De momento, sólo hay unas cuantas citas aquí.
En cuanto a mi ubicación en el ala derecha del Partido Socialista
siempre creí que era un tema de segunda importancia. Muchas de las
propuestas que defendí desde lo que en tiempos se consideraba la
derecha del Partido Socialista son hoy acervo común. Cuando en 1981,
en unas declaraciones, me definí como socialdemócrata no
faltaron compañeros de mi partido y del grupo parlamentario que me
reprocharan no haberme encuadrado en el socialismo, a secas. Cuando,
quince años después, mantengo la misma posición que
entonces, muchos de aquellos compañeros —y algunos hasta amigos
personales— que ahora se definen como socialdemócratas me
cuelgan la etiqueta de "social-liberal".
(pp. 18-19)
Algunos han querido asociar la pérdida de peso relativo de la
actividad industrial en el PIB de los últimos años a este
proceso de apertura económica acelerada (combinado, en algunas
versiones, conuna mayor atención por parte de las autoridades
económicas a la economía financiera que a la "economía
productiva"). La verdad, como veremos, es que los datos no permiten
mantener dicha acusación. En España, como en otros
países cuyas economías ya estaban mucho más globalizada,
ha continuado el descenso de la importancia de la industria, consecuencia en
gran medida de los avances en su productividad y la reducción de la
relación de cambio o precio relativo de los productos industriales
que la misma implica. De hecho, la pérdida de peso de la industria
en la producción nacional —y del empleo industrial
también— fue más intensa en el decenio anterior a la
entrada de España en la Unión Europea que en los siguientes
diez años.
(p. 45)
Compartir un único espacio monetario convertirá nuestros
países en provincias de una potencia económica única
con una política monetaria también única. En ese
contexto no habrá tampoco una política de cambio de la peseta
y la única balanza de pagos relevante será la de la Unión
Europea frente al resto del mundo. La balanza comercial de España
será simplemente un atavismo para mercantilistas, especie que, por
sorprendente que parezca, todavía no se ha extinguido en nuestro
país.
(p. 49)
¿Por qué había de saber el Estado mejor que la
iniciativa privada cuáles eran los sectores de futuro? ¿Quién garantizaba que estábamos eligiendo las actividades "vencedoras"
mejor que lo hacían los inversores privados? ¿Era siquiera
posible, sin introducir una mayor flexibilidad en el ajuste industrial de los
sectores en crisis y una reducción general del proteccionismo, elegir
con fundamento cuáles eran las actividades de futuro sin cometer
grandes errores en la asignación de recursos, dada la distorsión
de precios relativos?
La verdad es que cuando he hecho estas preguntas a mis interlocutores casi
nunca he encontrado una respuesta satisfactoria. Generalmente, nadie sabe
explicar por qué si el sector "x" es un sector de futuro, no hay
suficiente inversión privada para el mismo y debe gozar del apoyo y
la protección de la política industrial del Gobierno.
(p. 57)
España ha sido un país acostumbrado a vivir en un medio
inflacionista. Es cierto que sólo en momentos muy excepcionales,
como en la segunda mitad de los años setenta, el crecimiento de los
precios ha llegado a acelerarse hasta tal punto que amenazara con desembocar
en un proceso hiperinfacionario como los que otros países han conocido a lo largo de su
historia. Pero nunca, en todo el siglo XX, tal acontecimiento ha llegado a
producirse. De manera que, como los consumidores de cualquier tipo de
droga, hemos tenido la dosis necesaria para ir tirando en cada momento sin
que el organismo social resintiera su ausencia, pero no hemos llegado a
"hacer crisis" de la que podríamos haber salido curados para siempre,
después, naturalmente, del obligado y penoso esfuerzo de
desintoxicación.
(p. 125)
Felipe González es, además de un gran comunicador y un
político con una capacidad de liderazgo poco común, un hombre
muy cauto. Su lectura de la historia de España en este siglo le
llevó a pensar que las escasas oportunidades que tuvo la izquierda en
nuestro país no sólo de detentar el poder, sino de aprovechar
sus periodos de Gobierno para imponer en el país una cultura de
solidaridad y tolerancia democrática (aunque la intrasigencia de la
lucha de clases forma también parte innegable de la tradición
de la izquierda española y europea, en general), se echaron a perder
por su infravaloración de las exigencias de una gestión
económica sana y su incapacidad para hacer frente a la responsabilidad
del orden público. Felipe González siempre pensó que
era una desgracia que el purismo izquierdista llevara al socialismo a
imaginar y planificar el gobierno del futuro dejando en manos de la derecha
el gobierno del presente.
