[Wed Dec 24 13:21:25 CST 2014]

Hace ya unos cuantos días leí en la web de El País un artículo de Jordi Soler titulado La imparciaidad inglesa que, la verdad sea dicha, me dejó un sentimiento algo ambivalente sobre el argumento del autor. Partiendo de una anécodta sobre Jorge Luis Borges narrada por su amigo Adolfo Bioy Casares, el autor del artículo se lanza a una sentida loa de la imparcialidad que, supuestamente, caracteriza los ingleses:

Esta imparcialidad es el motor de la civilización inglesa y se manifiesta en todos los campos de la existencia, en el debate entre parlamentarios, pero también en las conversaciones privadas y en casi cualquier tipo de relación interpersonal. Todo esto viene a cuento porque el episodio de Oxford nos invita a pensar sobre la forma de relacionarse con los demás, con el otro, que ha operado en España desde los tiempos del Lazarillo de Tormes; una forma que no consiste, como enseña la imparcialidad inglesa, en ponerse en los zapatos del otro, sino al contrario: en obligar al otro a ponerse nuestros zapatos.

Veamos. Comparto la admiración de Soler por la imparcialidad, sobre todo cuando se aplica al debate político. No se trata, que quede bien claro, de abandonar las ideas y valores que uno pueda tener, sino de analizar las cosas desde un punto de vista lo más objetivamente posible y, sobre todo, de tratar a los demás con respeto y sin prejuicios. Así, ilustrando el tema con el ejemplo del debate catalán, Soler apunta (correctamente, en mi opinión), que tenemos a un Presidente (el de la Generalitat, Artur Mas) entregado a un monólogo egocéntrico y repetitivo enfrentado a otro Presidente (el del Gobierno central, Mariano Rajoy) "dispuesto a dialogar sobre cualquier tema, excepto del único que le interesa hablar, desde su irreductible monólogo, al president". Y así nos va, claro.

Según Soler, todo esto se debe a una tradición muy española:

Vivimos en las antípodas de la fair-mindedness, y esa falta de respeto por el otro, ese ninguneo, esa incapacidad de ponerse en sus zapatos, lo contamina todo y viene, probablemente, de que aquí esa reflexión colectiva, sobre uno mismo y el otro, que tuvieron los ingleses por escrito en el siglo XVII, y los franceses en el XVIII, llegó con casi 300 años de retraso. Todo lo que hemos tenido durante esos 300 años, se me ocurre especular, es el dogma que imparte la Iglesia católica, el "porque te lo digo yo" que dice el cura, reforzado por los 40 años de "no me va usted a decir a mí" que consolidó el dictador. Más que el pensamiento se fomentó, durante todos esos años, la fe, el dogma, la creencia y ahí, precisamente, está la clave del éxito de la arbitrariedad, de las medias verdades, de la chabacanería política: al que cree no es necesario explicarle nada, basta con decir, vociferando con mucha autoridad, algo que tenga la suficiente eufonía.

Pareciera, a simple vista, que se trata de un retrato más o menos acertado de la sociedad española. Y, sin embargo, son muchas las cosas que, me parece, no cuadran. Todos estamos de acuerdo, creo, en rechazar el dogmatismo, la intolerancia, la falta de respeto, la chabacanería, el "porque lo digo yo", el "no me va usted a decir a mí" y, por supuesto, también el "sanseacabó". Y, sin embargo, no hay más que echarle un vistazo a lo que muestran las pantallas de televisión para observar que, por desgracia, la amplia mayoría de la población se mueve como pez en el agua en medio de la morralla, el insulto y el mal gusto. Es lo que hay. El vociferío se interpreta como indicador de creencia profunda y el ultraje como "hablar sin pelos en la lengua". ¿Se trata de la mayoría de la población? Pues no lo sé. Prefiero pensar que no, pero no lo sé. ¿Se trata, entonces, de una minoría significativa? Pues me parece bien probable. De lo contrario, si dichos programas de televisión no tuvieran suficiente audiencia, no estarían invadiendo las pantallas como lo hacen. O sea que, al fin y al cabo, la responsabilidad es nuestra, de la sociedad en su conjunto. De bien poco vale hacer llamamientos a adoptar tal o cual política cuando los ciudadanos votan a diario al encender el aparato de televisión. Esto último parece bien difícil de entender para un pueblo tan acostumbrado a la dependencia del poder, a dejarlo todo al Gobierno para que solucione los problemas. En ese sentido, creo que nos falta algo de tradición liberal y libertaria.

