|
[2024] [2023] [2022] [2021] [2020] [2019] [2018] [2017] [2016] [2015] [2014] [2013] [2012] [2011] [2010] [2009] [2008] [2024] [2023] [2022] [2021] [2020] [2019] [2018] [2017] [2007] Diciembre Noviembre Octubre Septiembre Agosto Julio Junio Mayo Abril Marzo Febrero Enero [2006] [2005] [2004] [2003] [2002] |
[Thu Aug 30 16:45:12 CEST 2007Como ya escribí en su momento, hace unos días que murió Francisco Umbral y, como suele suceder en estos casos, no hemos dejado de oír loas a su persona desde entonces. Ya advertí que nunca fue santo de mi devoción y me costó algo de trabajo terminar los dos únicos libros suyos que me atreví a leer. Y, por lo que hace a sus famosas columnas (la colección completa de sus columnas publicadas por El Mundo pueden encontrarse en el especial dedicado a su persona en el sitio web del periódico), hacía ya mucho tiempo que las comenzaba y no las terminaba, perdiéndome como me perdía entre tanto comentario nostálgico e impresiones inconexas sobre nada en particular. Aún reconociendo, como reconozco, la valía de Umbral como cronista de su tiempo, me da la sensación de que llevaba ya bastante tiempo viviendo en los laureles y escribiendo exclusivamente sobre sí mismo y sus recuerdos todo el tiempo. Sea como fuere, muchos españoles le recordarán por aquel incidente que protagonizara en el programa televisivo de Mercedes Milá cuando amenazó con abandonar el plató porque había acudido a los estudios para hablar de su recién publicado libro (precisamente La década roja, uno de sus dos libros que sí he leído) y la presentadora no le hizo una sola pregunta al respecto. Seguramente tenía toda la razón del mundo, pero la actitud arrogante con que reaccionó no le ganó precisamente muchas simpatías. En fin, hoy me he encontrado un corto video en YouTube que recoge precisamente aquel incidente. A lo mejor era un genio, pero obviamente necesitaba trabajar un poco más los modales. {enlace a esta historia} [Thu Aug 30 12:56:11 CEST 2007]Parece que ya amainó el temporal que sufrimos a consecuencia de la Ley de la Memoria Histórica, que tan mal le pareció a la derecha. Rajoy repitió una y otra vez que a los ciudadanos les interesaba bien poco el tema, y que el Gobierno debería usar su tiempo y energía en legislar sobre los asuntos que de verdad importan. Por supuesto, si el Gobierno de turno únicamente prestara atención a los asuntos que preocupan a los ciudadanos no tendríamos sino un Presidente que gobierna a golpe de encuesta, reaccionando instantáneamente ante cualquier espasmo episódico magnificado por los medios de comunicación... en fin, algo parecido a Sarkozy en Francia, más preocupado por reaccionar con las palabras correctas ante las últimas noticias que por gobernar (es decir, administrar los asuntos comunes). Y es que la democracia contemporánea se parece cada vez más a un concurso televisivo, uno de estos reality shows en los que la audiencia decide quién se queda y quién se va a su casa a hacer gárgaras. La democracia como mera competencia de popularidad. Un Gobierno que verdaderamente prestara atención a lo que preocupa a los ciudadanos estaría bastante ocupado con los bajos salarios, la marcha de la economía y los problemas para encontrar vivienda a un precio asequible, desde luego, pero también con las tetas de la Pataki, los vaivenes del Madrid y el último tema de moda, cualquier que éste sea. En definitiva, que más que un Gobierno sería un choteo. En todo caso, lo que me interesa resaltar aquí no es tanto el concepto que Rajoy pueda tener de cómo gobernar correctamente, sino su claro desprecio hacia quienes perdieron la Guerra Civil. No se trata de abrir viejas heridas (y, ciertamente, habría que andarse con mucho cuidado en este respecto), pero ¿en qué cabeza puede caber que el desprecio público, histórico y consistente contra uno de los bandos —el perdedor— pueda interpretarse como cicatrización de viejas