Siddhartha
Hermann Hesse
Plaza & Janés Editores, Barcelona (España), segunda edición, septiembre 1988
211 páginas

El título de este libro es un poco engañoso. Como es sabido, Siddhartha es el nombre de Buda. Sin embargo, Buda no es el personaje principal de esta novela, aunque aparece mínimamente en ella. No obstante, parece claro que el tono general de la obra está inspirado tanto en la vida y filosofía de Buda como en la de muchos otros sabios de Oriente. Se trata de una de esas novelas iniciáticas que caracterizan la literatura de Hesse. En ese sentido, conecta perfectamente con otras obras suyas como Demian, El lobo estepario, Narciso y Goldmundo o El juego de los abalorios, todas ellas consideradas magníficos ejemplos de una literatura reflexiva, espiritual, empeñada en explorar el sentido de la vida y que, por tanto, suele recomendarse a menudo a los jóvenes que empiezan a abrirse al mundo. Y, pese a todo, no me parece que dicha caracterización sea completamente justa hacia Hesse y su obra, pues fomenta la interpretación de que sus libros son casi exclusivamente para adolescentes y jóvenes adultos cuando, en realidad, pueden leerse sin ningún problema en cualquier otra época de la vida. Hesse es, pues, víctima de la obsesión clasificatoria de una sociedad demasiado centrada en el mercado y el afán por etiquetar las cosas para encontrarles un nicho determinado. Sin embargo, al hacer eso, desperdiciamos lo que de aprovechable pueda haber en estos libros, que es bastante. Y, cuidado, que hago estas afirmaciones sin por ello engañarme en cuanto a la calidad intrínseca de la obra de Hesse. Dejémoslo claro ya de entrada: no hay nada particular en la calidad de su prosa y, por lo que hace a las historias, aunque contiene siempre elementos interesantes, también es verdad que son más bien estereotípicas. Se trata de algo así como el Paulo Coelho de principios del siglo XX (sí, entiendo que muchos me van a apedrear por hacer tamaña afirmación).

Siddhartha, el hijo de un brahmán que, a pesar de su juventud, promete mucho como guía espiritual de su pueblo, decide abandonar la seguridad del hogar junto a su amigo Govinda para adentrarse en una incierta búsqueda espiritual sin un objetivo claro. En apariencia, son jóvenes felices, pero en realidad esconden una cierta insatisfacción en su interior, un descontento que les lleva a lanzarse al camino. En un primer momento, tal y como sucediera con Buda, se suman a un grupo de ascetas peregrinos que se entregan a la purificación de sus cuerpos mediante la mortificación. De ellos, Siddhartha aprendió algunas cosas útiles:

Sentado, el joven aprendió a ahorrar aliento, a vivir con muy poco aire y a contener la respiración. Aprendió a calmar sus pulsaciones con ayuda de la respiración, a reducir los latidos de su corazón al mínimo posible, hasta anularlos casi.

(Herman Hesse: Siddhartha, p. 25)

No parece mucho. Peor aún, casi se diría que no aprendió nada que valiese lo más mínimo. Y, sin embargo, como leeremos más adelante, esta capacidad para el autocontrol le sería muy útil en su vida. En cierto modo, se trata de una enseñanza bien distinta (opuesta, incluso) a la que damos a las jóvenes generaciones en los países capitalistas avanzados, donde parece que queremos que aprecien únicamente el éxito material, el consumo y la satisfacción inmediata.

Y, sin embargo, pronto observará Siddhartha que las prácticas ascéticas no son sino una respuesta parcial, quizá incluso errónea:

¿Qué es el ensimismamiento? ¿Qué significa abandonar el cuerpo? ¿Qué es el ayuno? ¿Para qué se contiene la respiración? Tan sólo para huir del Yo. Para escapar brevement al dolor de ser un Yo: para insensibilizarse por breves instantes contra el dolor y lo absurdo de la vida. Pues esa misma huida, esa misma insensibilización pasajera la encuentra el boyero cuando, en el albergue, se bebe unas cuantas copas de aguardiente de arroz o leche de coco fermentada. Porque luego deja de sentir su Yo y los dolores de la vida, insensibilizándose por breves instantes. Y así, adormilado sobre su copa de aguardiente de arroz, encuentra lo mismo que Siddhartha y Govinda logrand cuando, después de largos ejercicios, se evaden de su cuerpo y moran en el No-Yo. ¡Sí, Govinda, así es!