En todo caso, ¿por qué digo que no comparto del todo el análisis que hace Soler? Pues porque soy más bien escéptico del concepto de carácter nacional mismo. De hecho, veo bien difícil que exista. Por el contrario, tiendo a pensar que se trata de una muleta de la que echamos mano demasiado a menudo porque somos demasiado perezosos para pensar sobre cosas medianamente complejas. Es más, estoy convencido de que sólo hay que reflexionar un poco para observar que los hechos no confirman la existencia de dicho concepto. Así, por ejemplo, Soler habla de la imparcialidad inglesa, tan íntimamente unida en la mente de todos al estereotipo del gentleman. El problema, claro, es que se tratamente precisamente de eso, un estereotipo, una simplificación. ¿O es que, por poner tan sólo un fácil ejemplo, no eran ingleses también los tristemente famosos hooligans? ¿Y los chavales que aparecen periódicamente por las costas españolas para llenarlo todo de ruido, orín, basura y excesos de todo tipo bañados en alcohol barato? ¿Y la prensa sensacionalista? No acierta uno a ver la imparcialidad inglesa en esos otros casos, la verdad. Ni que decir tiene que podríamos seguir con una lista bien larga, añadiendo, por ejemplo, la reciente popularidad del UK Independence Party de la mano de una xenofobia bien poco imparcial, por no hablar de la tradición (tan imparcial ella) de culpar a Bruselas de todos los males, reales o inventados.

En fin, que la cosa es bien compleja. Me parece bien fomentar la imparcialidad como valor. Pero de ahí a decir que forma parte intrínseca del carácter nacional inglés y no del español, más inclinado a la picaresca, media un abismo. Por el contrario, tiendo a pensar que los seres humanos somos más o menos parecidos en uno y otro sitio. Lo que cambian son las circunstancias. {enlace a esta entrada}

[Thu Dec 18 12:24:58 CST 2014]

Las declaraciones públicas de María Dolores de Cospedal en las que afirmaba que la sociedad española es tan corrupta como los políticos ha levantado polvaredas de indignación en las redes sociales. Y, sin embargo, aunque pese a muchos (y guste aún a menos), me temo que lleva razón. Veamos. Según se nos cuenta en una de las noticias que encontré, Copedal afirmó lo siguiente:

María Dolores de Cospedal ha asegurado que la sociedad es tan corrupta como los partidos políticos. "La misma corrupción que puede haber en un partido político, la hay en la sociedad", ha afirmado en una entrevista en Cope. La número dos del PP ha defendido en que la corrupción "no es patrimonio de nadie" sino que "lamentablemente es patrimonio de todos".

Cospedal ha explicado que ahora está "de moda decir que los políticos somos la inmundicia humana" pero ha asegurado que la misma corrupción que asola a los partidos políticos se encuentra en otros ámbitos de la sociedad. "Si en una sociedad se realizan conductas irregulares, se realizan en todos los ámbitos", ha expresado.

Tras decir que la corrupción llega a todos los espacios sociales, Cospedal se ha mostrado en desacuerdo "con los que dicen y quieren hacer creer a los ciudadanos que éste es el país más corrupto del mundo". Así, ha señalado que en España se conocen los casos de corrupción porque "funciona el Estado de Derecho".

