Por el momento, sólo tenemos aquí unas cuantas notas y citas
del libro.
Son bien conocidas las antiguas simpatías falangistas de Aznar,
quien enviara unas cuantas cartas al director allá a finales de los
años setenta criticando la nueva Constitución. No obstante,
parece injusto juzgarle por aquellos pecados (relativamente) juveniles,
sobre todo teniendo en cuenta su evolución posterior hacia lo que
podríamos considerar una derecha más civilizada.
A partir de los primeros años ochenta evolucionó
ideológicamente desde una derecha poco simpatizante con la
Constitución a una identificación con los medios liberales
juveniles procedentes del extinguido partido centrista. Este camino no
carecía de lógica, pues no rompía con la derecha
en muchas materias —las económicas, por ejemplo— y,
al mismo tiempo, adoptaba una posición antitética y muy
beligerante contra el adversario socialista.
(p. 20)
En todo caso, y pese a su evolución hacia unas posiciones in lugar a
dudas más moderadas, lo que siempre quedó bien claro es que
Aznar no ofrecía —ni podría nunca ofrecer— el
mismo carisma que Adolfo Suárez o Felipe González. El suyo
era más bien un liderazgo basado en la seriedad, la capacidad de
gestionar, el profesionalismo y la solidez. De hecho, durante casi todo su
mandato hubo otros miembros de su propio Gobierno (Rodrigo Rato, por ejemplo)
que le sobrepasaban en aceptación popular.
La primera biografía de Aznar señala que su principal virtud
fue lo que podría denominarse la "inevitabilidad": tuvo la suerte o la
oprtunidad de estar en el escenario apropiado en el momento adecuado,
exactamente cuando la derecha necesitaba —incluso angustiosamente—
un dirigente y la sociedad española precisaba una alternativa al
socialismo de Felipe González.
(...)
La política que el equipo de Aznar fue definiendo partía de
cierta complacencia en la condición juvenil de los nuevos dirigentes.
"No tengo los tics de la transición", llegó a asegurar. Esta
actitud lo convertía en un político poco propicio al consenso:
siempre tuvo la sospecha de que los acuerdos con los socialistas no eran
más que un engaño. Cuando, a comienzos de 1995, Felipe
González lo invitó al Palacio de La Moncloa y comprobó
que la noticia aparecía inmediatamente en la prensa, vio ratificada
su opinión, y así se lo comunicó a su confidente, el
periodista Pedro J. Ramírez. En consecuencia, no se guió por
el consenso, ni siquiera en materia de terrorismo, tal y como era habitual
en la política democrática española.
(pp. 22-23)
En 1996, la pretensión de que el Partido Popular fuera centrista
resultaba, en gran parte, injustificada. (...) El PP era, en su
núcleo dirigente, la derecha. Pero no se trataba de una derecha
nostálgica o autoritaria, sino de otra distinta; en muchos sentidos,
mejor, pero no puede identificarse con el centro.
(p. 48)
Retórica ultraliberal y reivindicación de un nuevo
patriotismo caracterizaron a la era Aznar.
Muchas de las propuestas del ultraliberalismo parten de la
simplificación de los problemas y plantean, como soluciones,
talismanes taumatúrgicos. Muy a menudo, privatizar lo que no
debe ser privado —el Museo del Prado, por ejemplo— puede ser
desastroso en la práctica, aparte de carente de eficacia; en otras
ocasiones, estas prácticas pueden concluir en un Estado
anoréxico o propiciar difíciles relaciones éticas entre
los intereses privados y los colectivos. En su megalomanía, los
ultraliberales suelen olvidar que el papel de la política no
consiste en ofrecer soluciones instantáneas y milagreras; bien al
contrario, es una tarea desesperadamente humilde y que exige un continuo
ejercicio de imaginación.
(p. 61)
Obligados a pactar con los nacionalistas tras las primeras elecciones, y
forzados por ello a hacer una política más centrada. Y, sin
embargo, junto a la política continuísta en materias de
defensa y política exterior, y junto a los incuestionables éxitos
de la política económica y social, también se dio una
gestión desastrosa en áreas como educación, cultura,
medio ambiente o incluso justicia. Al mismo tiempo, se ponían
ya las bases del nuevo patriotismo que acabaría por traer estos
lodos con que nos encontramos hoy: un PP enfrentado a muerte con todos los
nacionalismos —menos el español, claro está— y, por
consiguiente, incapaz de convertirse de nuevo en alternativa de poder debido
a las peculiaridades de un sistema político donde los partidos
estatales de centro han desaparecido y la función de partido-bisagra
ha recaído precisamente en esas fuerzas nacionalistas (PNV, CiU y
CC, fundamentalmente) que los populares se niegan a aceptar como
socios de gobierno —de hecho, parece negarse a aceptarlas siquiera como
legítimas fuerzas democráticas, a juzgar por los comentarios de
sus dirigentes. En estas condiciones, tiene poco de extraño que
la estrategia electoral del PP parezca consistir en reeditar su triunfo de
1996 con las mismas armas: el brutal desgaste del Gobierno de turno. Por
supuesto, la diferencia fundamental entre 1996 y 2006 es que Zapatero y sus
muchachos no llevan casi tres lustros en el poder y no se han visto implicados
en las interminables corruptelas que afectaron al PSOE de entonces. Y, pese
a todo, ello no es óbice para que el PP aplique la misma estrategia
una y otra vez, con una falta de imaginación política tan
evidente que debería bastarse para condenarles a los bancos de la
oposición en las próximas elecciones generales.