(Herman Hesse: Siddhartha, pp. 28-29)

Ni que decir tiene que a su amigo, aunque respete a Siddhartha, estas palabras le parecen poco menos que blasfemas, igual que nos puede parecer a todos nosotros ("¡Habráse visto tamaña insensatez! ¡Comparar a un asceta con un borracho!"). Y, sin embargo, no le falta buena parte de razón. Al fin y al cabo, los ejercicios espirituales no logran sino aplazar temporalmente el sufrimiento de la identificación con el Yo. Pero, nada más acabado el ejercicio, llega el regreso a la cruda realidad, con su sufrimiento de separación e imperfección. Si esto es así en el caso de los ascetas, ¿qué decir de nosotros, meros mortales que nos vemos forzados a vivir en la vorágine del mundo cotidiano un día tras otro?

Siddhartha comienza a darse cuenta que quizá el problema esté precisamente en la misma inquietud que les llevó a lanzarse al camino en primer lugar:

He empleado mucho tiempo en aprender, Govinda —y aún lo sigo haciendo—, que no se puede aprender nada. Creo que, en realidad, aquello que llamamos "aprender" no existe. Sólo hay un conocimiento que está en todas partes, amigo mío, y es el Atmán. Se halla en mí, en ti, y en cada ser. Y empiezo a creer que este conocimiento no tiene peor enemigo que que el querer saber, que el aprender.

(Herman Hesse: Siddhartha, p. 32)

Estas afirmaciones se parecen bastante, creo, a la creencia budista según la cual la naturaleza del Buda se encuentra en realidad dentro de todo lo que nos rodea. El Buda no es un ser particular, sino más bien una naturaleza que lo engloba todo, una especie de soplo vital dentro de todo lo que existe. En ese sentido, estas afirmaciones engarzan perfectamente con la idea expuesta en la cita anterior. Si la verdad se encuentra dentro de todos y cada uno de nosotros... más aún, si existe dentro de cualquier partícula que existe dentro del cosmos, el conocimiento entonces está al alcance de todos. Lo mismo puede llegar a él un asceta que un sacerdote, un rey que un militar, un profesor que un barrendero, un tigre que un árbol.

Siddhartha y su amigo Govinda, pues, abandonan a los samanas con quienes vivían y comienzan a caminar sin un rumbo determinado. Pronto oyen hablar de un tal Buda, a quienes muchos consideran auténticamente iluminado. Govinda se decide a seguir sus pasos y se une a su comunidad de peregrinos. Siddharta, sin embargo, no está convencido del todo. Como le explica al Buda mismo durante una conversación:

No te enfades conmigo, oh Sublime (...). No te he hablado así para discutir contigo ni para provocar una disputa de orden terminológico. Tienes razón, sin duda, al decir que poco importan las palabras. Mas permíteme añadir otra cosa: no he dudado un solo instante de que fueras Buda y hubieras alcanzado ya la meta suprema a la que aspiran tantos miles de brahmanes e hijos de brahmanes. Has logrado liberarte de la muerte. Y esta liberación, producto de las búsquedas que llevaste a cabo en tu propio camino, la has conseguido a través del pensamiento, la meditación, el conocimiento y la iluminación. ¡No a través de una doctrina! En mi opinión, oh Sublime, nadie accede a la liberación a través de una doctrina. ¡A nadie, oh Venerable, podrás comunicarle con palabras y mediante una doctrina lo que te ocurrió en el instante mismo de tu Iluminación! Muchas cosas contiene la doctrina de Buda, el Iluminado, y a muchos les enseña a vivir honestamente y evitar el mal. Pero hay algo que esta doctrina tan clara y respetable no contiene: el secreto de lo que el Sublime mismo ha vivido, él solo entre centenares de miles de seres humanos. Eso es lo que pensé y saqué en claro al escuchar tu doctrina. Y es al mismo tiempo la razón por la que seguiré mis peregrinaciones...; no para buscar otra doctrina que sea mejor, pues sé que no existe, sino para irme alejando de todas las doctrinas y de todos los maestros, y alcanzar yo solo mi objetivo o perecer. Muchas veces, sin embargo, recordaré este día y esta hora en los que me fue dado, oh Sublime, contemplar a un santo.

