Aprender a convivir
José Antonio Marina
Ariel, Barcelona (España), primera edición,
mayo de 2006 (2006)
221 páginas

La propuesta del Gobierno de Zapatero de incluir una asignatura de Educación para la Ciudadanía en el currículo para el tercer ciclo de Primaria y toda la Secundaria ha levantado un buen revuelo en los últimos meses (tema sobre el que ya escribí en su momento en algunas entradas de mi propia bitácora personal), pero lo cierto es que hace ya tiempo que los españoles de a pie vienen planteándose ciertos temas de carácter fundamentalmente ético y su relación con el concepto de ciudadanía, así como sobre su aplicación a la educación de futuras generaciones. Así, por ejemplo, son varias las obras que Fernando Savater y Adela Cortina dedicaron a este tema desde mediados los ochenta. Pues bien, José Antonio Marina (el autor tiene su propia web personal) se sumó al debate sobre estos temas con éste y algunos otros libros publicados más recientemente.

Aprender a convivir es una reflexión sobre los principales niveles de convivencia: con uno mismo, con los más cercanos (pareja, familia, amigos, compañeros de trabajo) y con el resto de los ciudadanos, haciendo hincapié en cómo transmitir esa habilidad —la habilidad de convivir, de compartir— a los más jóvenes. Para ello, obviamente hay que partir de una reflexión sobre el concepto mismo de convivencia y sus implicaciones:

Las piedras coexisten, las personas convivimos. Y esta inevitable relación es fuente de posibilidades y fuente de conflictos, contradictorio manantial de dichas y desventuras. Nuestro proyecto de felicidad es siempre privado, pero necesita integrarse forzosamente en un proyecto de felicidad compartida. Hasta el más estricto anacoreta, en las inclementes soledades del desierto, convive consigo mismo desde la cultura que recibió, hablándose en el lenguaje que aprendió, es decir, manteniendo siempre la presencia de los otros. Por desgracia, a los seres humanos no nos resultan fáciles ni siquiera las cosas que nos son imprescindibles. Por eso hay que aprender a convivir, es decir, a aumentar las alegrías y disminuir las asperezas de la convivencia. La calidad de nuestra vida va a depender del sistema de relaciones que consigamos establecer, y trenzarlo bellamente es el arte supremo.

(p. 13.)

No hay ni puede haber, pues, felicidad sin convivencia. El ser humano es, como afirmara Aristóteles, un animal político, esto es, un ser que no puede ser concebido sin la sociedad en que se educa y socializa —he aquí, por cierto, creo yo, uno de los errores fundamentales de las distintas corrientes más o menos libertarias que se han adueñado de la derecha conservadora estadounidense y británica en las últimas décadas, pero ésa es otra cuestión. Conviene siempre tener bien presente la dignidad de la persona y los derechos individuales para evitar los excesos del totalitarismo, pero ello no quiere decir que debamos pasarnos al otro extremo y olvidar que todos nacemos y crecemos en el seno de una sociedad sin la cual, sencillamente, dejaríamos de ser quiénes somos.

Pero, ¿en qué se diferencia esta educación para la convivencia que propone Marina de la simple educación moral que postulan algunos conservadores? No son pocos estos días quienes hacen llamamientos a un regreso a un pasado dorado en el que los niños tenían, se nos dice, bien claras cuáles eran las normas fundamentales de comportamiento. Según algunos, no tenemos más que retornar a los días en que todos sabíamos a qué atenernos, aunque ello significara también —esto ya no se nos dice con tanta frecuencia, ya sea por mala intención o por simple e interesado olvido— que cualquier intento de rebeldía se pagaba con el ostracismo más feroz y el espíritu de los más jóvenes se encontraba adocenado. Esas nostalgias del pasado pueden estar muy bien —para quien se las crea, que ésa es otra historia—, pero hoy en día vivimos en una sociedad demasiado heterogénea para fiar nuestro futuro a una inexistente moral única.

