos complejo en la Tierra, debido a causas completamente naturales. Las razones por las que puede producirse una variablidad natural del clima son muchas: cambios en la emisión de radiaciones solares, variaciones en la composición de la atmósfera, la disposición de los continentes, las corrientes marinas y de aire, el equilibrio térmico del planeta, impactos de meteoritos, etc. El clima terrestre es un sistema complejo que, por consiguiente, se ve afectado por una multitud de factores que contribuyen a mantener un delicado y complejo equilibrio fácilmente afectado por la más mínima variación. Tienen razón, pues, quienes muestran su escepticismo ante las teorías del efecto invernadero apuntando que el cambio climático no es nada nuevo y que ha existido siempre en nuestro planeta, si bien debemos en este caso limitar la razonabilidad de su argumento tan sólo a este punto. En otras palabras, la evidencia de que se está dando un cambio climático no prueba irrefutablemente nada con respecto a sus causas, puesto que estamos hablando de un sistema complejo que ya ha experimentado cambios bruscos en el pasado (como es normal, por otro lado, en cualquier sistema complejo de delicado equilibrio), en ocasiones sin que hubiera habido siquiera presencia humana en el planeta. Ahora bien, dicho esto, tampoco hace falta ser un experto en lógica para observar que lo contrario también es cierto, esto es, que el hecho de que los cambios bruscos (y los moderados o graduales, por supuesto) sean un componente intrínseco de un sistema complejo no invalida las hipótesis que señalan a la actividad humana como causa última de este cambio al que asistimos en estos momentos. No obstante, esto es precisamente lo que suelen hacer quienes se autodenominan "escépticos del cambio climático" (una vez más, repito: el cambio climático está aquí y ha sido sobradamente documentado, lo que puede debatirse, quizá, son sus causas). Veamos, pues, de una forma lo más objetiva posible, cuáles pueden ser los argumentos más convincentes a favor de la hipótesis de que la actividad humana en el planeta está detrás de buena parte de los cambios climáticos a los que estamos asistiendo últimamente. Como decíamos, hemos comenzar por aceptar que el cambio climático es un hecho, esto es, algo que realmente está sucediendo, y no una mera confabulación de ecologistas conspirando contra el sistema capitalista. Dejemos de lado, al menos de momento, si sus causas son naturales o antropogénicas. Venimos haciendo mediciones más o menos precisas de la temperatura en la Tierra desde hace tan sólo unos 150 años (esto es, siempre dentro de la época industrial). Durante este periodo de tiempo se ha observado un aumento medio de las temperaturas de unos 0,5 grados centígrados. Sin embargo, hay formas de medir la temperatura media más allá de ese periodo de 150 años a través de, por ejemplo, los anillos de crecimiento de los árboles o analizando muestras de hielo, entre otros métodos. De esta forma, vemos que las temperaturas fueron, por lo general, bastante cálidas durante el Medioevo, pasaron después a bajar durante los siglos XVII, XVII y XIX y, finalmente, a partir del siglo XX comenzaron a subir con una enorme rapidez. Por otro lado, el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) no acierta a ver evidencia alguna de temperaturas medias más altas que las actuales en el Holoceno (esto es, en los últimos 11.600 años). Asimismo, sabemos también que la temperatura media en el aire cerca de la superficie de la Tierra aumentó en 0,74 ± 0,18 grados centígrados entre 1906 y 2005, pero en realidad el aumento se aceleró a partir de 1950 aproximadamente, pues, en los últimos 50 años, la tasa de calentamiento global ha sido casi el doble que en el periodo conjunto de los últimos 100 años. En otras palabras, cualquier hipótesis plausible sobre este incremento de temperaturas debe explicar también porqué el aumento se ha acelerado en las útimas cinco décadas. Por si fuera poco, todo esto se ve confirmado por las mediciones realizadas desde satélites, que vienen a mostrar un incremento de las temperaturas de entre 0,13 y 0,22 grados centígrados por década desde 1979. Por último, también sabemos que los años 1998, 2005 y 2010 fueron los más calurosos desde que existen registros. Todo esto por lo que hace a la medición directa de las temperaturas que los humanos hemos realizado durante los últimos 150 años, aproximadamente. Como indicábamos más arriba, es posible hacer estimaciones de temperaturas en épocas anteriores mediante el uso de métodos paleoclimáticos, tales como la medición de los anillos de los árboles, los isótopos del hielo o el análisis químico del crecimiento de los corales. Y, según estos otros métodos, la temperatura media del hemisferio norte en la segunda mitad del siglo XX fue la más cálida en los últimos 1.300 años. En definitiva, que la evidencia muestra un claro incremento de la temperatura media en el planeta, incremento que se ha visto acelerado clarísimamente durante el siglo XX y, sobre todo, durante la segunda mitad de dicho siglo. Dicho esto, los cambios de temperatura no se producen homogémente en todo el planeta. Así, las temperaturas en la superficie terrestre suelen aumentar a un ritmo aproximadamente dos veces más rápido que las temperaturas en la superficie del océno, debido sobre todo a que éstos tienen una capacidad térmica más efectiva y pierden más calor a través de la evaporación. Por otro lado, el hemisferio norte parece calentarse más rápido que el hemisferio sur porque tiene mayor superficie de tierra y mayores extensiones de nieve.