Por estas mismas razones consideró el periodo de gobernación
socialista que se iniciaba en 1982 como una etapa especial en la historia de
España que tendría que demostrar, sobre todo, que una izquierda
desprovista de atavismos utópicos podía ayudar a consolidar la
democracia mediante el ejercicio de la alternancia del poder sin que nadie se
sintiera particularmente amenazado o excluido de la vida política y
social. Esa debería ser la primera contriución de los
socialistas en el poder a la convivencia democrática en nuestro
país. Eso significaba que si entraban en conflicto la
armonía social o lo que podía interpretarse como intereses
generales con las preferencias estratégicas y los intereses o
visiones propios del Partido Socialista, eran, en general, estos
últimos los que debían ser sacrificados. Había que
gobernar para todos, salvaguardando la armonía, y no para los
más próximos poniendo en peligro la convivencia.
(p. 145)
La actitud de los padres respecto de los hijos que buscan su primer
trabajo y no lo encuentran —como respecto de los hijos que se supone
que están en la Universidad, pero no avanzan en su carrera— es
cuando menos ambivalente. Por un lado, se quejan de la falta de
oportunidades para sus hijos; por otro, comprenden que rechacen trabajos
que consideran impropios y se muestran dispuestos a apoyar
económicamente a sus hijos mientras siguen buscando trabajo o
continúan avanzando penosamente en sus carreras para conseguir un
título universitario. Piensan seguramente que cuando ellos
—los padres— tenían la edad que ahora tienen sus hijos
ni tuvieron la oportunidad, en algunos casos, de hacer una carrera
universitaria, ni pudieron elegir mediante una espera relativamente
confortable su primer puesto de trabajo y prefieren que sus hijos no tengan
que pasar por la misma situación. De esta manera, con la ayuda de
estas actitudes familiares, la edad media de entrada en el mercado de
trabajo se viene retrasando en los últimos veinte años, no
sólo por el aumento de la escolarización y el alargamiento
de la que es obligatoria, sino también por la comprensión que
muestran los padres hacia los hijos que buscan trabajo y no encuentran el
apropiado.
(p. 187)
Creo que se puede concluir que el efecto de desestimulación que tienen
los impuestos elevados sobre la oferta de trabajo y sobre la iniciativa
inversora y de empresa sería muy reducido si estuviésemos
hablando de una economía cerrada o de un mundo con legislación
fiscal uniforme y en el que no existieran "paraísos fiscales". En el
mundo real, sin embargo, con diferentes sistemas fiscales y libertad de
movimientos de capitales, el efecto puede ser algo mayor aunque, en mi
opinión, relativamente moderado, como ya he dicho. Desde luego, el
riesgo de delocalización de inversiones industriales y financieras
proveniente de las diferencias de rentabilidades de las inversiones a corto
plazo entre países o el que se deriva de la mayor o menor confianza
en la estabilidad de las diferentes monedas o del entorno de rentabilidad
de los negocios en unos y otros lugares es infinitamente mayor que el que
proviene de las diferencias en las presiones tributarias.
(p. 262)
La gran masa del fraude fiscal se encuentra en primer lugar, no porque
necesariamente sea el más importante, en las prácticas
irregulares de empresas pequeñas y medianas, de profesionales
—algunos de ellos muy bien pagados— y de agricultores-propietarios que declaran en el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas unas
bases imponibles menores que las declaradas por los trabajadores por cuenta
ajena, por t´rmino medio.
En segundo lugar, están las relacionadas con la multitud de
pequeñas ventas finales y prestaciones de servicios domésticos
y personales que, siendo de muy difícil detección, no
encuentran demasiadas dificultades para evadir el Impuesto sobre el Valor
Añadido.
En tercer lugar, se encuentran las relacionadas con las plusvalías
provenientes de las transmisiones de bienes inmuebles particularmente, donde
ni siquiera los valores catastrales (generalmente muy inferiores a los
reales) son tenidos en cuenta a la hora de contabilizarlos y declararlos.
Las plusvalías derivadas de las ventas de valores mobiliarios
también cuentan, aunque son algo más difíciles de
ocultar.
Finalmente, en una economía dinámica, hay muchas actividades
que se extinguen a los pocos meses de empezar sin que lleguen a cumplir un
ejercicio fiscal entero y en la que muchas veces la inseguridad de la
consolidación estimula la irregularidad en la contabilidad o en las
contrataciones. Un porcentaje de fraude, quizá no demasiado
importante en el conjunto de la recaudación aunque significativo,
proviene de estas actividades que todavía no se han regularizado o que
no se regularizarán nunca.