(Herman Hesse: Siddhartha, pp. 52-54)

He ahí el mensaje mismo no ya de Siddhartha, sino también de otras muchas obras de Hesse: el objetivo no es buscar una doctrina, sino la Verdad misma; y eso solamente podrás hacerlo por ti mismo. Los libros de Hesse son un llamamiento a la vida auténtica. De ahí el atractivo que despierta entre los jóvenes que comienzan a abrirse a un mundo que, sin duda, les parece lleno de hipocresía y falsedad. Un mundo que les pide (¡les exige incluso!) entregarse a lo superficial y, sobre todo, aprender a hablar y comportarse con la doblez que requieren los negocios. ¿Cómo alcanzar, si no, el éxito, en un mundo tan falso y material?

Al finalizar la primera parte del libro, por tanto, Siddhartha y su fiel amigo Govinda deciden seguir caminos bien diferentes. Govinda dedicará el resto de su vida a la comunidad budista, en tanto que Siddhartha, en lugar de unirse a su heterónimo (¡paradoja!), prefiere seguir su búsqueda, ahora en solitario. Y, sin embargo, lo primero que hace Siddhartha es entrar en contacto con Kamala, una atractiva mujer de un pueblo cercano que ha dedicado su vida a la sensualidad y el lujo, y vivir entre aquellos que él mismo llamaba con cierto desprecio "niños-hombre". Aquí, Hesse, conecta directamente con lo que fue un tema más o menos permanente en su literatura, esto es, la idea de que la mejor forma de vivir es hacerlo en toda su plenitud, lo que quizá implique conocer la experiencia del rico hombre de negocios no menos que la del pordiosero. En este sentido, Hesse no cae en el romanticismo tradicional de quienes creen ver mayor autenticidad en la pobreza que en la riqueza, sino que prefiere apostar por el todo. Lo suyo era, por así decirlo, una aproximación holística al problema de la vida, evitando caer en dualidades limitadoras. Se trata de la misma línea de pensamiento que seguiría en Narciso y Goldmundo. Hesse parece estar auténticamente convencido de que no hay un único camino que lleve a la liberación.

No obstante, del tiempo que compartió con los samanas le queda una enseñanza que, aunque pueda parecer más bien inútil en el mundo de la vida cotidiana, fue de buen provecho a Siddhartha. Según explica él mismo, con los samanas aprendió a pensar, esperar y ayunar. Y, como poco después explica a Kamala, todo ello puede llegar a ser bien útil:

...si arrojas una piedra al agua, se precipitará hasta el fondo por el camino más rápido. Lo mismo le ocurre a Siddhartha cuando se propone alcanzar una meta: Siddhartha no hace nada: espera, medita, ayuna, pero atraviesa las cosas del mundo como la piedra, el agua, sin hacer nada, sin moverse, dejándose atraer, dejándose caer

(Herman Hesse: Siddhartha, pp. 89-90)

Se trata, en realidad, de la misma actitud que predicara Lao Tsé.

Pero, después de los excesos de una vida dedicada al goce carnal, él mismo se da cuenta de que el materialismo también tiene sus limitaciones y vuelve a emprender su camino. Al poco de lanzarse otra vez por los polvorientos caminos de la India, se encuentra nuevamente con un barquero que, en su tranquilidad y falta de ambición, sí que parece haber encontrado la sabiduría. Siddhartha, tomando como modelo el río, también parece llegar ahora a su madurez intelectual. Entre otras cosas, aprende lo relativo que puede llegar a ser el tiempo:

— ¿También a ti te enseñó el río aquel secreto: que el tiempo no existe?