La siguiente gráfica viene a mostrar bien a las claras la situación: Como puede observarse, la segunda mitad del siglo XX vio un claro incremento de las temperaturas, que parece haberse acelerado a partir de la década de los ochenta. Pero, además, de todo esto, también hemos ido observando en las últimas décadas una serie de síntomas que vienen a demostrar de manera indirecta que el cambio climático está sucediendo de hecho. Así, por ejemplo, se han visto cambios en la época en que florecen las plantas, así como en las costumbres migratorias de muchas especies, incluyendo una cierta tendencia a migrar hacia zonas de mayor altitud en las regiones de montaña, o hacia latitudes más cercanas a los polos en ambos hemisferios. Se mire como se mire, la evidencia deja bien claro que estamos asistiendo a un cambio climático en el que las temperaturas medias del planeta están aumentando de forma progresiva. Hasta ahí, la evidencia. Pero, ¿qué puede estar causando estos cambios de temperatura, siempre en aumento? ¿Puede deberse, quizá, a factores naturales? ¿O, por el contrario, se trata más bien de factores antropogénicos (esto es, de la actividad humana)? Como decíamos algo más arriba, los factores que pueden causar un cambio de temperaturas son varios (variaciones solares, variaciones orbitales, deriva continental, corrientes oceánicas, la composición atmosférica, el propio campo magnético terrestre...). Sin embargo, el problema es que no llegamos a observar correlación alguna entre el incremento de las temperaturas que se ha producido a lo largo del siglo XX (como indicábamos antes, sobre todo a partir de la década de los ochenta) y ninguno de estos factores. Por consiguiente, debe aplicarse el viejo dicho científico de que, si bien es posible que exista correlación sin causa-efecto, lo que no puede darse es una relación causa-efecto sin que haya correlación. Veamos, por ejemplo, una de las hipótesis favoritas de quienes afirman que no hay conexión alguna entre la actividad humana en el planeta y el incremento de las temperaturas. Según algunos sectores, pues, el aumento se explicaría por el ciclo de las manchas solares y los flujos de radiación solar derivados de éstas. El problema, sin embargo, es que nuestro Sol es una estrella relativamente estable. Pero es que, además, los ciclos de las manchas solares vienen a ser aproximadamente de unos diez años y no se corresponden para nada con las mediciones de aumentos de temperaturas que hemos observado: Esto no quiere decir, por supuesto, que el Sol y sus ciclos no tenga influencia alguna sobre el clima de nuestro planeta. Por supuesto que la tiene, y mucho. Pero la cuestión no es ésa. La cuestión consiste en ver qué puede estar causando el aumento constante y progresivo de las temperaturas medias. Parece lógico pensar que la causa principal de tal cambio deba ser también un factor que esté cambiando de manera constante y progresivamente lineal. Y, de momento, el único factor que parece encajar perfectamente es la influencia que pueda tener la acción humana sobre el planeta . La influencia del ser humano en la Tierra comenzó hace ya mucho tiempo, como es obvio. Se remonta, cuando menos, a la época del Neolítico y su concomitante revolución agrícola, que se produjo aproximadamente hace unos 10.000 años. La progresiva deforestación de los bosques para convertirlos en tierras de cultivo y pastoreo (esto es, para hacerlos "productivos") comenzó el inicio de un largo ciclo en el que nuestra especia desencadenaría una buena cadena de impactos negativos sobre el medio ambiente que se extiende hasta nuestros días. No obstante, parece razonable pensar que la influencia del ser humano sobre el medio ambiente es hoy mucho mayor que en cualquier momento de nuestra Historia. En concreto, y en lo que respecta al asunto que aquí tratamos (esto es, el cambio climático), se