(p. 265)
Las dos tentaciones para eludir el grave debate del déficit son bien
conocidas y están también presentes en España. La
izquierda ingenua piensa que el déficit se podría corregir
fácilmente sin reducir el nivel de gasto público luchando
seriamente contra el fraude fiscal. La derecha anarco-liberal cree que
es cuestión de reducir el supuesto despilfarro de las administraciones
públicas y reducir el número de altos cargos en las mismas.
(p. 300)
¿Qué podrá hacer un Gobierno, entonces, en materia
de política económica? Tendrá, en mi opinión,
que centrar su actuación en tres cuestiones. Primero, asignar
eficientemente los recursos públicos —alrededor del 50 por
ciento del PIB—. Segundo, asegurarse de que la obtención de
éstos mediante el sistema tributario no distorsione la
asignación de los recursos privados de la Nación ni entre sus
diversos usos alternativos ni en su dimensión temporal. Tercero,
remover los obstáculos estructurales a la asignación eficiente
de recursos tanto públicos coo privados. Como puede observarse,
no es una tarea despreciable y es muy probable que, cuando el debate
político se centre sobre ella y se aleje de los espejismos de
autonomía de la política económica en una economía
realmente globalizada como es la española, todos podamos beneficiarnos
de sus más prudentes objetivos y sus más exigentes reglas de
discusión.
(p. 347)
El problema con una concepción civilizatoria como la que
suponía el Estado de Bienestar era y es su enorme vis expansiva,
su tendencia a abarcar más y más áreas en la actividad
social y a cubrir mayores colectivos humanos. Ambas cosas han venido
ocurriendo a lo largo de las últimas décadas de manera
aparentemente imparable. Por un lado, el concepto de lo que podía ser
objeto de la solidaridad social ha avanzado enormemente. De otro, los
derechos sociales cubiertos por el Estado de Bienestar se han universalizado.
Admitido el principio de la gratuidad de la educación y el apoyo a la
formación permanente, ¿dónde se detiene su
aplicación? ¿En la mera erradicación del analfabetismo?
¿En la cobertura pública de la educación hasta la
Universidad? Si esto fuera así, ¿qué pasaría
con muchos jóvenes inteligentes que no pudieran pagarse la Universidad?
¡Qué despilfarro de recursos humanos y qué arbitraria
autolimitación de la igualdad de oportunidades repesentaría
detenerse en ese nivel! Y, una vez dentro de la Universidad, ¿por
qué no la investigación universitaria? Pero además la
educación, entendida en su concepción humanista, no se detiene
en la cobertura de unos programas obligatorios. ¿Qué pasa con
la cultura, en términos generales? ¿No contribuiría a
la igualdad de oportunidades y al desarrollo más completo de los
ciudadanos que todos tuvieran la posibilidad de educar su sensibilidad hacia
toda forma de manifestación artística? ¿No
debería el Estado de Bienestar apoyar mediante subvenciones el
desarrollo y la difusión de la cultura musical, teatral,
cinematográfica, literaria, pictórica y escultórica...
al alcance de todos los ciudadanos? Todo esto no se puede hacer sobre
tábula rasa, hay que hacerlo desde la incardinación de
los ciudadanos en su propia historia, desde el desarrollo de su propio
idioma, desde la apreciación de su patrimonio histórico.
¿No debería un Estado sensible apoyar el desarrollo del
idioma, subvencionar el cuidado del mismo por parte de los medios de
comunicación (oral y escrita), restaurar y mantener con fondos
públicos el patrimonio arquitectónico y plástico de la
Nación, subvencionar una amplia red de museos al alcance de todos los
ciudadanos, apoyar financieramente el turismo cultural particularmente de
jóvenes y ancianos...? El mantenimiento de estas señas de
identidad históricas, ¿no exige, en última instancia,
la protección y el desarrollo de las artesanías y oficios que
tanto contribuyeron a su implantación y sin los cuales la
restauración y el mantenimiento parecen imposibles?
Para bien o para mal, por otro lado, las tecnologías de
producción de bienes y servicios y de transmisión y
adquisición de la información cambian muy rápidamente en
el mundo moderno, dejando a un lado como irrecuperable a un porcentaje
importante de la población que por sí sola parece incapaz de
adaptarse a estas modificaciones. ¿No es razonable que se destinen
fondos públicos a programas de formación continua que pueden
paliar estos efectos de marginación?
La mayoría de nuestros conciudadanos responderían
afirmativamente a esta serie de preguntas aunque seguramente muchos de ellos,
entre otros yo mismo, con la provisión de que fuera "dentro de un
orden". Más adelante explicaré qué es lo que el autor,
al menos, quiere decir con esa salvedad.