Una clara sonrisa iluminó el rostro de Vasudeva:

— Sí, Siddhartha —repuso—. Te estarás refiriendo sin duda a lo siguiente: que el río está a la vez en todas partes, en su origen y en su desembocadura, en la cascada, alrededor de la barca, en los rápidos, en el mar, en la montaña, en todas partes simultáneamente, y que para él no existe más que el presente, sin la menor sombra de pasado o de futuro.

— Así es —dijo Siddhartha—. Y cuando me lo enseñó, me puse a contemplar mi vida y advertí que ella también era un río y que nada real, sino tan sólo sombras, separan al Siddhartha niño del Siddhartha hombre y del Siddhartha anciano. Las encarnaciones anteriores de Siddhartha tampoco eran un pasado, como su muerte y su retorno a Brahma no serán ningún futuro. Nada ha sido ni será; todo es, todo tiene una esencia y un presente.

(Herman Hesse: Siddhartha, p. 151)

En su nueva actividad, como ayudante del barquero, a su vez, aprovecha también el aprendizaje de sus años de entrega a los placeres mundanos, que también fueron provechosos para llenarle de tolerancia y comprensión hacia los demás:

Pues ahora veía a los hombres con otros ojos: quizá con menos altivez e inteligencia que antes, pero en cambio con más calor, curiosidad e interés. Cuando transportaba viajeros comunes y corrientes —hombres niños, mercaderes, guerreros, mujeres del pueblo—, ya no los sentía tan lejanos como antes: los comprendía, comprendía y compartía su existencia no guiada por ideas u opiniones, sino exclusivamente por instintos y deseos, y se sentía uno de ellos. Aunque se hallara próximo a la perfección y aún se resintiera de su última herida, tuvo la impresión de que esos hombres niños eran sus hermanos; sus vanidades, deseos y absurdos caprichos habían dejado de ser ridículos a los ojos de Siddhartha. Sí, le parecían comprensibles y dignos de estimación e incluso de respeto. El amor ciego de una madre por su hijo, el orgullo insensato y ciego de un padre presumido por su único hijito, el afán desenfrenado e incondicional de una joven frívola por adornarse y atraer las miradas admirativas de los hombres, todo estos impulsos, todas estas chiquilladas, todos estos instintos y apetitos simples y necios, pero increíblemente fuertes y llenos de vida, de una eficacia intensísima, todas estas cosas no eran ya para Siddhartha simples chiquilladas. Se dio cuenta de que los hombres vivían por ellas: por ellas los veía realizar proezas gigantescas, hacer viajes, declarar guerras, sufrir padecimientos infinitos, soportar toda suerte de fatigas; y justamente por eso ahora podía amarlos; en cada uno de sus actos y de sus pasiones descubría la vida, lo animado, lo indestructible, el Brahma. Dignos de amor y admiración eran estos hombres por su ciega fidelidad, por su fuerza y tenacidad no menos ciegas. Nada les faltaba. El sabio o el pensador sólo les aventajaba en un detalle único e insignificante: la conciencia, la concepción de la unidad de todo lo viviente. Y el mismo Siddhartha llegaba a preguntarse a veces si este conocimiento, si esta concepción eran realmente tan valiosos como se creía, si no serían a su vez una chiquillada de los hombres pensantes, de los hombres niños pensantes. En todo lo demás los hombres mundanos eran iguales a los sabios y a menudo hasta muy superiores a ellos, del mismo modo que los animales, dada la seguridad infalible con que cumplen ciertos actos dictados por la necesidad, pueden parecer, en muchos casos, superior a los hombres.

(Herman Hesse: Siddhartha, p. 181-183)

Finalmente, en el último capítulo de libro, Siddhartha y Govinda vuelven a encontrarse. Y, paradójicamente, aunque Govinda pareciera encontrar lo que estaba buscando ya en el momento en que se decidió a seguir al Buda mientras que Siddhartha, creíamos todos, jamás se sentiría satisfecho con nada de lo que encontrase, ahora, acercándose al final de sus vidas, parece más bien que fue al revés:

Cuando alguien busca —dijo Siddhartha—, suele ocurrir que sus ojos sólo ven aquello que anda buscando, y ya no logra encontrar nada ni se vuelve receptivo a nada porque sólo piensa en lo que busca, porque tiene un objetivo y se halla poseído por él. Buscar significa tener un objetivo. Pero encontrar significa ser libre, estar abierto, carecer de objetivos. Tú, honorable, quizás seas de verdad un buscador, pues al perseguir tu objetivo no ves muchas cosas que tienes a la vista.