¿Es que acaso ha dicho algo que no sea cierto y razonable? Se ha limitado a afirmar que "la misma corrupción que puede haber en un partido político, la hay en la sociedad". ¿Y acaso no es verdad? ¿O es que el fontanero que nos ofrece una factura "sin IVA" no es un corrupto? ¿O es que solamente vamos a considerar corruptos a quienes defraudan o roban más allá de una cantidad determinada de dinero, y sólo si están desempeñando un cargo político? Si un político se comporta como un corrupto, ¿qué decir del empresario que le corrmpió? ¿Acaso no es él también un corrupto? ¿Y de los enchufes? ¿Qué decir de los enchufes? ¿Es que acaso sólo son criticables cuando son otros los que se benefician? Seamos honestos, por favor. La corrupción, en el caso de la sociedad española, es más bien generalizada. Hace apenas unos cuantos años, viviendo en Sevilla, desempeñaba yo las funciones de Secretario de Organización y Administración (esto es, tesorero) de una Agrupación Local del PSOE (a la sazón el partido que se encontraba en el Gobierno de la nación, la comunidad autónoma y el gobierno local) cuando, en el momento de pagar al profesional que había inspeccionado, como es preceptivo, los extintores de incendio de la Casa del Pueblo, me preguntó ni corto ni perezoso si quería la factura con IVA o sin IVA. ¡Esto estaba sucediendo en la sede del partido del Gobierno! Tan sólo un año o dos antes, al proceder a pasar por caja en un invernadero donde compré unas cuantas plantas, al cajero me hizo la dichosa preguntita de marras también. Es de lo más común. ¿Y qué es eso sino fraude fiscal? ¿Qué la cantidad no es tan grande como las cifras que oímos en los medios de comunicación? Por supuesto. ¿Y qué? ¿Es que acaso eso lo justifica? ¿Es que acaso eso lo convierte en una acción éticamente aceptable? Por desgracia, cuando se trata de asuntos de naturaleza ética, la amplia mayoría de la sociedad española ve las cosas con bastante liberalidad. No son pocos los comportamientos claramente poco éticos que se aceptan con impunidad junto a una conminación a "no ser un estrecho" o "no tomarse las cosas demasiado en serio". De aquellos polvos estos lodos. La corrupción siempre se ve mal en los demás, pero no en uno mismo. En ese otro caso, se trata de ser "un listo". Y, como es lógico, en cuanto alguien desempeña un cargo donde administra dinero... pues eso, que, como suele decirse, quien toca miel se chupa los dedos.

Y, que conste, nada de esto debe interpretarse como un apoyo implícito o explícito al PP, que se ha visto envuelto en un buen número de escándalos de corrupción. ¡Para nada! Pero, por favor, dejemos de hacer demagogia barata con estos temas. La corrupción, en España, está bien lejos de ser un problema limitado a "la casta", como prefieren llamarles quienes les acusan todo envueltos en prístinas banderas éticas estos días. Sencillamente, estoy convencido de que a menos que logremos reformar no solamente la política española sino hasta la sociedad misma, volveremos a tener problemas similares en unos cuantos años o décadas. {enlace a esta entrada}

[Thu Dec 11 11:41:23 CST 2014]

Si hay una cosa que me da rabia es la demagogia irresponsable que se limita a criticar sin proponer soluciones constructivas. Se trata, me parece, de una auténtica epidemia que, por desgracia, no nos afecta solo a los españoles. Y, para colmo, la crisis económica que nos golpea (por no hablar de la crisis de valores) no hace sino empeorar la situación. Así, por ejemplo, ayer leía en El País que los vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) rechazan las críticas a la excarcelación de etarras. En particular, rechazan las críticas públicas que se les lanza desde el propio Gobierno:

Junto a lo que consideran una "injerencia" del Ejecutivo en la independencia de los jueces, los vocales mostraron su "honda preocupación" por las "invectivas" que los magistrados que decretaron la acumulación de las condenas en Francia han sufrido de algunos medios de comunicación. "Cuando se vierten en la opinión pública destacando los datos identificativos y la imagen de los magistrados que las adoptan, acompañado de comentarios agresivos y vejatorios y enmarcado todo ello en una puesta en escena calculadamente manipuladora, cabe sostener fundadamente que se está instrumentalizando ese derecho a la libre emisión y difusión de opiniones para quebrantar la independencia judicial", sostienen los firmantes, Roser Bach, Victoria Cinto, Rafael Mozo, Concepcion Sáez, Pilar Sepúlveda y Clara Martínez de Careaga.

