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{Versión original: 18 Agosto 2005}
{Última actualización: 17 Junio 2006} |
A pesar de mi larga y temprana militancia en las filas de la izquierda (fundé la agrupación local de las Juventudes Socialistas de mi barrio cuando apenas contaba poco más de dieciséis años), lo cierto es que jamás había sentido el mínimo interés por acercarme a la obra de Marx, a la que ya por entonces consideraba demasiado anticuada para explicar los mecanismos y estructuras de nuestras sociedades capitalistas avanzadas, por no hablar de la posibilidad de que pudiera tomársela como inspiración para la acción política. Supongo que el propio contexto social en que me crié contribuyó a ello. Así, aunque hubiera nacido y crecido en un barrio obrero de Sevilla fundado ni más ni menos que por antiguos presos republicanos condenados a trabajos forzados por la dictadura de Franco, mi familia materna era claramente de origen pequeñoburgués (buena parte de mis tíos, así como mi propio abuelo materno, eran comerciantes al por menor y dueños de sus propios negocios, por diminutos que fueran). Por parte paterna, aunque casi todos eran claramente de origen obrero (mi padre había trabajado en una fundición durante su juventud), la militancia política activa se reducía al caso de un par de tíos que militaban en el PCE (uno de ellos, de hecho, se movía ya en esos círculos desde la época de la dictadura). Fue precisamente uno de éstos quien me regaló, ya cerca de los diecisiete años, un par de libros de Marx. La razón no la entiendo por completo, pero imagino que tendría algo que ver con el hecho de que había comenzado a militar en las Juventudes del PSOE y había mostrado ya ciertas dotes para el acivismo en el seno del movimiento estudiantil que se disparó en 1986. Sea como fuere, y aunque les eché un vistazo, he de reconocer que me interesé bien poco en leer a Marx. Un poco de más atención le había dedicado, sin embargo, a la lectura de Capitalismo, socialismo y demcracia, de Joseph Schumpeter, aunque he de reconocer que en mi tierna adolescencia no encontraba el tema precisamente de fácil lectura. En definitiva, que durante los primeros años de mi militancia política, me inspiraba más en Manuel Azaña o el propio Felipe González que en cualquiera de los ídolos marxistas. Mi credo político era (y aún es) claramente reformista, situado en lo que podríamos denominar un centro-izquierda progresista que tanto cabe en el PSOE como podría caber en un hipotético partido centrista que pudiera surgir algún día. Lejos de mí el obrerismo que empujó a tantos otros a militar en las fuerzas políticas de la izquierda. Para colmo, mi primer contacto directo con los discípulos de Marx se produjo en el transcurso de las manifestaciones estudiantiles de 1986, cuando tuve la oportunidad de ver en acción a los tipos del Sindicato de Estudiantes, un grupúsculo trotskista que actuaba de forma bastante sectaria y parecía sacrificarlo todo a la evangelización de la buena nueva. Si había un grupo que pudiera ejemplificar el iluminismo dogmático de la vieja izquierda eran precisamente estos activistas, de ahí que en lugar de aumentar mi interés por el marxismo no hicieran sino esforzarme más en huir de lo que por aquel entonces se me aparecían como nefastas consecuencias para el pensamiento auténticamente libre. En cualquier caso, mediados los años ochenta es cierto que se produce en mí una cierta radicalización, un viraje hacia la izquierda que en realidad era más producto de las circunstancias que de otra cosa: así, por ejemplo, mis críticas hacia la dirección del PSOE en aquellos años jamás fue acompañada de un acercamiento a grupos como Izquierda Socialista o, mucho menos aún, Izquierda Unida, por considerarlos (a ambos) como demasiado anclados en el pasado, preocupados más por una nostalgia del pasado revolucionario que otra cosa. Tiene poco de extraño, pues, que cuando finalmente me decidí a abandonar la Juventudes Socialistas, en lugar de enrolarme en cualquiera de las muchas organizaciones de la vieja izquierda, prefieriera pasar a militar en Los Verdes, a donde llegué por consiguiente mediante la crítica política de los partidos socialdemócratas y comunistas, más que por auténticas convicciones ecopacifistas. Una vez en la Universidad, me encontré a las organizaciones estudiantiles montadas como correas de transmisión de partidos políticos (principalmente el PSOE y el PCE), así que preferí unirme a los grupúsculos izquierdistas, pues al menos éstos parecían mucho más variopintos y menos dados a entender la política como mera apuesta partidista. Como a un buen amigo mío le gusta recordar, fue precisamente allí donde le pregunté si el grupo en cuestión era "marxista ortodoxo o más bien marcusiano". No se trataba, como quizás mi amigo pensara, de que yo fuera entonces un dogmático evangelizador de la obra de Marcuse, sino tan sólo que había aprendido durante mi trato con los trotskos del Sindicato de Estudiantes que si hay algo que si hay algo que desprecian los marxistas puros es precisamente la heterodoxia occidental de pensadores como Marcuse o Erich Fromm. En otras palabras, que lo tomaba como algo parecido a un termómetro para distinguir entre los grupúsculos izquierdistas más abiertos y variopintos, y aquéllos otros entregados en cuerpo y alma a la ritualización del catecismo marxista. Para mí, la praxis transformadora estaba muy bien, pero siempre y cuando estuviera unida a un intento serio y profundo de cuestionarse hasta los cimientos mismos de las propias creencias de uno. ¿A qué viene entonces que me plantee