(Herman Hesse: Siddhartha, p. 194-195)

Además, por si ello fuera poco, Siddhartha explica a su amigo que la auténtica sabiduría es prácticamente imposible de transmitir a nadie. Por el contrario, se trata de algo que hay que vivir en primera persona.

Siddhartha respondió:

— He tenido ideas, sí, e incluso conocimientos de forma esporádica. A veces, durante una hora o por un día, he sentido el saber en mi interior tal y como uno siente la vida en su corazón. Eran muchas ideas, pero me sería difícil comunicártelas. Mira, Govinda, ésta es una de las ideas que he encontrado: la sabiduría no es comunicable. La sabiduría que un sabio intenta comunicar a otros suena siempre a locura.

— ¿Estás bromeando? —preguntó Govinda.

— No bromeo. Te digo lo que he encontrado. El saber puede comunicarse, pero la sabiduría no. Es posible encontrarla, vivirla, dejarse llevar por ella y hasta hacer milagros con ella, pero comunicarla y enseñarla es imposible. Esto es lo que ya de joven presentía, lo que me alejó de los maestros. También he encontrado otra idea que acaso tú, Govinda, vuelvas a tomar por broma o por locura, pero que es la mejor de todas mis ideas. Héla aquí: lo contrario de toda verdad es también verdadero. Me explico: una verdad sólo se puede enunciar y traducir en palabras cuando es unilateral. Y unilateral es todo cuanto puede concebirse con ideas y expresarse con palabras: es todo unilateral, todo mitad, todo desprovisto de totalidad, de redondez, de unidad. Cuando el sublime Gotama hablaba del mundo en sus prédicas, tenía que dividirlo en sansara y en nirvana, en ilusión y en verdad, en sufrimiento y en liberación. Imposible hacerlo de otro modo, no hay otro camino para quien quiera enseñar. Pero el mundo en sí mismo, lo que existe a nuestro alrededor y dentro de nosotros mismos, nunca es unilateral. Nunca un hombre o una acción cualquiera es del todo sansara o del todo nirvana; nunca un hombre es totalmente santo o totalmente pecador. Nos parece que así fuera, porque vivimos bajo la ilusión de que el tiempo es algo real. El tiempo no es real, Govinda, y esto es algo que he experimentado repetidas veces. Y si el tiempo no es real, la distancia que parece mediar entre el mundo y la eternidad, entre el sufrimiento y la bienaventuranza, entre el bien y el mal, es también una ilusión.

(Herman Hesse: Siddhartha, p. 197-199)

Ésta es la sabiduría que comparte Siddhartha cuando se encuentra ya al final de su vida, cerca de enfrentarse a la muerte. Se trata, al igual que en otros libros de Hesse, de una sabiduría tolerante con los demás, que huye del dogmatismo, del sectarismo, que evita institucionalizarse en iglesias y rituales, acercándose mucho más a la idea secular de filosofía perenne que a cualquier religión conocida.

¿Merece la pena leer Siddhartha? Como sucede con otras obras de Hesse, lo recomendaría sin dudarlo un instante. Eso sí, advertiría que no se trata de una gran obra de la literatura universal, que su estilo puede atragantársenos en ocasiones al recordarnos demasiado a la verborrea pretenciosa de la New Age y que sus personajes son más bien planos y estereotípicos. El libro no contiene necesariamente la respuesta a las preguntas que pueda hacerse el lector sobre el sentido de la existencia, pero es fácil de leer y, al mismo tiempo, nos hace plantearnos ciertos temas que no solemos considerar en nuestra vida diaria. Sólo por ello merece quizá la pena.


Factor entretenimiento: 6/10
Factor artístico: 6/10