Según los vocales, "son las injerencias entre los poderes del Estado y el abuso en el ejercicio de los derechos lo que contribuye a minar la confianza pública que debe inspirar en todo momento la actuación del Poder Judicial, a disminuir la confianza de los ciudadanos en los juzgados y tribunales y a generar la sospecha de falta de imparcialidad en jueces y magistrados". Por ello, los vocales piden que el CGPJ salga en defensa de los jueces Manuel Fernández de Prado, Ramón Sáez y Javier Martínez Lázaro, magistrados de la Sección Primera que acordaron la acumulación de las condenas, y de José Ricardo de Prada, juez de la Sección Segunda que emitió un voto particular en el mismo sentido.

Creo que ya lo he explicado en otras ocasiones, pero nunca está de más el repetir ciertas cosas. Se puede estar legítimamente en desacuerdo con las decisiones que toma el poder judicial. Y, por supuesto, se pueden expresar dichas discrepancias públicamente. Ahora bien, conviene tener bien presente dos asuntos que me parecen de vital importancia: primero, que no es lo mismo que la crítica la haga un columnista o un tertuliano que la portavoz del Gobierno; y, segundo, que las críticas a las decisiones judiciales han de basarse siempre en razones jurídicas, que no políticas. En este asunto, como en tantos otros, me temo que se muestran bien a las claras las limitaciones que tenemos como un pueblo escasamente acostumbrado a la tradición de las instituciones democráticas. Los jueces tienen como función juzgar aquellos casos que se les presenten en los que se acusa a alguien de incumplir la ley. Por consiguiente, su interpretación ha de estar basada siempre en la ley y no en sus propias opiniones personales. En eso consiste la separación de poderes. Esa, y no otra, es precisamente la función del sistema de justicia. Por tanto, si a los dirigentes del PP no les parecen bien las disposiciones legales con respecto a los presos etarras podrían hacer lo que les corresponde en función de su papel en el sistema democrático, esto es, legislar. Si cambian la ley, los jueces tendrán que tomar otras medidas. Así funciona la democracia liberal representativa que, de momento, es la única que tenemos. Y, por cierto, ¡ya está bien de usar el tema del terrorismo como arma arrojadiza para ganar votos en las urnas! Es, sencillamente, indecente.

Pero, por desgracia, éste no es el único ejemplo de demagogia irresponsable sobre el que leemos estos días. Hoy mismo, sin ir más lejos, leemos en El Mundo que el Ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, ha criticado severamente a quienes le acusan por las "devoluciones en caliente". En este caso, creo, quien está cayendo en el pecado de demagogia irresponsable no es el Ministro, sino quienes lanzan acusaciones sin ton ni son contra el Gobierno sin proponer alternativa alguna. Para ser claros, no creo que a nadie le guste expulsar inmigrantes ilegales. De hecho, siempre y cuando sea posible vivir una vida digna, dudo mucho que la amplia mayoría de la gente se oponga a la presencia de inmigrantes. El problema surge cuando, como viene a suceder la mayoría de las veces, los recursos económicos disponibles son más bien limitados. O, como dice, el Ministro, si alguien les garantiza trabajo y manutención dudo mucho que se niegue a enviarlos a la dirección que le indiquen. El problema, claro, es que las cosas no son tan fáciles. La misma gente que se opone frontalmente a la política de inmigración del Gobierno (que, la verdad sea dicha, tampoco se diferencia tanto de la del Gobierno anterior pues, al igual que sucede en los EEUU, las políticas de inmigración de un Gobierno y de otro se parecen como dos gotas de agua) es perfectamente consciente de que la solución no puede pasar por derribar la frontera y permitir que entre todo dios. ¿O es que acaso alguien propone eso? Por supuesto, nada de esto implica que me parezca bien la instalación de cuchillas en la verja fronteriza. Ni tampoco el abuso físico de quienes intentan cruzar la frontera ilegalmente. Las cosas no son siempre blancas o negras. Hay muchísimos matices de gris y hasta una amplia paleta de colores de todo tipo. {enlace a esta entrada}

