{Última actualización: 16 octubre 2006}

¿Qué nos atrae del ruido? ¿Por qué nos entregamos a él con tanta facilidad? ¿A qué se debe su presencia permanente en toda celebración de alegría, de regocijo? ¿Por qué es tan difícil (no, imposible) controlarlo, regularlo, suprimirlo, censurarlo? Cuidado, no me estoy refiriendo aquí a la música (ni siquiera tan denostada del pachún-pachún), que también suele estar presente, por supuesto, en toda fiesta, sino que uso el término ruido con toda la intención. Estamos hablando de la traca, el claxonazo descontrolado, el griterío altisonante y desbocado con el que nos topamos en cualquier estadio de fútbol, en la plaza pública donde se celebran los triunfos de nuestro equipo favorito, a la puerta del bar o la discoteca durante la marcha del fin de semana, e incluso durante las celebraciones religiosas de mayor tradición.

Mientras escribo estas líneas desde la tranquilidad de mi azotea, Bellavista, mi barrio, está entregado en cuerpo y alma a la jarana, el tapeo, la cervecita, el buen jamón de Jabugo, el chorizo y el queso manchego, los chistes, la chirigota, el baile por sevillanas y la sensualidad de percibir la cintura de la novia bajo las ropas mientras se le echa el brazo como quien no quiere la cosa. Esto pasa, sin embargo, por romería. La de la Virgen de Valme, en concreto. Y, cómo no, entre el jolgorio generalizado, las castañas asadas y los puestos de trapitos baratos, uno puede también oír por todos sitios el omnipresente ruido, el ruido de los gritos, los petardos y las motos a todo gas. Y, que conste, no se trata de algo propio de mi barrio. Más bien al contrario, estaría por afirmar que el amor por el ruido es una obsesión universal, propia de la Humanidad entera, como el reír y el llorar, el comer y el follar. Yo, por lo menos, ya he vivido en cuatro ciudades en tres países distintos, a ambos lados del Atlántico, y jamás he observado una cultura que no se deje atrapar por los encantos (¡digo yo que algún encanto tendrá!) del ruido.

Así pues, volvamos al principio: ¿qué tiene el ruido? ¿Por qué nos atrae? Seguramente en otros tiempos no me lo hubiera pensado dos veces antes de achacarlo todo a los deseos de aparentar. Se trataría, en este caso, de aparentar júbilo y felicidad, por supuesto, de exagerarlo incluso, de mostrar a todo el mundo, al universo mismo, que no hay nadie más feliz que nosotros, aquí y ahora. Pero eso hubiera sido en mi época de adolescente insufrible, en la que me creía entre la selecta minoría de elegidos, serios y profundos, distintos a la borreguil mayoría que se deja llevar por la inercia sin pensárselo dos veces, el grupo de los soldados de élite señalados por la Providencia para mostrar el camino a la masa. En fin, que uno se tomaba las cosas demasiado en serio. Tan en serio, de hecho, que uno no podía permitirse siquiera el lujo de dar un par de gritos bien dados, a no ser en el transcurso de una manifestación, claro. Al fin y al cabo, la manifestación reivindicativa viene a ser algo así como la romería del progre, pero sin la cerveza y el jamón de Jabugo. Eso quedaba para el rato que se pasaba uno en el bar comentando los pormenores de la marcha, una vez finalizada, y antes de volver al tajo (o, como solía suceder mucho más a menudo, las clases en la Facultad). En fin, que todavía me queda por responder la pregunta que vengo planteando desde el principio: ¿qué nos atrae del ruido? Pues diría que es precisamente la sensación de libertad. Cuando uno grita se deja ver, llama la atención, se afirma a sí mismo frente a los demás, manifiesta bien a las claras su presencia, en definitiva. ¿Por qué sería, si no, que los psiquiatras nos recomiendan dar un grito cuando nos sentimos frustrados, violentos, a punto de estallar? El ruido, el vociferio, es liberador. Echamos el aire de nuestros pulmones y nos quedamos de lo más agusto con nosotros mismos y con el mundo. Desde este punto de vista, a lo mejor si hacemos un esfuerzo mayor por reducir los decibelios en esta España de nuestros amores terminamos todos pegándonos tiros como en los EEUU. A lo mejor resulta que no es el ruido el que hace aumentar los niveles de estrés, sino más bien al contrario.