{Versión original: 31 Enero 2015}
{Última actualización: 31 Enero 2015}

Esta semana, echándole un vistazo a la prensa, me encontré con una noticia publicada en la web de El País sobre la tormenta de nieve que estaba afectando al noreste de los EEUU y, aunque se trate de algo completamente secundario, lo que en realidad me llamó la atención fue una foto incluida en la noticia que mostraba a un tal Anthony Quintano tomándose un selfie que publicó en Twitter:

El texto incluido con la foto leía en inglés: "Snow lightened up again, let me take a selfie #blizzardof2015 #NYC".

En fin, todo ello es bien inocente y trivial. Y, sin embargo, por la razón que fuera, no pude evitar el preguntarme en ese justo momento sobre la acción misma de sacarse tal autorretrato. ¿Para qué? ¿Qué intención pudiera tener el autor de la foto? ¿Se trata de mostrar simplemente la nieve cubriendo las calles de Nueva York? Entonces, ¿para qué aparecer en la foto? ¿Por qué tomarse la molestia de sacar el fastidioso palito de selfies y usarlo para tomarse esa foto en concreto? ¿Qué está mostrando? ¿Quiere ilustrar la tormenta de nieve o a sí mismo viviendo la tormenta de nieve? ¿Ambas cosas, quizá?

La razón por la que me parece interesante hacer estas preguntas y reflexionar sobre este asunto es porque parece claro que el fenómeno del selfie o autofoto se ha extendido de manera imparable por esta sociedad conectada y vuelta hacia las redes sociales como escaparate permanente de la realidad. Aunque parezca algo exagerado (y definitivamente nos lo parecía allá por los años ochenta cuando Jean Baudrillard hablara primero sobre el tema), parece que hemos llegado al momento en que el simulacro casi ha suplantado a la realidad misma. Lo que cuenta no es ya una realidad objetiva que todo el mundo da por inexistente, sino más bien el cómo la vivimos. En otras palabras, la experiencia personal lo engulle todo. Desaparece lo objetivo, sustituido por el imperio cuasi totalitario de la subjetividad... si bien se trata, eso sí, de una subjetividad compartida.

Pero, ¿dónde comenzó este tendencia? ¿Podemos indagar sus orígenes más allá si quiera de la siempre presente "red de redes" sobre la que gira buena parte de nuestra existencia social hoy en día? Creo que sí. Las raíces de este comportamiento se encuentran, pienso, en la propia naturaleza humana. Las nuevas tecnologías y las redes sociales solamente se limitan a amplificarlo en forma de moda y norma social. Sin embargo, el comportamiento en sí, creo, viene de lejos... aunque quizá tampoco de tan lejos como algunos pudieran pensar. Me explico. ¿Cuántos años llevamos viendo fotos de amigos y familiares en tal o cual ciudad, tal o cual país, delante de tal o cual monumento que, desde luego, "hay que visitar", mostrando su felicidad por haber sido capaces de ser como los demás, es decir, de ser "alguien" y haber podido vivir algo que se considera esencial, fundamental para nuestras vidas? No se trata solamente de viajes, sino que el comportamiento se veía también en ocasiones en algún que otro concierto, feria o evento deportivo, por ejemplo. En todo caso, el denominador común era, creo, que el acontecimiento se ve siempre como obligado, como esencial. Sin él no se concibe que podamos sentirnos satisfechos. ¿Quién concibe siquiera la posibilidad de ir a París y no ver la Torre Eiffel o el paseo junto al río Sena, ir a Roma sin pasearse por el Coliseo o la fuente de Trevi, o visitar China sin acercarse a ver la Gran Muralla? Todas éstas son, por supuesto, paradas obligadas. Se trata de entradas en la lista de tareas que hacer que siempre hemos de llevar con nosotros cuando viajamos. ¿Cómo, si no, concebir siquiera la actividad misma de viajar? ¿Acaso no consiste en eso, en visitar mientras más lugares mejor y proceder a tacharlos de la lista que nos hacen los medios de comunicación? (Por cierto, imagino que no seré el único que ha observado con cierta incomprensión la costumbre ésta, tan popular en las redes sociales también, de mostrar un mapa del mundo con todos los países que se han visitado, quizá como evidencia de la vida tan interesante que lleva uno).

Y es ahora cuando, me parece, comenzamos a acercarnos un poco al quid de la cuestión: ¿Por qué debe aparecer uno en la foto? En otras palabras, ¿por qué el selfie? Ahí es donde llegamos al corazón mismo de nuestra cultura contemporánea. Quizá tuviera razón Andy Warhol con el comentario aquel sobre los cinco minutos de fama (¿o eran cinco segundos?, ¿o es que quizá el tiempo se ha ido comprimiendo desde entonces?). La respuesta, creo, es que el selfie se convierte en evidencia de que uno estaba allí, de que de hecho vivió aquello. En un mundo dominado por el paradigma del famoseo, nos vemos cada vez más como protagonistas de un programa televisivo de reality show. Todo es un enorme y continuo espectáculo. El selfie, pues, sirve el propósito de mostrar la prueba fehaciente de que somos testigos y hasta protagonistas del acontecimiento en cuestión. Es algo así como el intento desesperado de hacer ver a los demas que nosotros también somos algo, que nuestra vida importa, que también podemos estar en el centro del torbellino, protagonizando los acontecimientos que la sociedad considera importantes. Y, con ello, nos construimos una identidad de cartón-piedra. En lugar de ser nosotros mismos, nos convertimos todos en personaje público, en máscara. ¡Que no decaiga! The show must go on!