(pp. 367-368)
Esta universalización ha tenidos dos efectos. Primero, dislocar en su
equilibro financiero sistemas que se habían proyectado sobre la base
de la contribución y que ahora cubren necesidades universales. Segundo,
hacer casi imposible la administración adecuada de sistemas tan
extensos en los que se pierde, por otra parte, la relación entre la
contribución y la contraprestación facilitando el abuso, el
fraude en el uso de los mismos y el despilfarro en los recursos asignados.
De este modo, el desarrollo del Estado de Bienestar ha ido acompañado
de una absorción cada vez mayor de recursos, de una
administración insuficiente de los mismos y, cada vez más, de
una desvirtuación creciente de sus objetivos igualitarios y
redistribuidores conforme sus límites conceptuales se ampliaban y el
ámbito de su aplicación se universalizaba.
(p. 369)
Reducir la universalidad y sustituirla por el principio de necesidad es
algo que legitimaría la actuación del Estado de Bienestar y
estaría en armonía con los sentimientos, más
individualistas y de mayor exigencia ahora que hace algunos años, de
muchos de nuestros conciudadanos. Esto se podría hacer eliminando
muchas de las transferencias "intra-clase" que hoy se producen como
consecuencia de la universalización de los derechos sociales. Dos
ejemplos en España son bien claros, en este sentido: la reforma de la
política de apoyo al acceso a la vivienda propia concentrándola
en los segmentos verdaderamente necesitados y no en las clases medias o la
sustitución del apoyo indiscriminado a la educación universitaria
por una política de becas para los mejores estudiantes más
necesitados económicamente. Considero, sin embargo, que los ahorros
que este tipo de reformas pudieran poducir deberían destinarse a
reducir la presión fiscal para que los perjudicados por la reforma
pudieran verse, al menos, parcialmente compensados. Si se pudiera
contemplar un esquema en que se pusiera en conexión una cosa con otra,
ése sería, sin duda, el mejor expediente.
Respecto de la corrección de la tendencia incrementalista del gasto
social (que, en general, es superior al crecimiento previsible del Producto
Interior Bruto, al menos bajo condiciones de desarrollo lento como las que
hemos conocido en los últimos dos decenios) son varias las cosas que se
pueden hacer. En lo que se refiere a las pensiones públicas de
jubilación, congelar las más elevadas y caminar lentamente hacia
un abanico más estrecho de pensiones con un incremento en el periodo
de cotización necesario para adquirir los derechos. Este esquema
debería complementarse con un incremento de las pensiones no
contributivas en la lucha contra la pobreza en la tercera edad y con la mejora
en el trato fiscal del ahorro dedicado a fondos privados de pensiones (de
carácter complementario). Si el conjunto de estas medidas representara
un ahorro insuficiente, teniendo en cuenta las tendencias inflacionistas
previsiblemente bajas, podrían complementarse con una reducción
ligera (como mucho de medio punto) de la tasa de actualización respecto
de la marcha del Índice de Precios al Consumo durante un periodo
limitado de tiempo.
(pp. 371-372)
En mi opinión, dos son las tareas más urgentes de los
socialdemócratas hoy a la vista de la crisis de su visión del
mundo a la que antes hacía referencia (...). La primera, convertirse
en campeones de la idea de la solidaridad y de los valores colectivos en este
nuevo mundo, pero tratando de compatibilizarla con la nueva y, según
creo, irreversible tendencia a la ampliación del individualismo en
nuestras sociedades. La segunda, cambiar el énfasis en su visión
de la política económica pasando desde la hegemonía del
control macroeconómico y la tendencia a la intervención en los
mercados a convertirse en el principal garante del funcionamiento libre de
los mercados y la asignación eficaz de recursos por encima de las
colusiones de intereses de los oferentes. Las últimas
páginas de este libro están dedicadas a desarrollar estos
dos temas sin que mi insistencia en ellos deba entenderse como menosprecio
a otros aspectos de un programa político de un partidos
socialemócrata (como los temas relacionados con el papel de la mujer
en la sociedad actual, los problemas del medio ambiente, la política
exterior o la configuración del Estado, por destacar algunos
fundamentales) que, sencillamente, no tienen cabida en el enfoque limitado
exclusivamente a la política económica de este libro.
(p. 374)
En esta tarea de enfatizar el valor de lo colectivo en una sociedad
crecientemente individualista se podrán tener más
garantías de éxito si se cumplen las siguientes condiciones
(al menos):
1) La solidaridad no debe representar un desincentivo al esfuerzo y la
iniciativa (o un incentivo a las actituddes contrarias).
