La propuesta del Gobierno de Zapatero de incluir una asignatura de Educación
para la Ciudadanía en el currículo para el tercer ciclo
de Primaria y toda la Secundaria ha levantado un buen revuelo en los
últimos meses (tema sobre el que ya escribí en su momento en
algunas entradas de mi propia bitácora personal), pero lo cierto es que hace ya tiempo que los
españoles de a pie vienen planteándose ciertos temas de
carácter fundamentalmente ético y su relación con el
concepto de ciudadanía, así como sobre su aplicación a
la educación de futuras generaciones. Así, por ejemplo,
son varias las obras que Fernando Savater y Adela Cortina dedicaron a este tema desde mediados los ochenta. Pues bien,
José
Antonio Marina (el autor tiene su propia web personal) se sumó al debate sobre estos temas con
éste y algunos otros libros publicados más recientemente.
Aprender a convivir es una reflexión sobre los principales
niveles de convivencia: con uno mismo, con los más cercanos (pareja,
familia, amigos, compañeros de trabajo) y con el resto de los
ciudadanos, haciendo hincapié en cómo transmitir esa
habilidad —la habilidad de convivir, de compartir— a los más
jóvenes. Para ello, obviamente hay que partir de una reflexión
sobre el concepto mismo de convivencia y sus implicaciones:
Las piedras coexisten, las personas convivimos. Y esta inevitable
relación es fuente de posibilidades y fuente de conflictos,
contradictorio manantial de dichas y desventuras. Nuestro proyecto de
felicidad es siempre privado, pero necesita integrarse forzosamente en un
proyecto de felicidad compartida. Hasta el más estricto
anacoreta, en las inclementes soledades del desierto, convive consigo mismo
desde la cultura que recibió, hablándose en el lenguaje que
aprendió, es decir, manteniendo siempre la presencia de los otros.
Por desgracia, a los seres humanos no nos resultan fáciles ni siquiera
las cosas que nos son imprescindibles. Por eso hay que aprender a convivir,
es decir, a aumentar las alegrías y disminuir las asperezas de la
convivencia. La calidad de nuestra vida va a depender del sistema de
relaciones que consigamos establecer, y trenzarlo bellamente es el arte
supremo.
(p. 13.)
No hay ni puede haber, pues, felicidad sin convivencia. El ser humano
es, como afirmara Aristóteles, un animal político, esto es, un ser que no
puede ser concebido sin la sociedad en que se educa y socializa —he
aquí, por cierto, creo yo, uno de los errores fundamentales de las
distintas corrientes más o menos libertarias que se han adueñado
de la derecha conservadora estadounidense y británica en las
últimas décadas, pero ésa es otra cuestión.
Conviene siempre tener bien presente la dignidad de la persona y los
derechos individuales para evitar los excesos del totalitarismo, pero ello no quiere decir que
debamos pasarnos al otro extremo y olvidar que todos nacemos y crecemos en
el seno de una sociedad sin la cual, sencillamente, dejaríamos de
ser quiénes somos.
Pero, ¿en qué se diferencia esta educación para la
convivencia que propone Marina de la simple educación moral que
postulan algunos conservadores? No son pocos estos días quienes
hacen llamamientos a un regreso a un pasado dorado en el que los niños
tenían, se nos dice, bien claras cuáles eran las normas
fundamentales de comportamiento. Según algunos, no tenemos más
que retornar a los días en que todos sabíamos a qué
atenernos, aunque ello significara también —esto ya no se nos
dice con tanta frecuencia, ya sea por mala intención o por simple e
interesado olvido— que cualquier intento de rebeldía se pagaba
con el ostracismo más feroz y el espíritu de los más
jóvenes se encontraba adocenado. Esas nostalgias del pasado pueden
estar muy bien —para quien se las crea, que ésa es otra
historia—, pero hoy en día vivimos en una sociedad demasiado
heterogénea para fiar nuestro futuro a una inexistente moral
única.