precisamente ahora la vigencia de un Marx por quien nunca sentí demasiado aprecio? Para más inri, me lo planteo precisamente en un contexto social y político en que prácticamente todo el mundo ha decidido abandonar a Marx en el basurero de la Historia como si fuera un fetiche del pasado, una debilidad de juventud, un sueño irrealizable que no tiene nada que contribuir a una sociedad completamente distinta en apariencia de la que él estudiara. Y es que ni sus teorías parecen haber sido confirmada por los hechos, ni sus pronósticos catastrofistas sobre la depauperación del proletariado pueden ser aceptados en unas sociedades occidentales mucho más enriquecidas de lo que nadie hubiera soñado a principios del siglo XX, ni los intentos de construir un sistema socialista han conducido a nada sino al fracaso más estrepitoso. ¿A qué viene siquiera plantearse hoy la cuestión de la vigencia de Marx entonces? Yo mismo hubiera suscrito estas preguntas hasta hace bien poco, pero una serie de acontecimientos bien recientes me han conducido a plantearme al menos la posibilidad de que aún pueda haber algo útil entre los escritos de Marx. En primer lugar, la devastación producida por el huracán Katrina ha llevado a muchos a plantearse la justicia social inherente a un sistema que asiste imperturbable al sacrificio de una buena parte de la población a un desastre natural de este tamaño por el simple pecado de que sus ingresos no les diera para abandonar las zonas afectadas y encontrar refugio por cuenta propia en otras regiones. Las autoridades estadounidenses han hecho clara dejación de sus funciones, mirando hacia otro lado mientras la gran masa de gente pobre en el Estado de Louisiana debía hacer frente al huracán con sus propios y limitados medios, en tanto que aquellos que tenían el capital suficiente para marcharse simplemente condujo sus lujosos coches hacia otros estados donde se hospedaron en hoteles [1]. Hasta tal punto llegó el clamor popular frente a una injusticia tan evidente, que el propio Presidente se vio obligado a reconocer que las autoridades habían fallado en una de sus funciones más esenciales, y que la injusticia social y económica había sido un factor. Pero, en segundo lugar, cabe también preguntarse hasta qué punto la prueba contra las teorías marxistas de la progresiva depauperación de la clase trabajadora así como la proletarización de nuestras sociedades capitalistas no deja de ser puramente circunstancial y, como tal, enormemente parcial e interesada. Es decir, cabe la posibilidad de que estemos limitando nuestro análisis a las sociedades de capitalismo avanzado (en otras palabras, los países miembros de la OCDE y poco más) a la hora de probar cómo el capitalismo no ha hecho sino disminuir las diferencias entre las clases sociales, sin tener en cuenta que nos encontramos ante un sistema de capitalismo global. ¿Qué sucedería si tenemos en cuenta a las amplias masas empobrecidas del llamado Tercer Mundo? ¿Seríamos capaces entonces de mantener que el capitalismo no ha hecho sino cerrar la grieta que separaba a las clases sociales? Es más, ¿qué cabría decir de una clase trabajadora (e incluso una clase media-baja y media-media) en los países de capitalismo avanzado endeudada hasta las cejas para mantener un determinado ritmo de consumo que, cada vez más, se nos presenta como lo mínimamente aceptable? ¿Podemos mantener que una familia que vive en una casa que no terminará de pagar hasta bien entrados los años de la jubilación realmente es dueña de la casa? ¿Y si los magníficos años del Estado del Bienestar no hubieran sido más que la reacción capitalista para frenar el avance imparable del comunismo, algo que ahora, una vez hundido el bloque soviético, no tenemos por qué sostener más? Se trata, en fin, de preguntas que nadie con un mínimo de honestidad intelectual debería evitar en nombre del nuevo catecismo económico neoliberal. Bien poco habremos avanzado si nos limitamos a sustituir el catecismo marxista por el catecismo de la Escuela de Chicago. Quede bien claro, en los siguientes ensayos no me propongo reivindicar la figura de Marx, sino tan sólo reflexionar sobre su vigencia sin saber hacia dónde me llevará la aventura. Notas
[1] Entiendo que haya lectores que piensen que la crítica es demasiado dura, pero considérense las palabras de la víctima de otro huracán más reciente (en este caso, el huracán Wilma) y que pudieron oírse claramente en MPR: Ni que decir tiene que, lo que para esta mujer representa tan sólo "un poco de dinero extra durante unos cuantos días" puede suponer mucho más para una familia pobre de Lousiana. Más recientemente aún, leíamos en El País cómo una buena parte de los fondos de ayuda para las víctimas del huracán Katrina se ha despilfarrado en cosas como champán y vídeos porno, para no entrar a hablar de la falta de preparación y planificación de las autoridades, que hicieron una clara dejación de sus funciones al no llegar siquiera a habilitar refugios para la población. Como han afirmado en algún otro sitio algunas voces críticas, llegaron antes a las zonas del desastre los periodistas y las cámaras de televisión que los médicos y los botiquines, y mientras aquellos que contaban con el capital suficiente para marcharse de la región afectada simplemente sufrieron pérdidas materiales, casi toda la población más pobre no tuvo otra opción sino quedarse y sufrir las consecuencias. Para un país tan reacio a concebir los problemas sociales en términos de conflictos de clases, las inundaciones causadas por el huracán Katrina pusieron bien en evidencia las diferencias socioeconómicas. |