En 1982, la abrumadora victoria del cambio socialista creó una
milagrería fervorosa que tenía tras de sí toda una ola
de apoyo social. En el año 2000, el inesperado logro de la
mayoría absoluta provocó una diferencia de enfoque,
principalmente, en la propia clase dirigente vencedora del PP. A las pocas
semanas se olvidó el talante dialogante y la petición de
adhesión a la posición propia. Lo que apareció como
recambio fue un ambicioso designio político y un talante intemperante.
Pronto resultó evidente la carencia de magnanimidad.
(...)
En el pasado, en minoría parlamentaria, el Gobierno del Partido
Popular había utilizado el procedimiento del "globo sonda", pero, ahora,
lo habitual era el "sistema de la gallina ciega". A lo sumo se daban algunas
notas acerca de una posible reforma, sin aclararla, para burlarse de la
oposición cuando ésta trataba de definir su posición.
Los proyectos representaban generalmente claras rupturas con el pasado y se
manifestaban como planes propios de una derecha "sin complejos". Las
mejores propuestas efectivas vieron la luz, tan sólo, a partir de la
labor conjunta de Gobierno y oposición.
(pp. 214-216)
Así pues, durante el segundo mandato de Aznar, el PP se entregó
sin complejos a una política de derecha de la de toda la vida,
al tiempo que radicalizaba su discurso frente al nacionalismo (sobre todo el
vasco), olvidaba la retórica de la regeneración
democrática que tan buen resultado le diera a mediados de los
noventa, se empeñara en un gran salto adelante en política
educativa sin contar siquiera con los sectores implicados y, finalmente,
cayera incluso en el tremendo sinsentido —al menos, se supone, para
un partido de corte liberal— de intervenir e incluso manipular a la
sociedad civil desde las instancias gubernamentales con su política
claramente amiguista hacia los medios de comunicación —por
primera vez desde el regreso de la democracia a nuestro país pudimos
asistir a una persecución en toda regla de los medios claramente
opuestos al Gobierno, representados sobre todo por el grupo Prisa.
La herencia de Aznar no se refiere a políticas concretas sino a un
estilo. Lo hemos comprobado a lo largo de las páginas anteriores y
pudo apreciarse incluso antes de 1996. Las circunstancias, aparte de la
ideología y la biografía personal, contribuyeron poderosamente
al aprendizaje político de la generación de Aznar y su
equipo. Una distancia abismal en votos con los socialistas, la
sensación de desvalimiento ante una sociedad y uos medios de
comunicación que ni siquiera parecían tomarlos en serio y los
escándalos que aparecieron como sucesivas erupciones volcánicas
en la final etapa socialista contribuyeron a que el equipo dirigente se
convirtiera en un virtuoso de la crispación y de la
confrontación. ¿Eran verdaderamente imprescindibles estos
métodos para llegar a alcanzar el poder? La respuesta a este
interrogante es negativa y la mejor prueba la proporciona el hecho de que,
en 1996, este talante contribuyó no sólo a movilizar al
electorado de izquierdas sino a retraer a parte del electorado centrista.
Pero los dirigentes populares no aprendieron la lección, al menos
a largo plazo. Más bien, da la sensación de que los antiguos
modos se han convertido en toda una adicción durante la etapa de la
mayoría absoluta. El objetivo es siempre tentar al adversario,
cualquiera que sea, conuna espiral de réplicas y contrarréplicas.
El PSOE evolucionó entre 1979 y 1982, de tal modo que su mensaje fue
alejándose de la radicalidad inicial, aunque cuando llegaron al poder
el camino aún no se había completado. La adicción a la
confrontación ha sido un signo de identidad de la etapa de Aznar y
como tal será juzgado en la Historia. Nunca un presidente
español se ha pronunciado en términos tan duros respecto del
adversario político como en estos ocho años. Si la
sucesión en la persona de Mariano Rajoy ha tenido como primera
consecuencia una inicial sensación de alivio ha sido porque existe la
esperanza de que la situación cambie. Hay otro motivo que no depende
de la voluntad o del carácter del sucesor: la crispación
ha sido en su mayor parte por completo innecesaria. Puede ser cierto que a
una parte de la sociedad española este tipo de actitud política
le resulte atractiva, pero es minoritaria, y maleduca al resto.
(pp. 369-370)
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