"Moral" significa el sistema normativo de una cultura, su jerarquía
de valores, sus costumbres, sus modelos de personalidad o de sociedad. En
cambio, entiendo por "ética" una moral transcultural, es decir, que
pueda universalizarse. Las morales no nos bastan porque acaban
enfrentándose unas a otras. En otras épocas la moral
cristiana se enfrentó a la pagana, la católica a la
protestante, la nazi a la moral universal, la marxista a la capitalista.
En la actualidad, la moral liberal se enfrenta a la moral islámica.
Necesitamos, por ello, elaborar una ética transcultural que resuelva,
entre otras cosas, el choque entre civilizaciones distintas. Los derechos
humanos pueden considerarse un primer esbozo de esa normativa común.
La ética es el conjunto de las soluciones más inteligentes que
le han ocurrido a la Humanidad para resolver los problemas que afectan a la
felicidad y a la dignidad de la convivencia, los conflictos que pueen surgir
entre personas, religiones, culturas, colectivos, naciones diferentes. Como
verá el lector, la convivencia y sus problemas nos introducen en una
dinámica expansiva, acelerada por la globalización actual.
Todos somos vecinos de una aldea global, y debemos saber cómo
relacionarnos.
(pp. 31-32)
Estamos, pues, ante el reto de sustituir una moral homogénea
heredada de generaciones anteriores con una ética universal que hemos
de construir entre todos aquí y ahora; una ética, además,
en continuo proceso de elaboración y redefinición. Es el
coste, a fin de cuentas, de una sociedad heterogénea, diversa,
dinámica, en permanente transformación como la que vivimos
en esta era de la globalización. Se ha acabado el tiempo de las
imposiciones y ha de comenzar el del diálogo y las negociaciones, el
tira y afloja del consenso social permanente. Inevitablemente, habrá
quien se sienta demasiado incómod ante esta nueva situación,
pero no podemos dar marcha atrás a las manecillas del reloj, por
más que nos empeñemos.
¿Qué educación, entonces, debemos dar a nuestros hijos?
¿No será posible mostrarles el punto final (el modelo, el
objetivo), tal y como hacíamos antes? Responde Marina:
De lo que se trata es de conseguir una autonomía vinculada.
Es decir, una independencia que sea compatible con profundas vinculaciones
afectivas y éticas. La seguridad, la valentía, la
asertividad, los recursos personales, son indispensables para mantener la
autonomía. Pero el amor, la compasión, el respeto, la
generosidad, la búsqueda de la justicia, nos vinculan a los
demás. El niño debe contar con redes de apoyo social, y debe
colaborar al establecimiento de estas redes. Debe respetar la
autonomía de las personas, al mismo tiempo que se vincula a ellas.
(p. 78)
No se trata de nada nuevo, la verdad sea dicha. El objetivo es conseguir
el desarrollo de una personalidad autónoma en el niño, fomentar
el grado suficiente de madurez intelectual y ética como para que
logre vincularse con el mundo circundante en una relación mutuamente
beneficiosa. En otras palabras, de nada vale que el niño se
aprenda de memoria la tabla de normas que ha de cumplir —ni, mucho
menos, que las cumpla por temor a la represalia de la sociedad—, sino
más bien que la interiorice y la asuma como propia, mostrándose
dispuesto incluso a discutirla, matizarla y modificarla cuando fuera
necesario.
En todo caso, nunca podemos perder de vista el hecho de que cualesquiera
normas por las que decidamos regirnos tienen vigencia, por definición,
en el seno de una sociedad —esto es, la ética tiene, por
necesidad, una implicación política.
La Ciudad no es el municipio, ni las calles, ni el conjunto de edificios.
La Ciudad es el símbolo de la vida social regida por normas y ordenada
a la justicia. Es una creación ética. Cuando en 1789 la
Asamblea francesa promulgó la Declaración de los derechos
del hombre y del ciudadano reconoció dos niveles que no se pueden
confundir. El "hombre" es naturaleza, el "ciudadano" es una
construcción moral. No vivimos en la selva, ni en la familia.
Vivimos en la ciudad, en la polis.