sospecha que la abudante emisión de determinados gases (dióxido de carbono por parte de fábricas y medios de transporte, y metano por parte de las granjas de ganadería intensiva y algunas plantaciones) se han incrementado hasta tal nivel en las décadas más recientes que han llegado a causar lo que conocemos como efecto invernadero. En este caso, la correlación entre dichas emisiones y el incremento de temperaturas experimentado desde 1950 es claro: Se estima que el aumento de las temperaturas actual está siendo causado, fundamentalmente, por el uso de combustibles fósiles que la Tierra ha acumulado en el subsuelo durante miles de años, y que el ser humano ha ido quemando en forma de petróleo, carbón y gas natural sobre todo a partir del siglo XVII, aproximadamente. Los gases llamados "de invernadero" (esto es, que contribuyen al efecto invernadero) son el dióxido de carbono (CO2), el gas metano (CH4), el óxido nitroso (N2O), los hidrofluorocarbonos (HFC), perfluorocarbonos (PFC) y el hexafloruro de azufre (SF6). El efecto invernadero se produce cuando los gases presentes en la atmósfera contribuyen a retener una parte significativa de la energía liberada por la superficie de la Tierra al ser calentada por el Sol. Se trata, de hecho, de un fenómeno que existe igualmente en otros planetas de nuestro sistema solar, tales como Venus y Marte. Pues bien, este efecto, de acuerdo a la amplia mayoría de la comunidad científica internacional, se está viendo acentuado de un tiempo a esta parte por la influencia de los gases anteriormente mencionados. La siguiente imagen viene a ilustrar el mecanismo de forma bien clara: Como sucede con tantas otras cosas, opiniones hay para todos los gustos, pero eso no quiere decir que todas sean igualmente legítimas, razonables, ni, como a menudo se oye hoy en día, respetables. Así pues, atendiendo a lo que declaran la mayoría aplastante de expertos en materia de clima, y también a la propia fortaleza lógica y empíricia de sus argumentos, algunos de los cuales hemos explicado sucintamente aquí, parece razonable sospechar con un alto grado de certeza que la actividad humana de hecho tiene un impacto negativo en los cambios climáticos. ¿Que uno nunca puede estar seguro? Pues sí. De hecho, si la metodología científica defiende algo es precisamente eso. Al contrario de lo que mucha gente cree, la ciencia no establece afirmaciones absolutas sobre la realidad que nos circunda, sino que se limita a hacer afirmaciones que pueden ser comprobadas empíricamente (por lo que también pueden ser demostradas como falsas) y, en líneas generales, nos acerca un poquito más a la verdad, aunque nunca consigue llegar a la certeza final. Se trata, sin embargo, de un elemento clave de la Modernidad que haríamos bien en conservar. La verdad es que, se mire como se mire, uno debe estar demasiado ciego para no reconocer que la alocada carrera hacia la explotación cada vez más extensa y profunda de los recursos naturales sin atenernos a límite alguno que comenzamos hace aproximadamente unos 150 años ha de tener un impacto en el medio ambiente. Sencillamente, no hace falta un doctorado ni ser un experto en materia alguna para darse cuenta de ello. Solamente hace falta un poco de reflexión seria y honesta. De la misma manera, quizá fuera una buena idea abandonar la visión antropocentrista que nos caracteriza y observar de una vez por todas que lo que está en juego no es la supervivencia del planeta. La Tierra seguirá adelante de una u otra forma. Lo que está en juego es únicamente la supervivencia de nuestra especie, además de muchas otras que están desapareciendo a marchas forzadas mientras destruimos nuestro único hábitat. La Tierra es un ecosistema, y se adaptará a lo que venga. Otra cosa bien distinta es que dichas adaptaciones sean compatibles con la supervivencia de la especie humana.
