Narciso y Goldmundo
Hermann Hesse
Edhasa, Barcelona (España), marzo de 2007 (1957)
360 páginas.

El amor a Dios —dijo pausadamente, escogiendo las palabras— no siempre se identifica con el amor del bien. ¡Ah, si eso fuera tan sencillo! Lo bueno, según sabemos, se contiene en los mandamientos. Mas debes saber que Dios no está tan sólo en los mandamientos, que ellos no son sino una mínima parte de Él. Puedes observar los mandamientos y estar, sin embargo, muy lejos de Dios.

(Hermann Hesse: Narciso y Goldmundo, p. 42)

Así es —prosiguió Narciso&mdashl. Las naturalezas de tu tipo, los que tienen sentidos fuertes y finos, los iluminados, los soñadores, poetas, amantes, son, casi siempre, superiores a nosotros, los hombres de cabeza. Vuestra raíz es maternal. Vivís de modo pleno, poseéis la fuerza del amor y de la intuición. Nosotros, los hombres de intelecto, aunque a menudo parecemos conduciros y regiros, no vivimos plenamente sino de modo seco y descarnado. Es vuestra la plenitud de la vida, el jugo de los frutos, el jardín del amor, la maravillosa región del arte. Vuestra patria es la tierra y la nuestra la idea. El peligro que os acecha es el de ahogaros en el mundo sensual; a nosotros nos amenaza el de asfixiarnos en un recinto sin aire. Tú eres artista y yo pensador. Tú duermes en el regazo de la madre y yo velo en el desierto. Para mí brilla el sol y para ti la luna y las estrellas; tú sueñas con muchachas y yo con mancebos...

(Hermann Hesse: Narciso y Goldmundo, p. 57)

Sobre la importancia que parece dar Narciso a las letras y su interpretación:

—Les doy mucha importancia —declaró Narciso tristemente—. Son letras mágicas con las que pueden conjurarse todos los demonios. Mas, sin duda, resultan inadecuadas para el ejercicio de las ciencias. El espíritu gusta de lo consciente y estructurado, y no se confía en sus símbolos; gusta de lo que es y no de lo que deviene, de lo real y no de lo posible. No tolera que una omega se convierta en una serpiente o en un ave. El espíritu no puede vivir en la naturaleza, sino sólo contra ella, como su contrario. ¿Te convences ahora de que tengo razón cuando digo que jamás serás un erudito?

(Hermann Hesse: Narciso y Goldmundo, p. 76)

En su opinión, el amor y el goce carnal eran lo único que podía dar calor y valor a la vida. Desconocía la ambición y para él era lo mismo ser obispo que mendigo; el lucro y la posesión de bienes no le atraían, los despreciaba, no hubiese hecho por ellos el menor sacrificio y despilfarraba sin cuidado el dinero que a veces ganaba en abundancia. El amor de las mujeres y el juego de los sexos estaba, para él, por encima de todo, y su propensión a la tristeza y al hastío provenía, en el fondo, del conocimiento del carácter huidizo y transitorio de la carnalidad. El rápido, fugaz, maravilloso entendimiento del deleite amoroso, su fuego breve y abrasador, su rápido apagarse... Todo esto le parecía contener la raíz de toda experiencia, todo esto se convirtió para él en símbolo de toda la alegría y de todo el dolor de la vida. Podía entregarse a aquella tristeza y a aquel espanto de la transitoriedad con el mismo fervor que al amor, y esa melancolía era también amor, era también carnalidad. Así como el goce erótico, en el instante de su máxima y más dichosa tensión, sabe que inmediatamente después se desvanecerá y morirá de nuevo, así también la íntima soledady la melancolía sabían que serían tragados súbitamente por el deseo, por una nueva entrega a la faceta luminosa de la vida. La muerte y la carnalidad eran la misma cosa. A la Madre de la vida podía llamársela amor o deleite, y también podía llamársela tumba y pudrición. La Madre era Eva, era la fuente de la felicidad y la fuente de la muerte, paría eternamente, mataba eternamente; en ella se identificaban el amor y la crueldad y si figura se fue convirtiendo para él en metáfora y símbolo santo a medida que era mayor el tiempo que en sí la llevaba.

(Hermann Hesse: Narciso y Goldmundo, pp. 194-195)

La infantilidad de la vida errante, su raíz materna, su alejamiento de la ley y el espíritu, su abandono y su escondida, constante cercanía de la muerte habían penetrado hondamente, desde hacía tiempo, en el alma de Goldmundo y le había impreso su sello. El que, con todo, vivieran en él espíritu y voluntad, el que con todo, fuera un artista, hacír;a su vida más rica y más difícil. Toda vida se enriquece y florece con la división y la oposición. ¿Qué serían la razón y la mesura sin la experiencia de la embriaguez, qué sería el placer de los sentidos si no estuviera tras ellos la muerte, y qué sería el amor sin la eterna enemistad mortal de los sexos?