[Sun Dec 7 15:58:57 CST 2014]

El País publica hoy un artículo del historiador José Álvarez Junco sobre el efecto distorsionador del nacionalismo en la interpretación de ciertos sucesos históricos que no está de más leer. Se concentra en tres acontecimientos: la Guerra de la Independencia española, la Guerra de Sucesión y el régimen de Vichy. En los tres casos subraya que el mito nacionalista sobre cada uno de esos acontecimientos no es sino una distorsión simplificadora de la realidad puesta al servicio de una ideología chauvinista. Así, por ejemplo, en lo que hace a la guerra contra la invasión napoleónica, explica:

Para defender aquella versión había que olvidar que el general en jefe de los Ejércitos supuestamente "españoles" se había llamado sir Arthur Wellesley, duque de Wellington; que en las filas "francesas" habían luchado no solo regimientos y mariscales de Napoleón (con tropas polacas o italianas), sino también soldados y generales españoles; que las élites intelectuales, eclesiásticas, burocráticas y militares del país se habían alineado mayoritariamente con José Bonaparte; y que la guerra había estado virtualmente ganada por los josefinos durante tres años, entre principios de 1809 y finales de 1811, hasta que Napoleón se llevó a más de la mitad de sus tropas a la desastrosa campaña rusa; solo entonces se atrevió el cauteloso Wellington a salir de Portugal; y fue él, y no los generales españoles, quien ganó batallas a los franceses. En la primavera de 1810, cuando Cádiz y Palma de Mallorca eran las únicas ciudades rebeldes al rey José, este hizo un periplo por Andalucía en el que fue recibido de manera entusiasta en numerosas poblaciones. Ningún monumento, ni libro subvencionado por instituciones nacionales ni regionales, recuerda aquel viaje.

Por supuesto, otro tanto cabe decir con respecto al mito francés de la Resistencia, que con tanto vigor defendiera el general De Gaulle al acabar la Segunda Guerra Mundial:

Lamentablemente para esta versión tan autocomplaciente, también en este caso se produjo una colaboración con los ocupantes mucho más generalizada de lo que se nos quiere hacer creer; que el gobierno de Vichy no fue solo una marioneta (que lo fue), sino que sintonizaba con una parte importante de la población francesa; que la conservadora visión del mundo del mariscal Pétain, tan ajena a la tradición revolucionaria, coincidía con lo que sentían muchos franceses, sobre todo provincianos de clases medias. Para Pétain, el eximio patriota, el héroe de Verdún, la colectividad debía primar sobre los individuos; Francia era un país católico; protestantes, extranjeros y judíos no eran gente de fiar; era preciso eliminar el capitalismo liberal, una "importación extranjera"; y el país debería reorganizarse, no sobre la base del individualismo inorgánico propio de la "seudo-democracia plutocrática", sino a partir de sus "comunidades naturales" (familia, profesión, región), únicos principios sólidos para una sociedad ordenada y estable.

Con Pétain colaboraron, aparte de la miríada de oportunistas que aparecen en estas ocasiones, las organizaciones de excombatientes de 1914-1918 y buena parte de los altos cuerpos de la Administración, la Iglesia, los patronos, los grandes industriales, la banca y muchos artistas e intelectuales; en general, clases sociales acomodadas, dominadas por el antibolchevismo, la obsesión por mantener el imperio colonial y el temor a los cambios sociales propios de la modernidad que Francia llevaba décadas experimentando. Hubo cientos de miles de franceses, de todas las procedencias y clases sociales, que no solo denunciaron a judíos sino que prestaron apoyo político explícito a los alemanes, hicieron propaganda a favor de la colaboración e incluso se enrolaron con el uniforme del ocupante.

