El Epicureísmo
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El Epicureísmo
Emilio Lledó
Taurus, Madrid (España), 1995 (1984)
142 páginas, incluyendo índice

La Historia de la Filosofía que se enseña en nuestras escuelas (y la que suele leerse en los libros también) no es sino la historia de los filósofos de sistema, la de aquellos pensadores que se empeñaron en construir un gigantesco edificio de silogismos interconectados para explicar la realidad completa. Son los filósofos de la totalidad (¿o serán más bien los filósofos del totalitarismo?), genios del calibre de Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Agustín de Hipona, Descartes, Hegel, Marx... Son los filósofos que "han llegado a ser algo", sobre quienes se asienta nuestra cultura occidental... ¿o quizás no? Junto a esa ambiciosa corriente sistematizadora, siempre ha habido una multitud de riachuelos que fluían cada cual por su cuenta, entrecruzándose no sólo con el cauce principal sino también con una miríada de influencias. Se trata de los filósofos minoritarios, aforísticos, deslabazados, fragmentarios, los pensadores malditos que no entregaron su vida a la construcción de un maravilloso edificio teórico sino que por el contrario se esforzaron en buscar la aplicación práctica de sus ideas, forjando siempre un pensamiento híbrido, mestizo, contradictorio. Epicuro pertenece a éste último grupo, lo cual le enfrenta a los grandes filósofos que le precedieron. Como afirma Lledó, "la filosofía de Epicuro aparece radicalmente enfrentada a una buena parte del pensamiento anterior" (p.18), lo cual sea quizá precisamente su esencia.

¿Pero en qué puede consistir un pensamiento deslabazado como el aquí descrito? ¿Qué utilidad puede tener para explicar nada? He ahí, precisamente, la aportación de Epicuro, quien se atrevió a subir al paraíso de los filósofos, se adueñó de la lechuza de Minerva y la devolvió al lugar de donde había partido y que nunca debió haber abandonado: el lodazal de la vida diaria, la cotidianeidad de la vida entre herreros, agricultores y negociantes. Y, con ello, Epicuro bañó al saber filosófico de una dosis de realidad y lo hizo nuevamente relevante.

La filosofía tiene que consistir en un ejercicio múltiple de humanización y libertad. Humanización quiere decir conciencia de los límites reales de la vida, reconocimiento del carácter "corporal" de la existencia y reflexión inmediata y audaz sobre la estructura misma del hecho humano. Libertad quiere decir desarraigo de todos aquellos nudos ideológicos, mitos, ritos religiosos, prejuicios culturales, interpretaciones tradicionales, aposentadas sin crítica en el lenguaje y transmitidas inercialmente en la Paideía y en los usos sociales. (...) Éste es el punto en el que incide la filosofía de Epicuro en el contexto general del pensamiento antiguo.

(p. 22)

Se trata, así pues, de un mundo muy distinto al que conocieran Platón o Aristóteles. Aquéllos pensaron en el contexto de una sociedad homogénea, estable, con una cultura, un pasado, una lengua y una historia comunes, pero, sobre todo, una sociedad pequeña. Los padres de la filosofía pensaron en el contexto de la polis. Sin embargo, todo había cambiado en la época del helenismo. Las expansiones militares de Alejandro habían construido un vasto imperio que se asentaba sobre una multiplicidad de pueblos, culturas, lenguas, historias, tradiciones y religiones. La sistematicidad, el ambicioso proyecto de elaborar un impresionante edificio teórico capaz de explicarlo todo, no era sino una quimera. Frente a ese sueño imposible, Epicuro filosofa desde la inmediatez del sol mediterráneo, dedicándose a elucidar no sobre el mundo de las ideas o el conocimiento empírico, sino sobre algo mucho más prosaico y, al mismo tiempo, también mucho más ambicioso: cómo vivir en el aquí y en el ahora de una forma que me permita alcanzar la felicidad. Y la respuesta, intuía Epicuro, no podía encontrarse en la pura teoría, sino...

En los entresijos de la piel, en el callado territorio de la propia estructura corporal, yacía el fundamento ineludible, la armonía inequívoca, la serenidad más limpia para poder descubrir la hermandad con la naturaleza y con el mundo. Cada latido del cuerpo, cada mirada perdida entre las cosas, cada sonrisa, cada voz que hablase ese lenguaje de la vida, ese ininterrumpido río de solidaridad en cuyas orillas nos ha dejado crecer la naturaleza, para poder sumirnos en ella a nuestro placer, y también para, desde el firme territorio de la sabiduría, poder contemplarla, entenderla y, sobre todo, sentirla, era el reconocimiento de una nueva actitud teórica.

(p. 33)

Qué duda cabe que esta actitud cosmopolita, pragmática, tolerante y abierta se ajusta mucho mejor a nuestras propias necesidades de hoy en día que todos los edificios teóricos de un Platón o un Aristóteles, por mucho que también debamos a esos otros filósofos. Hoy, como en la época del helenismo, nos enfrentamos a un mundo polifacético, variopinto, dinámico, desestructurado y global. Se trata de un mundo que debe huir de las simplificaciones religiosas y monoteístas si quiere evitar los conflictos inacabables.

Los dioses son invención nuestra; fruto de nuestras necesidades, de nuestras frustraciones, de nuestros deseos. Los hemos inventado nosotros y, por eso, de alguna forma los queremos poner a nuestro servicio. Suplicarles es pedir que completen las posibilidades de nuestros afanes, frustradas por las dificultades de la vida, o por ese territorio de la realidad, donde apenas llega otra cosa de nosotros mismos que el deseo. Suplicar es, pues, transcender las limitaciones de lo real y embarcarse en la aventura teórica de suponer un oído, hecho a la medida de nuestra voz y que la escucha.

(p. 71)

Por el contrario, lejos de la metafísica abstracta, el epicureísmo sostiene que todo conocimiento ha de partir del aquí y el ahora, de nuestras condiciones concretas de vida, lo que implica impregnarse de humanidad y aborrecer de los altisonantes principios universales que tan a menudo usamos como excusas para oprimir al prójimo.

La oposición clásica entre voluntarismo e intelectualismo queda, en Epicuro, suprimida antes de plantearse. Porque ambas perspectivas implican un Bien más allá de la frontera de lo humano... Es en la vida y en su sustento "existencial", el cuerpo, donde se encuentra el inmediato Bien...

(pp. 112-113)

Es a partir de esa inmediatez que el epicúreo construye sus propuestas éticas basadas no ya en la homogeneidad de la polis sino en el concepto de la amistad. Es decir, el hombre continúa siendo, como afirmara Aristóteles un animal político, pero en lugar de estar supeditado a la colectividad como sucedía en el caso de la ciudad-Estado griega, ahora se trata de un átomo autónomo que decide relacionarse libremente con otros átomos en pie de igualdad. De ahí, una vez más, la actualidad del pensamiento de Epicuro, pues precisamente aquí hunde sus raíces la interpretación occidental del individuo. Cierto, la tradición judeocristiana vendría después a ahondar por este camino, pero su origen ya se encuentra no en Platón o Aristóteles, sino en los pensadores del helenismo. Asimismo, no pueden ser otras las bases de un pensamiento abierto y tolerante que aspire a profundizar las áreas de libertad y felicidad en esta sociedad global del siglo XXI. Se trata de postular una actitud, más que de proponer una rígida lista de mandamientos.


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