(Hermann Hesse: Narciso y Goldmundo, p. 222)

¡Ah, y, sin embargo, la vida sólo tenía un sentido si cabía alcanzar ambas cosas a la vez, si no se veía escindida por esa tajante oposición! ¡Crear sin tener que pagar por ello el precio de vivir! ¡Vivir sin tener que renunciar a la nobleza del crear! ¿Por ventura no era posible?

¿Quizás había hombres a los que era dado realizar tal cosa? ¿Quizás había maridos y padres de familia en quienes la fidelidad no hacía perder el placer de los sentidos? ¿Quizás había sedentarios a los que la ausencia de libertad y peligros no resecaba el corazón? Quizá. Pero aún no había visto a ninguno.

Antojábase que toda existencia se asentaba en la dualidad, en los contrastes; se era mujer u hombre, vagabundo o burgués, razonable o emotivo; en ninguna parte era posible, a la vez, inspirar y espirar, ser hombre y mujer, gozar de libertad y de orden, guiarse por el instinto y por el espíritu; siempre había que pagar lo uno con la pérdida de lo otro y siempre era tan importante y apetecible lo uno como lo otro. En esto tal vez nos llevasen ventaja las mujeres. La naturaleza les había hecho de tal suerte que en ellas el placer daba por sí mismo su fruto y de la dicha amorosa venía el hijo. En el hombre, en lugar de esa sencilla fertilidad se hallaba el eterno anhelo. ¿Acaso Dios, que así lo había creado todo, era malo o enemigo, y se burlaba despiadadamente de su propia creación? No, no podía ser malo pues había creado los corzos y los ciervos, los peces y las aves, las flores, las estaciones. Mas esa grieta atravesaba de parte a parte toda su creación, ya porque ésta fuese fallida e imperfecta, ya porque Dios persiguiese con esa laguna y anhelo de la humana existencia determinados propósitos, ya porque debiera verse en ello la simiente del demonio, el pecado original. Pero ¿por qué ese anhelo e insuficiencia habían de ser pecado? ¿No nacía de ahí todo lo hermoso y santo que el hombre había creado y que devolvía a Dios como agradecida ofrenda?

(Hermann Hesse: Narciso y Goldmundo, pp. 283-284)

Sobre arte:

... El verdadero modelo de una buena obra de arte no es nunca una forma real y viviente, aunque ésta pueda ser su motivo. El modelo auténtico no es de carne y sanre sino espiritual. Es una imagen que mora en el alma del artista. También en mí, Narciso, moran y viven imágenes de ésas, las que espero un día representar y mostrártelas.

(Hermann Hesse: Narciso y Goldmundo, p. 311)

— Mucho me agrada que hagas preguntas —dijo Narciso; y prosiguió—: No hay duda que es posible pensar sin representaciones. El pensar nada tiene que ver con las representaciones. No se piensa mediante imágenes sino con conceptos y fórmulas. Y, justamente, allí donde terminan las imágenes empieza la filosofía. Sobre esto, precisamente, hemos discutido a menudo en nuestra mocedad: para ti el mundo está formado de imágenes, para míde conceptos. Decíate entonces que no tenías madera de pensador, y también te decía que eso no suponía una mengua porque, en cambio, dominas en el reino de las imágenes. Voy a explicáretelo. Si en vez de correr mundo te hubieses hecho un pensador, habrías podido causar mucho daño. Hubieses sido un místico. Los místicos, para decirlo en forma breve y un tanto burda, son aquellos pensadores que no pueden emanciparse de las representaciones, por cuya razón no son, en realidad, pensadores. Son artistas encubiertos: poetas sin versos; pintores sin pinceles, músicos sin notas. Hay entre ellos espíritus nobles y bien dotados, pero todos, sin excepción, son desgraciados. Tal hubieses podido ser tú. Y, en vez de eso, te has hecho, por suerte, artista, y has dominado el mundo de las imágenes, en el que puedes ser creador y señor, en vez de verte atascado y paralizado, como pensador en lo insuficiente.

— Temo —declaró Goldmundo— que nunca consiga formarme una idea de tu mundo mental, donde se piensa sin representaciones.

— Ah sí, lo lograrás fácilmente. Escucha: el pensador trata de conocer y representar la esencia del mundo por medio de la lógica. Sabe que nuestra razón y su instrumento, la lógica, son medios imperfectos... de igual modo que un artista de talento sabe muy bien que su pincel o su cincel jamás podrán reflejar, de modo cabal, el ser glorioso de un ángel o de un santo. Con todo eso, entrambos, el pensador y el artista, intentan le empresa, cada cual a su modo. No pueden dejar de hacerlo. Pues cuando un hombre procura realizarse, utilizando las dotes que le concedió la naturaleza, lleva a cabo lo más elevado y lo único realmente lleno de sentido de cuanto puede hacer. Por eso te repetía antaño frecuentemente que no trataras de contrahecer el pensador o el asceta, sino que fueras tú mismo, que buscaras realizarte a ti mismo.

