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{Primera versión: 27 Julio 2007}
{Última actualización: 15 Marzo 2012}
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Introducción
Pocos conceptos habrá que hayan causado tanta muerte, tanto sufrimiento, como la idea de verdad. Eso sí, indirectamente. Nadie lucha ni mata en nombre de la verdad, sino en nombre de otra idea que considera verdadera (es decir, Verdad; así, con mayúsculas: absoluta e indiscutible verdad). Concepto
Así, pues, ¿qué es lo verdadero? ¿Cómo lo definimos? Parece evidente que sólo podremos definirlo como aquello que se ajusta a la realidad lo cual, obviamente, nos plantea un problema aún más peliagudo: ¿es siquiera posible conocer la realidad tal cual es? Y, quizás más importante todavía: si llegáramos a conocer la realidad, ¿podríamos comunicarla a los demás? Herramientas para conocer lo verdadero
Sólo se me ocurren tres posibles herramientas o metodologías que puedan usarse para el conocimiento de la realidad (y, por ende, para confirmar o desmentir si una afirmación es verdadera): la intuición, la fe, y la aplicación del método empírico-analítico con ayuda de la razón. Se trata, creo, de los tres métodos históricamente puestos en práctica por la Humanidad, por lo que tampoco debiera ser tan difícil analizarlos y decidir qué grado de éxito hayamos conseguido con cada uno de ellos. Estudiémoslas, pues, una a una. La intuición tiene el problema de ser eminentemente subjetiva y, además, difícilmente transferible. El conocimiento intuitivo basa su supuesta preeminencia en razones de la sinrazón, en argumentos irracionales, en la sabiduría supuestamente concedida por los grandes espíritus, la suerte o, incluso, la senectud. El sabio conoce porque sí, sin dar más razones. Nadie lo duda. Nadie se pregunta cuál sea la razón para que todos tengamos que prestar atención a lo que diga el sabio y obedecerle sin más. El sabio es, simplemente, el elegido, sin más, y basa su preeminencia en el concepto de autoridad (es decir, en la auctoritas latina, que no en el mero poder). Para más inri, el conocimiento basado en la intuición tiene el problema de que no es fácilmente transferible. Debido precisamente al hecho de que no se puede comunicar fácilmente con el lenguaje (como decimos, se basa en lo irracional, incompatible con el logos), no es posible educar a nadie en su conocimiento. De hecho, no hay forma alguna (salvo la más etérea y, por tanto, arbitraria que pueda pensarse) de dilucidar quién sea el mejor entre dos sabios. La misma arbitrariedad se aplica a la enseñanza de sus conocimientos, que no pasa pues de convertirse en mera transmisión de saberes mágicos. El alumno más aplicado es aquel que mejor y más fielmente sigue los preceptos del profesor, sin que quepa posibilidad alguna de mejorar el acervo común de sabiduría. Se trata, por consiguiente, de una tradición conservadora y tendente al anquilosamiento. Tenemos, en segundo lugar, la fe, de fundamental importancia en el caso de culturas monoteístas sobre todo [1]. Yendo un poco más allá que la intuición, intenta superar los problemas que afectan a ésta mediante el recurso a una figura suprema que sirve de árbitro definitivo: Dios. Siempre y cuando partamos de la base de una religión monoteísta y universalista compartida por la amplia mayoría de la comunidad, se hace posible superar la subjetividad que afectaba al método de conocimiento intuitivo. Es más, gracias a la existencia de un utillaje conceptual comúnmente aceptado proporcionado por la teología es posible también sobrepasar los límites meramente subjetivos —los del sabio elegido— y comunicar el conocimiento al resto de los individuos de una forma que favorece el intercambio de pareceres y la conservación y mejoramiento de un acervo cultural compartido a través del tiempo y el espacio [2]. Ahora bien, esto mismo apunta también a la limitación esencial de la fe como herramienta: presupone un consenso previo que acepte un único Dios, un único texto sagrado, una única doctrina —en definitiva, una única autoridad, una vez más— como árbitro del conocimiento. Así pues, la fe solamente puede gozar de aceptación como instancia única o máxima de conocimiento en comunidades lo suficientemente homogéneas para producir este consenso. Estas son las condiciones que se dieron, en su mayor parte, durante la Edad Media —al menos, en el mundo Occidental, pues también habría que plantearse hasta qué punto algo similar se dio en otros lugares—, pero que hoy día nos parecen cada vez más lejanas e inalcanzables. El mundo globalizado hacia el que nos dirijimos —de hecho, en el que ya vivimos en buena parte— dista mucho de ofrecer las garantías de homogeneidad exigidas para que la fe pueda convertirse en una herramienta útil de conocimiento, y cualquier intento de volver hacia atrás las manecillas del reloj para retomar la supuesta edad dorada está condenada al fracaso más absoluto. El islamismo fanático nos puede parecer hoy sumamente peligroso, y no cabe duda alguna de que puede cobrarse aún muchas vidas en nombre de una utopía desfasada y sangrienta, pero no me cabe duda alguna de que tiene pocas posibilidades de éxito pues, se mire como se mire, va contra los tiempos. Y, finalmente, nos encontramos con el método empírico-analítico, claramente predominante en el mundo occidental durante los últimos tres siglos y, me atrevería a decir sin contemplaciones, el que nos ha llevado a mayores cotas de conocimiento de nuestro entorno. Genealogía
Sobre la posibilidad de conocer lo verdadero
Bibliografía
Notas a pie de página
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