El pico del petróleo
Ya escribíamos algo más arriba sobre la importancia del petróleo en el sistema económico capitalista. No se trata ya, como suele pensarse, de la necesidad imperiosa de usar alguna forma de gasolina para poder transportanos (o, incluso más importante, transportar las materias primas o los productos elaborados de que depende nuestra economía), sino de la apabullante presencia que numerosos productos derivados del petróleo tienen en nuestra vida cotidiana. Puede decirse, sin temor a equivocación, que la desaparición de esta fuente de energía tendría unas consecuencias desastrosas para toda la sociedad en su conjunto, hasta el punto de que bien pudiera causar la crisis final de todo un sistema de vida. Desde la aparición en escena de la Revolución Industrial hace ahora apenas unos doscientos cincuenta años, el uso de energía por parte de la civilización ha ido en constante aumento. Lo que lanzó la máquina de vapor y, con ella, todo un nuevo sistema de vida, fue precisamente el uso creciente del carbón. Después, entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX comenzó a desarrollarse la industria del petróleo. No obstante, no fue hasta después de la Segunda Guerra Mundial que nuestra civilización se lanzó a una vorágine de producción y consumo que parece no tener fin. Y, no nos engañemos, esta evolución, este progreso material, solamente se sustenta por el consumo exacerbado y constante de fuentes de energía de diverso tipo. La siguiente gráfica viene a ilustrarlo bien: Así pues, queda claro que, llegados a este punto del desarrollo material de nuestras sociedades, el elemento que tiene mayor capacidad de causar un cortocircuito en el propio sistema es, precisamente, el agotamiento de las fuentes de energía. Durante décadas nos hemos comportado como si esto no fuera a suceder nunca. Hemos ido incrementando nuestra dependencia de ciertos productos sin los cuales el complejo edificio que hemos montado para organizar nuestra civilización sencillamente se viene abajo. La hipótesis de trabajo siempre fue, aunque cueste trabajo admitirlo, que las fuentes de energía jamás se agotarían y que podríamos seguir creciendo indefinidamente, como si los frutos del planeta Tierra fueran inagotables. Buena parte de la responsabilidad la tiene el mito del progreso continuo e imparable que pusieron en pie los pensadores de la Ilustración. No es casualidad desde luego que dicho movimiento filosófico viera la luz precisamente unas décadas antes de que surgiera la Revolución Industrial. Sin embargo, como suele suceder con los asuntos humanos, se hace bien difícil decir qué fue antes, si el huevo o la gallina. ¿Fue el espíritu ilustrado el que creó el mito del progreso infinito y, como consecuencia de dicha mentalidad, nos embarcamos en el proyecto de industrialización y explotación ilimitada de los recursos naturales o, por el contrario, fueron las circunstancias sociales, económicas y políticas las que dieron lugar a una nueva mentalidad que se ajustase mejor a los nuevos aires que corrían por Occidente? ¿O, como mantendrían otros, quizá fueron los avances científicos y técnicos los que guiaron todo el proceso? Sea como fuere, parece bien claro que todos ellos acabaron creando un nuevo sistema que podríamos llamar civilización industrial o extractivista. En cualquier caso, la cuestión clave es saber si en verdad las fuentes de energía sobre las que basamos todo nuestro proyecto de civilización son inagotables o no. Informe de Los límites al crecimiento. Equilibrio entre coste energético de extracción y la energía obtenida. arenas bituminosas. fracking. La fabricación de cemento también genera enormes cantidades de CO2. quema de combustibles fósiles. El CO2 permanece en la atmósfera entre 50 y 200 años.
Deslocalización, fragmentación e individualismo
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