(p. 105)
He aquí, me parece, uno de los errores de raíz del liberalismo
clásico: contra lo que afirmara Hobbes, el contrato social no surge tan sólo porque el hombre
sea un lobo para el hombre y nos haga falta para garantizar nuestra seguridad
individual, sino que el hombre como ser imbuido de dignidad, como persona,
sólo puede concebirse en el seno de una sociedad. Fuera de la
vida en sociedad el hombre no es sólo un lobo para el hombre, sino
que no es más que un animal, incapaz de alcanzar siquiera una
mínima parte de su potencialidad auténticamente humana, como
repetidos casos de niños salvajes han demostrado a lo largo de
las últimas décadas. Lo que nos hace humanos es,
precisamente, lo político, lo social. Pero, ¿vale cualquier
vida en sociedad para desarrollar nuestro potencial humano? ¿Es lo
mismo —por lo que respecta a la convivencia, que es lo que aquí
nos ocupa— vivir en democracia que en un contexto social autoritario?
Como requisito importante para nuestra felicidad personal, deseamos que
la convivencia en la ciudad se rija por normas justas. Felicidad y justicia
están unidas por un parentesco casi olvidado. Hans Kelsen, uno de los grandes juristas
del pasado siglo, lo describión con claridad: "La búsqueda de
la justicia es la eterna búsqueda de la felicidad humana. Es una
finalidad que el hombre no puede encontrar por sí mismo, y por ello
la busca en la sociedad. La justicia es la felicidad social, garantizada por
un orden social". Es una condición imprescindible para la felicidad
personal, de ahí su importancia y urgencia. Hemos de realizar nuestros
proyectos más íntimos, como el de ser feliz,
integrándolos en proyectos compartidos, como el de la justicia.
Sólo los eremitas de todos los tiempos y confesiones han pretendido
vivir su intimidad con total autosuficiencia. Han sido los atletas de la
desvinculación.
[...]
A la vista de lo expuesto, tenemos que hablar de dos tipos de felicidad.
Una es la felicidad subjetiva, un sentimiento pleno de bienestar, personal,
íntimo. Otras es la felicidad objetiva, pública, política,
social que no es un sentimiento sino una situación, el marco deseable
para vivir, aquel escenario donde la "búsqueda de la felicidad" de
la que hablaban los textos citados resulta más fácil y tiene
más garantías de éxito. Le pondré un
ejemplo muy elemental. Los judíos torturados en los campos de
exterminio nazi, humillados, privados de todos sus derechos, despojados de su
condición de personas, ¿no recordarían la
República de Weimar como una situación objetivamente feliz?
Lo cual no quiere decir que entonces no tuvieran desdichas, fracasos y
enfermedades. Eso eran infelicidades privadas, pero el marco público
no añadía más dolor a ese dolor. La felicidad
política es el teleférico que nos deja en el arranque de la
pista de esquí. Luego, descrismarnos o disfrutar con la ligereza del
descenso es cosa nuestra.
(pp. 107-109)
No hay, pues, felicidad privada sin felicidad pública, objetiva.
Y es que mi proyecto de vida individual se puede ver potenciado o trastocado
por el contexto en que vivo, como es lógico. De ahí,
precisamente, el sinsentido de plantearse un proyecto de vida particular
desvinculado de los demás. A partir de ahí, describe Marina un i
"Gran Proyecto Ético de derechos y deberes":
No tengo más remedio que explicarle algunas cosas de la estructura
ética que mantiene a la Ciudad. Ocurre con ella como con los
cimientos y vigas de una casa: la sostienen, pero suelen ser invisibles.
Los adultos tenemos que enseñar a los niños y a los
jóvenes a integrarse en el Gran Proyecto Ético, en la forma de
vida noble y justa que tratamos de inventar, y para ello debemos conocer
bien sus entretelas. Todos hemos sido víctimas de una mala
pedagogía de los derechos, que ha dado lugar a una sociedad de la
queja y de la falta de responsabilidad.
El concepto de dignidad puede definirse como la posesión de
derechos. Ambos son la más poderosa creación de la
inteligencia humana. En la naturaleza no hay derechos, es inútil
buscarlos. Lo que hay es un incansable dinamismo de la inteligencia para
alumbrar modos de vida más felices. Vivimos un proceso de
humanización de la especie, un esfuerzo por alejarnos de la "felicidad
animal", que decía Tomás de Aquino, y alcanzar un nivel deseable de bienestar
y de amplitud de posibilidades. Esta es una noción importante que
quiero retomar.