Nada de esto casa bien con el eximio autorretrato que tanto gusta a los nacionalismos, por supuesto. De ahí que se manipule y distorsione la realidad, y que se repita el mantra del nuevo mito totalmente inventado hasta que sea aceptado por la mayoría de la población como lo más natural. En otras palabras, se crea un nuevo consenso social sobre la base de un mito que ha sido inventado casi por completo. Y esto se hace, como es lógico, tanto en España como en Francia... como en EEUU o cualquier otro sitio. Y, tampoco hay que engañarse demasiado, la educación no suele ser en buena parte sino la socialización de las nuevas generaciones en este tipo de mitos comúnmente aceptados. Si acaso, es la cultura humanista (correctamente entendida, eso sí) la que quizá pudiera representar una alternativa a este tristed estado de cosas. El problema, claro, es que de un tiempo a esta parte no hacemos sino erosionar los cimientos mismos del pensamiento ilustrado, fundamento de ese espíritu humanista. {enlace a esta entrada}

[Wed Dec 3 11:56:12 CST 2014]

Echándole un vistazo hoy a la web de Rebelión me encuentro con la siguiente imagen que, por desgracia, viene a ilustar bastante bien el auténtico significado de las fiestas de Navidad en la mayoría de nuestros países:

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[Mon Dec 1 15:34:10 CST 2014]

Leo hoy en El País un artículo de opinión firmado por Félix de Azúa titulado Un partido de profesores en el que se plantea un tema que, me parece, conviene tener en cuenta en lo que hace a los dirigentes de Podemos. Quien me conoce sabe que no me gusta nada la ofensiva en que parecen haberse embarcado los medios de comunicación españoles para desacreditar a Podemos como alternativa de gobierno. Y, cuidado, porque no son pocos los puntos oscuros sobre los dirigentes de aquella formación y sus propuestas, como yo mismo he ido señalando en estas páginas. Pero una cosa es el discurso razonado y otra bien distinta las campañas orquestadas por no se sabe bien qué intereses oscuros. Sin embargo, la advertencia del catedrático Félix de Azúa no debiera caer en saco rato, creo yo, porque sabe de lo que habla:

Dicho sin farisaísmos, la Universidad está tan corrompida como las finanzas, los partidos o los sindicatos: es una de las instituciones más corruptas del conjunto institucional español. Por esta razón la enseñanza española es la que recoge la más baja calificación en todo el conjunto europeo, un suspenso que se sucede año tras año con gran regocijo de los partidos políticos.

(...)

Ahora bien, ¿han oído a Iglesias, a Errejón, o a los dirigentes de Podemos en la sombra presentar un programa de limpieza del mundo universitario español? No lo verán. Están allí acomodados como Blesa y sus chicos en Caja Madrid. La Universidad es su finca y nadie se atreverá nunca a limpiar esos establos. Los jefes de Podemos pueden lanzar a la calle 100.000 individuos en media hora y colapsar una ciudad. ¿Van a decir algo sobre los funestos sindicatos estudiantiles? ¡Cómo van a hacerlo si ellos los controlan! También son ellos quienes deciden quién entra y quién no en su residencia. Cuando revientan actos no lo hacen por ideología (de la que carecen, aparte de un sumario castrismo-leninismo), sino para mostrar quién es el amo de ese mayorazgo. En los reportajes de aquella violenta irrupción en la conferencia de Rosa Díez se puede ver a los jefes y matones del actual Podemos intercambiando órdenes como si fueran los falangistas de la Complutense de los años treinta.

Como digo, me parece una crítica justa y razonada. Quien haya vivido la Universidad española por dentro sabe que el autor no exagera. {enlace a esta entrada}