El aznarato
El Gobierno del Partido Popular, 1996-2003
Javier Tusell
Aguilar, Madrid (España), primera edición, 2004 (2004) 386 páginas, incluyendo índices y bibliografía

Por el momento, sólo tenemos aquí unas cuantas notas y citas del libro.


Son bien conocidas las antiguas simpatías falangistas de Aznar, quien enviara unas cuantas cartas al director allá a finales de los años setenta criticando la nueva Constitución. No obstante, parece injusto juzgarle por aquellos pecados (relativamente) juveniles, sobre todo teniendo en cuenta su evolución posterior hacia lo que podríamos considerar una derecha más civilizada.

A partir de los primeros años ochenta evolucionó ideológicamente desde una derecha poco simpatizante con la Constitución a una identificación con los medios liberales juveniles procedentes del extinguido partido centrista. Este camino no carecía de lógica, pues no rompía con la derecha en muchas materias —las económicas, por ejemplo— y, al mismo tiempo, adoptaba una posición antitética y muy beligerante contra el adversario socialista.

(p. 20)


En todo caso, y pese a su evolución hacia unas posiciones in lugar a dudas más moderadas, lo que siempre quedó bien claro es que Aznar no ofrecía —ni podría nunca ofrecer— el mismo carisma que Adolfo Suárez o Felipe González. El suyo era más bien un liderazgo basado en la seriedad, la capacidad de gestionar, el profesionalismo y la solidez. De hecho, durante casi todo su mandato hubo otros miembros de su propio Gobierno (Rodrigo Rato, por ejemplo) que le sobrepasaban en aceptación popular.

La primera biografía de Aznar señala que su principal virtud fue lo que podría denominarse la "inevitabilidad": tuvo la suerte o la oprtunidad de estar en el escenario apropiado en el momento adecuado, exactamente cuando la derecha necesitaba —incluso angustiosamente— un dirigente y la sociedad española precisaba una alternativa al socialismo de Felipe González.

(...)

La política que el equipo de Aznar fue definiendo partía de cierta complacencia en la condición juvenil de los nuevos dirigentes. "No tengo los tics de la transición", llegó a asegurar. Esta actitud lo convertía en un político poco propicio al consenso: siempre tuvo la sospecha de que los acuerdos con los socialistas no eran más que un engaño. Cuando, a comienzos de 1995, Felipe González lo invitó al Palacio de La Moncloa y comprobó que la noticia aparecía inmediatamente en la prensa, vio ratificada su opinión, y así se lo comunicó a su confidente, el periodista Pedro J. Ramírez. En consecuencia, no se guió por el consenso, ni siquiera en materia de terrorismo, tal y como era habitual en la política democrática española.

(pp. 22-23)


En 1996, la pretensión de que el Partido Popular fuera centrista resultaba, en gran parte, injustificada. (...) El PP era, en su núcleo dirigente, la derecha. Pero no se trataba de una derecha nostálgica o autoritaria, sino de otra distinta; en muchos sentidos, mejor, pero no puede identificarse con el centro.

(p. 48)


Retórica ultraliberal y reivindicación de un nuevo patriotismo caracterizaron a la era Aznar.

Muchas de las propuestas del ultraliberalismo parten de la simplificación de los problemas y plantean, como soluciones, talismanes taumatúrgicos. Muy a menudo, privatizar lo que no debe ser privado —el Museo del Prado, por ejemplo— puede ser desastroso en la práctica, aparte de carente de eficacia; en otras ocasiones, estas prácticas pueden concluir en un Estado anoréxico o propiciar difíciles relaciones éticas entre los intereses privados y los colectivos. En su megalomanía, los ultraliberales suelen olvidar que el papel de la política no consiste en ofrecer soluciones instantáneas y milagreras; bien al contrario, es una tarea desesperadamente humilde y que exige un continuo ejercicio de imaginación.

(p. 61)


Obligados a pactar con los nacionalistas tras las primeras elecciones, y forzados por ello a hacer una política más centrada. Y, sin embargo, junto a la política continuísta en materias de defensa y política exterior, y junto a los incuestionables éxitos de la política económica y social, también se dio una gestión desastrosa en áreas como educación, cultura, medio ambiente o incluso justicia. Al mismo tiempo, se ponían ya las bases del nuevo patriotismo que acabaría por traer estos lodos con que nos encontramos hoy: un PP enfrentado a muerte con todos los nacionalismos —menos el español, claro está— y, por consiguiente, incapaz de convertirse de nuevo en alternativa de poder debido a las peculiaridades de un sistema político donde los partidos estatales de centro han desaparecido y la función de partido-bisagra ha recaído precisamente en esas fuerzas nacionalistas (PNV, CiU y CC, fundamentalmente) que los populares se niegan a aceptar como socios de gobierno —de hecho, parece negarse a aceptarlas siquiera como legítimas fuerzas democráticas, a juzgar por los comentarios de sus dirigentes. En estas condiciones, tiene poco de extraño que la estrategia electoral del PP parezca consistir en reeditar su triunfo de 1996 con las mismas armas: el brutal desgaste del Gobierno de turno. Por supuesto, la diferencia fundamental entre 1996 y 2006 es que Zapatero y sus muchachos no llevan casi tres lustros en el poder y no se han visto implicados en las interminables corruptelas que afectaron al PSOE de entonces. Y, pese a todo, ello no es óbice para que el PP aplique la misma estrategia una y otra vez, con una falta de imaginación política tan evidente que debería bastarse para condenarles a los bancos de la oposición en las próximas elecciones generales.