2) La solidaridad no puede gravar pesadamente la eficiencia económica
ni poner en peligro el desarrollo.
3) La administración de los recursos dedicados a la solidaridad debe
ser eficiente y transparente. El fraude y las corruptelas no son tolerables
aun cuando puedan beneficirar a los más necesitados.
4) Quienes promueven la solidaridad como uno de los fines político
fundamentales deben proponerse al mismo tiempo como garantes de la
eliminación de los privilegios económicos y sociales que
provienen del pasado.
5) Deben igualmente ofrecer garantías de que no aparecerán
nuevos privilegios, no ya de clase o de dominación social, sino de
poder económico o administrativo. En ese sentido, deben impulsar la
reforma profunda de la Administración pública incrementando la
transparencia de sus procedimientos, por un lado; asegurar la regulación
libre y competitiva de los mercados, por otro (explicando en cada caso
cuál es la razón superior que podría justificar el
abandono de esta regla general) y eliminar, en tanto como sea posible, los
poderes discrecionales (con riesgo de ser utilizados arbitrariamente) de las
administraciones públicas, finalmente.
6) Sin abandonar en ningún caso la lucha contra la pobreza o la
marginación, el apoyo solidario a los más débiles en
la sociedad y, desde luego, la solidaridad intergeneracional a través
de los sistemas de pensiones públicas (complementados, como ya he
dicho, con los privados) la socialdemocracia debe, sin embargo, transmitir
el mensaje de que su principal preocupación es la igualdad de
oportunidades a través del desarrollo de la educación a todos
los iveles y de la asistencia sanitaria universal, programas ambos donde se
debe combinar la gratuidad como regla general con la aportación
personal, según el nivel de necesidad, en algunos casos.
(pp. 381-382)
Mi insistencia en el problema del desempleo no es tan sólo por la
preocupación que a todos nos producen las consecuencias sociales del
mismo, sino por dos razones adicionales: primera, porque su existencia es el
fenómeno más asimétrico respecto de la media europea
del comportamiento de nuestra economía. Segunda, porque si el
problema del paro se redujera al nivel ya muy grave que existe en Europa,
la renta per cápita española se aproximaría al
90 por ciento de la media europea (en vez del 78 por ciento que ahora
representa) lo que implicaría un gran avance en materia de
convergencia real.
(p. 385)
En mi opinión, el nuevo enfoque de la política económica
socialdemócrata debe dejar de enfatizar el manejo macroeconómico,
que no va a estar en general al alcance del Gobierno españo, una vez
dentro de la Unión Montetaria Europea, y fijar su atención en las
reformas de mercados e instituciones que permiten aumentar el empleo y reducir
el paro, flexibilizar el funcionamiento de nuestra economía y hacerla
mucho más ágil, lo que permitirá reducir el coste de
ajuste de las reasignaciones de recursos que los procesos de
globalización económica e inetgración financiera
internacional seguirán imponiendo en el futuro, sin perder de vista,
como ya he explicado, los principios de solidaridad y lucha contra la
marginación.
(p. 390)
En algún sentido hoy nos encontramos ante un dilema semejante, pero
en circunstancias históricas bien distinas. Si en los años
treinta, a la vista de las pavorosas consecuencias del desempleo, no era
difícil señalar a éste como la principal desigualdad
social, hoy, dado que su impacto en nuestra sociedad está atemperado
en gran medida por la solidaridad familiar y el Estado de Bienestar es
más difícil que los ciudadanos lo perciban tan claramente como
entonces. Si en la Gran Depresión las fórmulas para resolver
este problema —política fiscal con elevados déficit o
política monetaria expansiva con bajos tipos de interés—
no atentaban contra los intereses de ningún grupo de ciudadanos de
manera clara (excepto que condujeran a una inflación, situación
inimaginable cuando precios y salarios venían cayendo desde 1929) y tan
sólo enfrentaban el temor que produce en las cúpulas
políticas e intelectuales la heterodoxia, en la actualidad, disminuidas
las posibilidades de un uso efectivo de la política
macroeconómica para reducir el desempleo, las fórmulas que deben
ensayarse de reforma estructural del merado de trasbajo y de
reconsideración de algunos aspectos derivados del funcionamiento del
Estado de Bienestar, no sólo son, en el nivel de nuestros conocimientos,
tan arriesgadas como parecieron a muchos las fórmulas keynesianas en
su tiempo, sino que además ponen en peligro los derechos y las
expectativas de derechos de muchos ciudaanos, lo que dificulta enormemente su
adopción en una sociedad democráica.
(pp. 391-392)
Factor entretenimiento: 4/10
Factor intelectual: 6/10