(p. 114)
Pero, además de derechos, también tenemos deberes:
Empecemos por la pregunta más elemental. ¿Qué es un
deber? ¿Qué tipo de fenómeno designamos con ese nombre?
¿Se trata de una relación psicológica, real, social,
lógica, religiosa? En la naturaleza física, por supuesto, no
hay deberes. Las leyes de la naturaleza no imponen al sol el deber de salir
todas las mañanas a ver cómo anda el patio.
Un deber es una obligación. Un vínculo, una ligadura, que
exige o pide obrar de una determinada manera. La exigencia —esa
presión para que el sujeto ejecute algo que depende de su
voluntad— procede de una orden, de un compromiso o de un proyecto.
Hay pues, de entrada, al menos tres tipos de deberes:
Deberes de sumisión.
Deberes de compromiso.
Deberes de construcción.
(pp. 116-117)
En definitiva, que José Antonio Marina desarrolla en este libro un
amplio proyecto de convivencia reñido tanto con el tradicionalismo
reaccionario por el que algunos quisieran retrotaernos a un pasado dorado
donde las jerarquías estaban bien definidas y todos respetaban
—más bien temían— a la autoridad como con el
todo vale consumista que muchos parecen identificar con el progresismo
hoy en día.
Las sociedades democráticas avanzadas han asumido tan profundamente
algunas normas éticas, disfrutan de ellas con tal naturalidad, que han
olvidado lo excepcionales que son y el arduo esfuerzo que cuesta conseguirlas
y mantenerlas. Este hastío del satisfecho les permite pensar
—con la tripa llena, claro está— que no necesitamos
normas éticas para vivir bien. Más aún, que son un
invento de curas y personal asimilado para amargarnos la vida. "Carpe diem"
es una deliciosa máxima que permite una existencia gozosa. Lo malo es
que se trata de una impostura peligrosa, propia de contentitos y a salvo.
Todos apelamos a la idea de libertad, igualdad y equidad continuamente, sobre
todo cuando tememos perderlas, olvidando que son reivindicaciones
éticas. Reclamamos derechos, solicitamos los subsidios
correspondientes, exigimos plazas escolares gratuitas para nuestros hijos,
llamamos a la policía si nos sentimos amenazados, apelamos a los
jueces y muchas cosas más. Nuestros niños han nacido en este
ambiente sumamente tuelado, sin que les hayamos explicado cómo se
mantiene, y les cuesta trabajo reconocer que su vida, su comodidad o su
tranquilidad dependen de la colaboración y el trabajo de muchas
personas. Vivimos en un mundo de responsabilidades compartidas y es
imprescindible saberlo desde la infancia. Herodoto cuenta que, cuando moría el rey de Persia,
todas las leyes quedaban sin vigor durante cinco días. La violencia
y el crimen asolaban el país, pero después de tan
dramática experiencia el pueblo acogía al nuevo rey como un
salvador. De eso se trataba.
(pp. 130-131)
Por último, Marina aborda la convivencia con uno mismo en los dos
últimos capítulos del libro: aceptando nuestro propio cuerpo,
moldeando el carácter y nuestro comportamiento hacia los demás,
afrontando el sentimiento de fracaso, si se diera, etc. Hace aquí,
por cierto, unas reflexiones muy importantes sobre el concepto de autoestima,
que parece haberse desbocado en los últimos tiempos. Tan preocupados
parecemos estar con la idea de inculcar autoestima en nuestros niños
para evitar posibles complejos que podemos haber llegado al otro extremo,
igual de negativo, que consiste en la excesiva indulgencia con los
comportamientos narcisistas.
Aprender a convivir es un libro útil como elemento de
reflexión e incluso como mini-manual de educación cívica
para adolescentes. Me apena, sin embargo, la poca atención al detalle
prestada por la editorial, la cual le hace un flaco favor a una obra como
ésta al imprimirla con numerosas erratas, problemas de
puntuación e incluso faltas ortográficas. La obra se
merecía algo mucho mejor.
Factor entretenimiento: 6/10
Factor intelectual: 6/10