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{Versión original: 18 Agosto 2005}
{Última actualización: 9 Octubre 2005} |
El mero hecho de plantearse la posibilidad de repensar el marxismo hoy en día no puede ser recibido sino con sacrasmo e incredulidad. No parece posible siquiera considerar que ninguna de las ideas de Marx y sus seguidores pueda tener aplicación alguna en un mundo donde, al menos en apariencia, la clase media no ha hecho sino crecer imparablemente, el nivel de riqueza medio está a años luz de la progresiva depauperación de las masas que predijera el cascarrabias de Tréveris y los llamados países del socialismo real desaparecieron estrepitosamente de la faz de la Tierra con la caída del muro de Berlín en 1989. Salvo un puñado de nostálgicos empeñados en defender la Cuba de Fidel Castro, son pocos hoy quienes se arriesgan a ser vistos con un libro de Marx en las manos, y hasta la China de Mao aplica políticas neoliberales por más que aún ondee la bandera roja durante las grandes manifestaciones y congresos. Así pues, pareciera que la obra de Marx y sus seguidores bien poco tiene que aportarnos hoy. O, al menos, eso nos dice el discurso oficial imperante. Ahora bien, como suele suceder, este discurso generalmente aceptado se nos muestra como intrínsecamente ideológico y simplificador en cuanto reflexionamos sobre sus consecuencias. Resulta que las mismas instancias de poder que predican el pluralismo y repiten hasta la saciedad el mantra de la tolerancia, los mismos medios que se esfuerzan en hacernos ver la necesidad de abrir el debate político a un "amplio abanico de opiniones" para así facilitar la búsqueda de soluciones, no se lo piensan dos veces antes de descartar ya de entrada a los portavoces de ciertas y molestas corrientes sociales. En otras palabras, pluralismo sí, pero siempre y cuando se circunscriba a los propios límites del sistema. Cualquier alternativa seria que intente siquiera plantearnos la posibilidad de una sociedad fuera de lo realmente existente se interpreta automáticamente como utópica o descabellada (lo primero, obviamente, lo es por definición; lo segundo, suele implicarse como algo intrínseco a lo primero, construyendo así una visión del mundo de esencia cuasi-totalitaria). Llegamos, de este modo, a las diversas teorías del fin de la Historia y a la afirmación supuestamente irrebatible de que la democracia liberal (y, por descontado, el sistema económico de libre mercado al cual se asocia ineluctablemente) supone el estadio último de desarrollo de la Humanidad, por lo que a partir de ahora sólo queda expandir la lógica capitalista por todo el globo. La paradoja, por supuesto, es que quienes ayer criticaran el marxismo precisamente por su pretendida interpretación determinista de la Historia, clara expresión (se nos decía entonces, hace apenas unos cuantos años) del espíritu totalizante que subyacía a sus postulados filosóficos, hoy nos repiten una y otra vez que no hay más opción que replegarse a aceptar el status quo capitalista. Poco tiene de extrañar, pues, que sea precisamente en este contexto en el que estemos asistiendo a una seria crisis de legimitidad de lo político. ¿Es que puede sorprender a alguien que, enfrentados a la opción entre lo malo y lo peor los ciudadanos opten simplemente por quedarse en sus casas y olvidarse de participar en política? Cuando las luminarias del credo liberal no paran de decirnos una y otra vez que no hay alternativa, no puede sorprender a nadie que se extiendan entre la sociedad sentimientos de impotencia y desencanto. En estas circunstancias, la renuncia a Marx equivale a la renuncia a los mundos posibles y comulgar con las ruedas de molino de una sociedad a la deriva. Pero, ¿qué marxismo debemos repensar? Tras la caída del muro, el viejo marxismo soviético tiene, con razón, bien poca credibilidad. El estalinismo sólo ofrece un dogmatismo acartonado de cataquesis, la imposición de un totalitarismo despiadado en nombre de la dictadura del proletariado y las recetas fallidas del socialismo en un solo país. El marxismo-leninismo, por su parte, siempre estuvo demasiado supeditado a las condiciones sociales concretas de la Rusia de principios del siglo XX, aunque quizás en algunos aspectos tácticos todavía pueda ser aplicable. Lo mismo puede decirse de sus variantes maoísta y trotskista, de las cuales podemos salvar, si acaso, algunos elementos de la última. ¿Y qué decir del marxismo occidental con su larga ristra de "grandes nombres" (Lukács, Korsch, Gramsci, los pensadores de la Escuela de Frankfurt, Jean-Paul Sartre o Althusser? ¿Acaso no hay nada que podamos usar en sus análisis? En este caso, tal y como advirtiera Perry Anderson, el problema no es la rigidez del llamado marxismo occidental, sino más bien su extraordinario nivel de abstracción. Una vez abandonada la conexión entre teoría y praxis que tan maravillosamente combinara Marx, una vez cercenada a todos los efectos la conexión con la clase obrera y sus realidades objetivas, los pensadores marxistas occidentales