"Moral" significa el sistema normativo de una cultura, su jerarquía de valores, sus costumbres, sus modelos de personalidad o de sociedad. En cambio, entiendo por "ética" una moral transcultural, es decir, que pueda universalizarse. Las morales no nos bastan porque acaban enfrentándose unas a otras. En otras épocas la moral cristiana se enfrentó a la pagana, la católica a la protestante, la nazi a la moral universal, la marxista a la capitalista. En la actualidad, la moral liberal se enfrenta a la moral islámica. Necesitamos, por ello, elaborar una ética transcultural que resuelva, entre otras cosas, el choque entre civilizaciones distintas. Los derechos humanos pueden considerarse un primer esbozo de esa normativa común. La ética es el conjunto de las soluciones más inteligentes que le han ocurrido a la Humanidad para resolver los problemas que afectan a la felicidad y a la dignidad de la convivencia, los conflictos que pueen surgir entre personas, religiones, culturas, colectivos, naciones diferentes. Como verá el lector, la convivencia y sus problemas nos introducen en una dinámica expansiva, acelerada por la globalización actual. Todos somos vecinos de una aldea global, y debemos saber cómo relacionarnos.

(pp. 31-32)

Estamos, pues, ante el reto de sustituir una moral homogénea heredada de generaciones anteriores con una ética universal que hemos de construir entre todos aquí y ahora; una ética, además, en continuo proceso de elaboración y redefinición. Es el coste, a fin de cuentas, de una sociedad heterogénea, diversa, dinámica, en permanente transformación como la que vivimos en esta era de la globalización. Se ha acabado el tiempo de las imposiciones y ha de comenzar el del diálogo y las negociaciones, el tira y afloja del consenso social permanente. Inevitablemente, habrá quien se sienta demasiado incómod ante esta nueva situación, pero no podemos dar marcha atrás a las manecillas del reloj, por más que nos empeñemos.

¿Qué educación, entonces, debemos dar a nuestros hijos? ¿No será posible mostrarles el punto final (el modelo, el objetivo), tal y como hacíamos antes? Responde Marina:

De lo que se trata es de conseguir una autonomía vinculada. Es decir, una independencia que sea compatible con profundas vinculaciones afectivas y éticas. La seguridad, la valentía, la asertividad, los recursos personales, son indispensables para mantener la autonomía. Pero el amor, la compasión, el respeto, la generosidad, la búsqueda de la justicia, nos vinculan a los demás. El niño debe contar con redes de apoyo social, y debe colaborar al establecimiento de estas redes. Debe respetar la autonomía de las personas, al mismo tiempo que se vincula a ellas.

(p. 78)

No se trata de nada nuevo, la verdad sea dicha. El objetivo es conseguir el desarrollo de una personalidad autónoma en el niño, fomentar el grado suficiente de madurez intelectual y ética como para que logre vincularse con el mundo circundante en una relación mutuamente beneficiosa. En otras palabras, de nada vale que el niño se aprenda de memoria la tabla de normas que ha de cumplir —ni, mucho menos, que las cumpla por temor a la represalia de la sociedad—, sino más bien que la interiorice y la asuma como propia, mostrándose dispuesto incluso a discutirla, matizarla y modificarla cuando fuera necesario.

En todo caso, nunca podemos perder de vista el hecho de que cualesquiera normas por las que decidamos regirnos tienen vigencia, por definición, en el seno de una sociedad —esto es, la ética tiene, por necesidad, una implicación política.

La Ciudad no es el municipio, ni las calles, ni el conjunto de edificios. La Ciudad es el símbolo de la vida social regida por normas y ordenada a la justicia. Es una creación ética. Cuando en 1789 la Asamblea francesa promulgó la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano reconoció dos niveles que no se pueden confundir. El "hombre" es naturaleza, el "ciudadano" es una construcción moral. No vivimos en la selva, ni en la familia. Vivimos en la ciudad, en la polis.