En 1982, la abrumadora victoria del cambio socialista creó una milagrería fervorosa que tenía tras de sí toda una ola de apoyo social. En el año 2000, el inesperado logro de la mayoría absoluta provocó una diferencia de enfoque, principalmente, en la propia clase dirigente vencedora del PP. A las pocas semanas se olvidó el talante dialogante y la petición de adhesión a la posición propia. Lo que apareció como recambio fue un ambicioso designio político y un talante intemperante. Pronto resultó evidente la carencia de magnanimidad.

(...)

En el pasado, en minoría parlamentaria, el Gobierno del Partido Popular había utilizado el procedimiento del "globo sonda", pero, ahora, lo habitual era el "sistema de la gallina ciega". A lo sumo se daban algunas notas acerca de una posible reforma, sin aclararla, para burlarse de la oposición cuando ésta trataba de definir su posición. Los proyectos representaban generalmente claras rupturas con el pasado y se manifestaban como planes propios de una derecha "sin complejos". Las mejores propuestas efectivas vieron la luz, tan sólo, a partir de la labor conjunta de Gobierno y oposición.

(pp. 214-216)


Así pues, durante el segundo mandato de Aznar, el PP se entregó sin complejos a una política de derecha de la de toda la vida, al tiempo que radicalizaba su discurso frente al nacionalismo (sobre todo el vasco), olvidaba la retórica de la regeneración democrática que tan buen resultado le diera a mediados de los noventa, se empeñara en un gran salto adelante en política educativa sin contar siquiera con los sectores implicados y, finalmente, cayera incluso en el tremendo sinsentido —al menos, se supone, para un partido de corte liberal— de intervenir e incluso manipular a la sociedad civil desde las instancias gubernamentales con su política claramente amiguista hacia los medios de comunicación —por primera vez desde el regreso de la democracia a nuestro país pudimos asistir a una persecución en toda regla de los medios claramente opuestos al Gobierno, representados sobre todo por el grupo Prisa.


La herencia de Aznar no se refiere a políticas concretas sino a un estilo. Lo hemos comprobado a lo largo de las páginas anteriores y pudo apreciarse incluso antes de 1996. Las circunstancias, aparte de la ideología y la biografía personal, contribuyeron poderosamente al aprendizaje político de la generación de Aznar y su equipo. Una distancia abismal en votos con los socialistas, la sensación de desvalimiento ante una sociedad y uos medios de comunicación que ni siquiera parecían tomarlos en serio y los escándalos que aparecieron como sucesivas erupciones volcánicas en la final etapa socialista contribuyeron a que el equipo dirigente se convirtiera en un virtuoso de la crispación y de la confrontación. ¿Eran verdaderamente imprescindibles estos métodos para llegar a alcanzar el poder? La respuesta a este interrogante es negativa y la mejor prueba la proporciona el hecho de que, en 1996, este talante contribuyó no sólo a movilizar al electorado de izquierdas sino a retraer a parte del electorado centrista. Pero los dirigentes populares no aprendieron la lección, al menos a largo plazo. Más bien, da la sensación de que los antiguos modos se han convertido en toda una adicción durante la etapa de la mayoría absoluta. El objetivo es siempre tentar al adversario, cualquiera que sea, conuna espiral de réplicas y contrarréplicas. El PSOE evolucionó entre 1979 y 1982, de tal modo que su mensaje fue alejándose de la radicalidad inicial, aunque cuando llegaron al poder el camino aún no se había completado. La adicción a la confrontación ha sido un signo de identidad de la etapa de Aznar y como tal será juzgado en la Historia. Nunca un presidente español se ha pronunciado en términos tan duros respecto del adversario político como en estos ocho años. Si la sucesión en la persona de Mariano Rajoy ha tenido como primera consecuencia una inicial sensación de alivio ha sido porque existe la esperanza de que la situación cambie. Hay otro motivo que no depende de la voluntad o del carácter del sucesor: la crispación ha sido en su mayor parte por completo innecesaria. Puede ser cierto que a una parte de la sociedad española este tipo de actitud política le resulte atractiva, pero es minoritaria, y maleduca al resto.

(pp. 369-370)


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