(Hermann Hesse: Narciso y Goldmundo, pp. 320-322)

— Muchas cosas aprendo de ti, Goldmundo. Estoy empezando a comprender lo que es el arte. Antes me parecía que, en comparación con el pensar y la ciencia, no había que tomarlo enteramente en serio. Mi punto de vista era, sobre poco más o menos, el siguiente: puesto que el hombre es una mezcla incierta de materia y espíritu, puesto que el espíritu le abre el conocimiento de lo eterno mientras que la materia tira de él hacia abajo y lo encadena a lo perecedero, debe esforzarse por huir de los sentidos hacia lo espiritual a fin de elevar su vida y darle un sentido. Es verdad que yo pretendía, por costumbre, tener en gran estima el arte, mas, en realidad, me mostraba altivo y lo desdeñaba. Ahora veo con claridad, por vez primera, que hay muchos caminos para el conocimiento y que el del espíritu no es el único y acaso no sea el mejor. Es mi camino, ciertamente, y en él me mantendré. Pero veo que tú, por el camino opuesto, por el de los sentidos, llegas a captar con igual hondura que los más de los pensadores el misterio del ser y a expresarlo de un modo más vivo.

— ¿Te explicas, pues, ahora —declaró Goldmundo—, que yo no acierte a comprender cómo puede pensarse sin representaciones?

— Tiempo hace que me lo he explicado. Nuestro pensar es un constante abstraer, un apartar la mirada de lo sensorial, un intento de edificar un mundo puramente espiritual. En cambio tú pones todo tu interés en lo mudable y mortal y descubres el sentido del mundo en lo perecedero. No alejas la mirada de lo perecedero, te le entregas, y, con tu entrega, se eleva hasta igualarse a lo eterno. Nosotros, los pensadores, tratamos de acercarnos a Dios separándolo del mundo. Tú te acercas a él amando su creación y volviéndola a crear. Las dos cosas son obra humana e insuficiente, pero el arte es más inocente.

(Hermann Hesse: Narciso y Goldmundo, p. 336-337)

Pero Goldmundo no sólo le había traído riqueza. También lo había vuelto más pobre, más pobre y más débil, y era indudable que había hecho bien en no descubrirse a él. El mundo en que vivía y tenía su hogar, su mundo, su vida conventual, su cargo, su saber, su construcción intelectual, tan bellamente articulada, habíanse visto a menudo fuertemente sacudidos y puestos en tela de juicio por obra del amigo. No había la menor duda: desde el punto de vista del convento, de la razón y la moral, su propia vida era mejor, era más recta, más sólida, ordenada y ejemplar; era una vida de orden y de servicio severo, un permanente sacrificio, un constante esfuerzo hacia la claridad y la justicia; era mucho más pura y mejor que la vida de un artista, vagabundo y seductor de mujeres. Pero contempladas las cosas desde lo alto, desde el punto de vista de Dios... el orden y la disciplina de una vida ejemplar, la renuncia al mundo y a la sensualidad, el apartarse de la suciedad y de la sangre, el consagrarse retraídamente a la filosofía y a la piedad, ¿eran en verdad de más valor que la vida de Goldmundo? ¿Había sido creado realmente el hombre para llevar una vida reglamentada cuyos momentos y quehaceres fuesen determinados a toque de campana? ¿Había sido creado para estudiar a Aristóteles y santo Tomás de Aquino, para aprender griego, para mortificar su carne y huir del mundo? ¿No lo había hecho Dios con sentidos e instintos, con sangrientas tenebrosidades, con capacidad para pecar, para gozar, para desesperarse? En torno a estas cuestiones giraban los pensamientos del abad cuando recordaba a su amigo.

Y tal vez el llevar una vida como la de Goldmundo no fuera tan sólo más inocente y más humano, sino que también, a la postre, fuera más valiente y más grande abandonarse a la violenta confusión y al torbellino, cometer pecados y cargar con sus amargas consecuencias, en vez de llevar una vida pura apartado del mundo, con las manos limpias, y construirse un hermoso jardín intelectual lleno de armonía y pasearse sin pecado entre sus resguardados macizos. Era quizá más difícil, esforzado y noble errar por los bosques y los caminos con los zapatos destrozados, sufrir sol y lluvia, hambre y miseria, jugar con los goces de los sentidos y pagarlos con dolores.

(Hermann Hesse: Narciso y Goldmundo, p. 343-345)


Factor Entretenimiento: 6/10
Factor Artístico: 6/10