Las edades de Lulú
Almudena Grandes
Tusquests, Barcelona (España), décimosegunda
edición, febrero de 2006 (1989)
280 páginas

Almudena Grandes se dio a conocer con esta novela erótica que se alzó con el Premio La Sonrisa Vertical de Tusquets en el año 1989. Por aquel entonces, el premio ya tenía diez años de vida, pero hasta que llegó Almudena Grandes no había conseguido salir del reducidísimo coto de los aficionados a la literatura erótica (la verdad sea dicha, tampoco es que hasta aquel momento hubieran publicado nada que mereciera la pena, aunque esto cambiaría bastante durante los años ochenta). Sea como fuere, el hecho es que Las edades de Lulú sirvió el propósito de popularizar un tipo de literatura (la de alto contenido erótico e incluso pornográfico) que hasta entonces no se leía en nuestro país (o, si se hacía, era siempre de tapadillo y escondiendo el libro bajo el colchón para que lo encuentre nadie). En este sentido, puede uno alegrarse de la aparición de obras rompedoras que contribuyeron en su momento a expandir los límites de las libertades personales de los españoles e insertarnos en las sociedades de nuestro entorno (se me viene a la cabeza, como otro ejemplo, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón de Almodóvar, estrenada nueve años antes). Aunque se habla mucho de los años de la transición, lo cierto es que estos cambios no se consolidaron realmente hasta bien entrada la década de los ochenta. Por tanto, se me hace bien difícil considerar este libro sin tener en cuenta todo este contexto social y cultural del que tratamos y, hasta cierto punto, me parecería injusto olvidarlo a la hora de juzgar la calidad de la obra.

Dicho todo esto, puede entenderse mejor que ya en la primera página de la historia (esta edición incluye un prólogo de la autora escrito en julio de 2004) nos encontremos con una descarnada descripción abiertamente sexual:

Aquélla era la primera vez en mi vida que veía un espectáculo semejante. Un hombre, un hombre grande y musculoso, un hombre hermoso, hincado a cuatro patas sobre una mesa, el culo erguido, los muslos separados, esperando. Indefenso, encogido como un perro abandonado, un animalillo suplicante, tembloroso, dispuesto a agradar a cualquier precio. Un perro hundido, que escondía el rostro, no una mujer.

(p. 29)

A lo que regresa apenas unas pocas páginas más tarde:

Nunca había visto follar a dos hombres, a los hombres les gusta ver follar a dos mujeres, a mí no me gustan las mujeres, nunca me había parado a pensar que alguna vez podría ver follar a dos hombres, pero entonces sentí un extraño regocijo y recordé cómo me gustaba pronunciar esa palabra, sodomía, y escribirla, sodomía, porque su sonido evocaba en mí una noción de virilidad pura, virilidad animal y primaria.

(p. 34)

Se trata de algo rompedor en la época: hablar de sexo sin pelos en la lengua y considerándolo, antes que nada, como una actividad que tiene por objeto principal el darnos placer. De hecho, la sociedad española ya había evolucionado lo suficiente para que este tipo de idea no fuera tan escandalosa a mediados de los ochenta, aunque por lo que quiera que fuere no acertó a encontrar su expresión escrita en forma de novela hasta que Almudena Grandes se sentó a escribir Las edades de Lulú. Únicamente conociendo nuestro más reciente pasado puede entenderse que una obra erótica como ésta tenga, a la vez, una fuerte carga política. En otros países que vivieron las transformaciones sociales y culturales de los años sesenta de una forma más abierta (aunque, seguramente, también más traumática) se hacía mucho más difícil presentar descripciones como las que acabo de transcribir en un contexto político, como manifestaciones de firme adhesión al concepto de libertad individual frente a los excesos de poder del Gobierno de turno. Pero, claro, en esos otros países no tuvieron que vérselas con la pacata censura de un régimen desfasado, y tampoco llegaron a conocer el vergonzoso tratamiento del sexo de la época del género del destape (aún le tengo que explicar a mi esposa de cuando en cuando la raíz de ciertos comportamientos todavía predominantes entre ciertas personas de la generación anterior a la hora de tratar el tema del sexo con una ausencia completa de naturalidad —lo que, por supuesto, incluye tener que explicarle por qué mujeres de edad avanzada lanzan risotadas incontrolables en cuanto se menciona "la pilila", por ejemplo).

Ahora bien, me temo que, como reacción a la pacatería dominante en la sociedad española durante las décadas del franquismo, también tuvimos que sufrir durante los ochenta ciertos excesos por el otro lado de la ecuación, al menos en el sentido de que todo lo que tuviera que ver con la franqueza a la hora de hablar de sexo pasaba automáticamente por "progresista", "avanzado" y, si me apuran, "artístico". Y, claro, como ya dijera Ortega y Gasset en una ocasión bien distinta: "no era esto, no era esto". Eso sí, la movida progre de la época queda muy bien reflejada en la novela, incluyendo sus discusiones a altas horas sobre el bien y el mal, la ruptura o la reforma, el arte contemporáneo, el teatro engagé y los conciertos-protesta a donde uno iba más a ver y ser visto que a otra cosa (desde luego, las canciones del cantautor de turno eran lo de menos). Tradición progresista (¿se trata, acaso de una contradicción terminológica?), por cierto, que continúa hasta nuestros días. Véase, si no, el siguiente comentario:

¡Qué pena de país, tí, qué vergüenza! —Aquello era como una jaculatoria, Marcelo y él lo repetían a cada paso, por cualquier cosa—.