(p. 105)

He aquí, me parece, uno de los errores de raíz del liberalismo clásico: contra lo que afirmara Hobbes, el contrato social no surge tan sólo porque el hombre sea un lobo para el hombre y nos haga falta para garantizar nuestra seguridad individual, sino que el hombre como ser imbuido de dignidad, como persona, sólo puede concebirse en el seno de una sociedad. Fuera de la vida en sociedad el hombre no es sólo un lobo para el hombre, sino que no es más que un animal, incapaz de alcanzar siquiera una mínima parte de su potencialidad auténticamente humana, como repetidos casos de niños salvajes han demostrado a lo largo de las últimas décadas. Lo que nos hace humanos es, precisamente, lo político, lo social. Pero, ¿vale cualquier vida en sociedad para desarrollar nuestro potencial humano? ¿Es lo mismo —por lo que respecta a la convivencia, que es lo que aquí nos ocupa— vivir en democracia que en un contexto social autoritario?

Como requisito importante para nuestra felicidad personal, deseamos que la convivencia en la ciudad se rija por normas justas. Felicidad y justicia están unidas por un parentesco casi olvidado. Hans Kelsen, uno de los grandes juristas del pasado siglo, lo describión con claridad: "La búsqueda de la justicia es la eterna búsqueda de la felicidad humana. Es una finalidad que el hombre no puede encontrar por sí mismo, y por ello la busca en la sociedad. La justicia es la felicidad social, garantizada por un orden social". Es una condición imprescindible para la felicidad personal, de ahí su importancia y urgencia. Hemos de realizar nuestros proyectos más íntimos, como el de ser feliz, integrándolos en proyectos compartidos, como el de la justicia. Sólo los eremitas de todos los tiempos y confesiones han pretendido vivir su intimidad con total autosuficiencia. Han sido los atletas de la desvinculación.

[...]

A la vista de lo expuesto, tenemos que hablar de dos tipos de felicidad. Una es la felicidad subjetiva, un sentimiento pleno de bienestar, personal, íntimo. Otras es la felicidad objetiva, pública, política, social que no es un sentimiento sino una situación, el marco deseable para vivir, aquel escenario donde la "búsqueda de la felicidad" de la que hablaban los textos citados resulta más fácil y tiene más garantías de éxito. Le pondré un ejemplo muy elemental. Los judíos torturados en los campos de exterminio nazi, humillados, privados de todos sus derechos, despojados de su condición de personas, ¿no recordarían la República de Weimar como una situación objetivamente feliz? Lo cual no quiere decir que entonces no tuvieran desdichas, fracasos y enfermedades. Eso eran infelicidades privadas, pero el marco público no añadía más dolor a ese dolor. La felicidad política es el teleférico que nos deja en el arranque de la pista de esquí. Luego, descrismarnos o disfrutar con la ligereza del descenso es cosa nuestra.

(pp. 107-109)

No hay, pues, felicidad privada sin felicidad pública, objetiva. Y es que mi proyecto de vida individual se puede ver potenciado o trastocado por el contexto en que vivo, como es lógico. De ahí, precisamente, el sinsentido de plantearse un proyecto de vida particular desvinculado de los demás. A partir de ahí, describe Marina un i "Gran Proyecto Ético de derechos y deberes":

No tengo más remedio que explicarle algunas cosas de la estructura ética que mantiene a la Ciudad. Ocurre con ella como con los cimientos y vigas de una casa: la sostienen, pero suelen ser invisibles. Los adultos tenemos que enseñar a los niños y a los jóvenes a integrarse en el Gran Proyecto Ético, en la forma de vida noble y justa que tratamos de inventar, y para ello debemos conocer bien sus entretelas. Todos hemos sido víctimas de una mala pedagogía de los derechos, que ha dado lugar a una sociedad de la queja y de la falta de responsabilidad.

El concepto de dignidad puede definirse como la posesión de derechos. Ambos son la más poderosa creación de la inteligencia humana. En la naturaleza no hay derechos, es inútil buscarlos. Lo que hay es un incansable dinamismo de la inteligencia para alumbrar modos de vida más felices. Vivimos un proceso de humanización de la especie, un esfuerzo por alejarnos de la "felicidad animal", que decía Tomás de Aquino, y alcanzar un nivel deseable de bienestar y de amplitud de posibilidades. Esta es una noción importante que quiero retomar.