no pasaron de ser meros teóricos, académicos en su torre de marfil empeñados en construir bellos modelos revolucionarios [1]. De ahí a la orgía de lirismo y estilo que caracteriza a los pensadores postmodernos sólo había un paso: el que separa el activismo político militante de la simple retórica cuasi revolucionaria, la rebeldía de salón de té, el nihilismo más ramplón, en definitiva. En otras palabras, la alternativa al liberalismo reinante parece reducirse al chato reformismo socialdemócrata, cada vez más limitado a simples retoques para humanizar los engranajes del capitalismo (y, por consiguiente, cada vez más difícil de distinguir del modelo único reinante, sobre todo a raíz de la ofensiva conservadora de los años ochenta), y el estéril izquierdismo puramente retórico y de pose. ¿Merece la pena, entonces, repensar el marxismo? Quizás el problema esté, precisamente, en la pregunta. A la hora de repensar una filosofía, merece la pena volver a las fuentes para reinterpretar desde su mismo nacimiento, en lugar de perderse por entre el enmarañado paisaje de ramificaciones a que todo gran pensamiento suele dar lugar. Y cuidado, porque esto no quiere decir que hayamos de ignorar las aportaciones de otros tantos pensadores de menor calado que vinieron después del gran genio, pues también de éstos podemos tomar casi siempre algún que otro hilo de argumentación, alguna que otra fructífera inspiración. En todo caso, no queda más remedio que volver a las fuentes originales del marxismo (esto es, al propio Marx) para, a partir de ahí, ver cómo y hasta qué punto su filosofía todavía puede ser relevante para transformar nuestra sociedad en el siglo XXI. Se trata, en este sentido, de una actitud poco contemporánea y nada a la page, pues si algo caracteriza a esta época de inmediatismo e imperio de la moda es el rechazo absoluto a los clásicos, convertidos en sinónimo de abotargamiento, tradicionalismo, dogmatismo reaccionario y, aún peor, muestra evidente de no estar en la onda [2]. ¿Y por qué repensar a Marx en lugar de construir un nuevo edificio desde los propios cimientos, una nueva filosofía sin relación con los fracasos del pasado? Mucho me temo que se trate, ni más ni menos, que de pura pereza intelectual. ¿Para qué reinventar la rueda si la que ya tenemos aún nos puede servir con algunos retoques? Intentemos primero beber de las fuentes del viejo Marx y, después, si nos quedamos cortos, entonces podremos hacer un intento de construir un nuevo edificio partiendo desde cero. En fin, para qué engañarse, no sería fácil encontrar a alguien en nuestros días con la capacidad intelectual y la clara visión a largo plazo de Karl Marx. Yo, desde luego, no me considero capacitado para ello. Pero, eso sí, evitemos las interpretaciones de catecismo acartonado. Marx ha de ser un filósofo vivo, un filósofo de la praxis, o no es nada en absoluto. De ahí que, me parece, la única solución posible que nos queda sea actuar "de francotirador", como afirma Daniel Bensaïd:
Así pues, ¡comencemos nuestra labor! Bibliografía
Notas
[1] Perry Anderson: Considerations on Western Marxism. Verso. Londres, Reino Unido (1979). Y si alguien puede entender la perorata del señor Alliez, por favor que tenga la gentileza de explicárnoslo. En el párrafo anterior (de hecho, en la presentación entera de la cual extraje la cita, y quizás incluso, me temo, en su obra completa) hace uso precisamente de todos y cada uno de los elementos que acertadamente critica Perry Anderson cuando habla de los defectos del pseudo-revolucionarismo europeo occidental de nuestros días: estilo obfuscado, exceso de términos oscuros y pomposos, aire elitista, uso y abuso de un teoricismo que gira una y otra vez sobre sí mismo, academicismo repelente y, para colmo de los colmos, un narcisismo infantiloide que consigue alcanzar nuevas alturas en el acto de citarse a sí mismo en el transcurso de la presentación. Desde luego, no tiene nada de extraño que con estos elementos la izquierda transformadora contemporánea se vea en apuros a la hora de construir un sólido apoyo de masas. Habrá que empezar, supongo, por clarificar las ideas y esforzarse en presentar los objetivos y los análisis de forma algo menos lírica. ¿Cómo demonios se plantean siquiera la posibilidad de liberar a nadie con el constante uso de estos oscuros y enrevesados términos? Claro, que a lo mejor, después de todo, a Alliez y compañía les importa bien poco el construir una alternativa al capitalismo o liberar a nadie. A lo mejor se trata tan sólo de jugar a hacer poses de niño malo. El postmodernismo como teatralidad, como filosofía (y praxis consumista) de la pose. [2] Para un buen análisis de esta sociedad de lo superfluo y el imperio de lo evanescente, vid. Gilles Lipovetsky, La era del vacío, Anagrama, Barcelona (España), Noviembre 2003 y El imperio de lo efímero, Anagrama, Barcelona (España), noviembre 2004. [3] Sobre el marxismo: diálogo entre Jacques Derrida y Daniel Bensaïd, en Staccato, programa televisivo de France Culturel, del 6 de julio de 1999. |