(p. 66)

¿A cuantos intelectuales progres no habremos oído mantener esta actitud? De hecho, por desgracia, me atrevería a decir que buena parte del periodismo de opinión contemporáneo consiste, precisamente, en este tipo de lamentos medio resignados sobre la naturaleza profunda de los españoles. Casi se diría que nuestros progresistas han tirado la toalla y tomado partido por el comentario de sofá, el "ya te lo dije yo" de otras épocas que, por otra parte, no podía ser más reaccionario. Es una auténtica pena.

En fin, Las edades de Lulú nos cuenta la historia de una joven madrileña (Lulú, por supuesto) que se enamora de un profesor universitario, Pablo, amigo de su hermano, compañero de correrías dentro de la oposición al régimen y mucho mayor que ella. En un intento de prolongar indefinidamente el juego amoroso de la niñez, Pablo crea para Lulú un universo privado donde parecen vivir al margen del mundo, hasta que llega el día en que Lulú, ya con treinta años, lleva sus juegos demasiado lejos, internándose en las infernales prácticas de un oscuro grupo sadomasoquista de las que le salva en última instancia Pablo.

Como decíamos antes, aparte de ser una aceptable novela erótica, Las edades de Lulú sirve bastante bien como ilustración antropológica de la España de los ochenta, incluyendo los problemas generacionales, las dificultades de los más mayores para adaptarse a la recién llegada democracia con su mundo de libertades, la aparición de la escena gay, la vida nocturna, etc. Véanse, por ejemplo, las reflexiones de Lulú sobre su madre:

La miré. Me habían intrigado mucho sus últimas palabras. Ella advirtió las señales del llanto en mis ojos. Estaba sentada encima de la cama de Marcelo, acababa de cumplir cincuenta y un años, pero aparentaba casi quince más. Llevaba un vestido camisero de lana estampado en azul marino y negro, y medias gruesas, de color tostado, de esas que venden en las farmacias para las varices. Tenía las piernas reventadas, la sangre formaba una intrincada red de charcos rojizos y morados bajo su piel blanquecina, transparente. Nueve hijos y once embarazos, once, en diciesieete años. Ya no tenía cuerpo, apenas un saco encorvado, relleno de vísceras agotadas, rendidas, dadas de sí. Y todavía lloraba por los hijos que no había tenido, aquel que nació muerto entre Vicente y Amelia, y los dos abortos, en sólo cuatro años, dos abortos, desde que yo nací hasta que llegaron los mellizos. Me daba pena, pero también, en algunos momentos raros de lucidez, momentos como auqél, si la miraba con atención sentía algo parecido al asco. Años atrás, creí haber llegado a odiarla. Ahora no, ahora me daba cuenta de que nunca había dejado de quererla, pero no la soportaba.

(pp. 150-151)

Claro que el comentario social también puede llegar a ser ramplón, estereotípico en otras ocasiones, como cuando Pablo, suplantando al padre de Lulú acude a una cita con la directora del colegio de monjas que ella atiende después de un incidente:

— ¿Le importaría volver a contármelo con más detalles? No me he enterado bien de cuál es ese problema que la preocupa tanto. Hace muchos años que no veo a mi hija...
— Bueno, Lulú..., es una niña muy sucia —la directora se inclinó hacia delante, y miró a mi padre por encima de las gafas. Estaba muy excitada, siempre se excitaba cuando hablaba de mí—. ¿Comprende lo que quiero decir?
— No —Pablo sonreía.
— Pues... es muy precoz, está obsesionada por el sexo, no lleva nada debajo de la falda, ¿sabe?, dice que la tela le molesta, y se sienta siempre con las piernas muy abiertas, se acaricia durante las clases, obliga a las demás a que la acaricien, revueve a sus compaeñeras, en fin, me da vergüenza admitirlo, pero se lió con la profesora de matemáticas, yo mismo las sorprendí, y no se lo va usted a creer, pero era ella, Lulú, la que llevaba la voz cantante...
— ¿Se quedó usted mirándolas, entonces? —Pablo la interrumpió. En sus labios se dibujaba una sonrisa perversa.
— Sí, yo... Tenía que estar segura antes de tomar una decisión, y las vi, su hija estaba desnuda, tumbada en la cama, se pellizcaba los pezones con los dedos, lleva las u&ntile;as largas, ¿sabe?, y pintadas de rojo, está prohibido, pero no hay manera de que obedezca las normas, su hija, y Pilar, la profesora tenía la cabeza escondida entre sus muslos, se la estaba comiendo, hasta que se detuvo, levantó la cara y dijo algo así como no puedo más, mi amor, en serio, me duele la lengua, ya te has corrido tres veces. Entonces Lulú se incorporó y le pegó una bofetada y yo intervine.

(p. 154)

¿Cuántas veces no habremos visto o leído este tipo de insidias contra los colegios religiosos? No se trata de oponerse a la libertad artística, por supuesto, pero es que hay algunos lugares comunes que están ya demasiado trillados.

En definitiva, que Las edades de Lulú es, ante todo, una novela, antes y por delante de ser literatura erótica es, simplemente, literatura. Sin embargo, no me atrevería a decir que se trata de buena literatura, a pesar de la fama del libro. Si acaso, es de una calidad pasable, suficiente, pero nada más. Comienza bien, narrando la adolescencia de Lulú y sus travesuras sexuales, pero a partir de ahí se adentra, primero, en una especie de retrato general de la progresía antifranquista y sus francachelas, para terminar con una orgía final algo extraña y sinsentido. En fin, que le falta algo, que sabe a poco.


Factor entretenimiento: 6/10
Factor artístico: 6/10