(p. 114)

Pero, además de derechos, también tenemos deberes:

Empecemos por la pregunta más elemental. ¿Qué es un deber? ¿Qué tipo de fenómeno designamos con ese nombre? ¿Se trata de una relación psicológica, real, social, lógica, religiosa? En la naturaleza física, por supuesto, no hay deberes. Las leyes de la naturaleza no imponen al sol el deber de salir todas las mañanas a ver cómo anda el patio.

Un deber es una obligación. Un vínculo, una ligadura, que exige o pide obrar de una determinada manera. La exigencia —esa presión para que el sujeto ejecute algo que depende de su voluntad— procede de una orden, de un compromiso o de un proyecto. Hay pues, de entrada, al menos tres tipos de deberes:

Deberes de sumisión.
Deberes de compromiso.
Deberes de construcción.

(pp. 116-117)

En definitiva, que José Antonio Marina desarrolla en este libro un amplio proyecto de convivencia reñido tanto con el tradicionalismo reaccionario por el que algunos quisieran retrotaernos a un pasado dorado donde las jerarquías estaban bien definidas y todos respetaban —más bien temían— a la autoridad como con el todo vale consumista que muchos parecen identificar con el progresismo hoy en día.

Las sociedades democráticas avanzadas han asumido tan profundamente algunas normas éticas, disfrutan de ellas con tal naturalidad, que han olvidado lo excepcionales que son y el arduo esfuerzo que cuesta conseguirlas y mantenerlas. Este hastío del satisfecho les permite pensar —con la tripa llena, claro está— que no necesitamos normas éticas para vivir bien. Más aún, que son un invento de curas y personal asimilado para amargarnos la vida. "Carpe diem" es una deliciosa máxima que permite una existencia gozosa. Lo malo es que se trata de una impostura peligrosa, propia de contentitos y a salvo. Todos apelamos a la idea de libertad, igualdad y equidad continuamente, sobre todo cuando tememos perderlas, olvidando que son reivindicaciones éticas. Reclamamos derechos, solicitamos los subsidios correspondientes, exigimos plazas escolares gratuitas para nuestros hijos, llamamos a la policía si nos sentimos amenazados, apelamos a los jueces y muchas cosas más. Nuestros niños han nacido en este ambiente sumamente tuelado, sin que les hayamos explicado cómo se mantiene, y les cuesta trabajo reconocer que su vida, su comodidad o su tranquilidad dependen de la colaboración y el trabajo de muchas personas. Vivimos en un mundo de responsabilidades compartidas y es imprescindible saberlo desde la infancia. Herodoto cuenta que, cuando moría el rey de Persia, todas las leyes quedaban sin vigor durante cinco días. La violencia y el crimen asolaban el país, pero después de tan dramática experiencia el pueblo acogía al nuevo rey como un salvador. De eso se trataba.

(pp. 130-131)

Por último, Marina aborda la convivencia con uno mismo en los dos últimos capítulos del libro: aceptando nuestro propio cuerpo, moldeando el carácter y nuestro comportamiento hacia los demás, afrontando el sentimiento de fracaso, si se diera, etc. Hace aquí, por cierto, unas reflexiones muy importantes sobre el concepto de autoestima, que parece haberse desbocado en los últimos tiempos. Tan preocupados parecemos estar con la idea de inculcar autoestima en nuestros niños para evitar posibles complejos que podemos haber llegado al otro extremo, igual de negativo, que consiste en la excesiva indulgencia con los comportamientos narcisistas.

Aprender a convivir es un libro útil como elemento de reflexión e incluso como mini-manual de educación cívica para adolescentes. Me apena, sin embargo, la poca atención al detalle prestada por la editorial, la cual le hace un flaco favor a una obra como ésta al imprimirla con numerosas erratas, problemas de puntuación e incluso faltas ortográficas. La obra se merecía algo mucho mejor.


Factor entretenimiento: 6/10
Factor intelectual: 6/10