heridas? Supongo que no será el caso del señor Rajoy, pero yo vivo en un barrio —el barrio sevillano de Bellavista— fundado por presos republicanos condenados a trabajar en el canal del Bajo Guadalquivir, y a quienes se les han hecho bien pocos reconocimientos públicos durante estos años de democracia. Algunos de ellos aún están vivos, y cobran una miseria de pensiones porque no pudieron jamás continuar su vida profesional en el Ejército. Ni se ven calles con su nombre (mientras que en algunos pueblos conservadores de las afueras aún pueden verse calles dedicadas al Generalísimo Francisco Franco o a José Antonio Primo de Rivera, que desde luego no contribuye nada a reabrir viejas heridas) ni se les ha hecho reconocimiento público alguno cuando, en el mejor de los casos, lucharon por la democracia frente al fascismo, y, en el peor, por el totalitarismo comunista frente al igualmente totalitario fascismo de sus todavía hoy celebrados y reconocidos enemigos. Sencillamente, no podemos escudarnos en la excusa de no reabrir viejas heridas para seguir permitiendo que el cuerpo de Victorino Pereda, alias Ino, guerrillero comunista muerto en 1945 a manos de la Guardia Civil en Cáceres, continúe enterrado a las puertas mismas del cementerio local por órdenes del cura, "para que todo el mundo pise la tumba del rojo". No se trata sólo de un desprecio a la memoria del fallecido, sino también de sus compaeñeros de armas y sus descendientes directos. Se mire como se mire, ésta no es forma de superar el pasado. No es necesario mirar a nuestra Historia con sed de venganza para reivindicar la recuperación de la memoria de estos individuos con quienes se cometió tamaña injusticia. Y si el señor Rajoy no entiende esto, a lo peor es que aún continúa anclado en ese pasado tan nefasto. {enlace a esta historia} [Thu Aug 30 11:20:14 CEST 2007]Por si alguien dudaba de la progresiva americanización de la política española —y quién sabe si, quizás, la europea también— hoy leemos en El País que el PP prepara una convención política en enero para impulsar su proyecto político poco antes de las elecciones. Atento al detalle: no se trata de un congreso, no, sino de una convención. ¿Y cuál es la diferencia, se preguntará más de uno? Pues, fundamentalmente, que en una convención, como señala el redactor de El País, "no hay cambios de nombres ni se voto nada". En otras palabras, que se trata de un mero acto propagandístico, de una excusa para hacer campaña fuera de la campaña; en definitiva, una especie de macro-mitin para copar los medios de comunicación durante unos días. Como decía al principio, la política de la imagen estadounidense trasladada a estos pagos, y poco más. Habrá que ver cuánto tarda el PSOE en adoptar la idea para así confirmar la disneificación de nuestra cultura política. Es una lástima, sin embargo, que no se copien otras características del sistema político estadounidense que sí que me parecen más positivas, como es el caso de la mayor cercanía de los representantes políticos a los ciudadanos gracias el menor tamaño de las circunscripciones electorales, por poner un ejemplo —por cierto, no nos llamemos a engaño, me temo que los elementos positivos que podríamos adoptar del sistema político americano son muchos menos que los negativos; tras vivir allá durante más de doce años no me cabe duda alguna de que prefiero nuestro sistema, con todas sus limitaciones y problemas. {enlace a esta historia} [Tue Aug 28 09:14:14 CEST 2007]Anoche falleció Francisco Umbral, considerado por muchos el mejor columnista de la prensa española de nuestros días. Pedro J. Ramírez, al enterarse de su muerte, le ha calificado de "maestro de columnistas". Yo, por mi parte, no le leí hasta que llegué a Madrid —donde se le tenía muchísimo respeto— mediada la década de los ochenta, y la verdad es que jamás le cogí el gustillo. Aparte de algunas de sus columnas, leí Guía de la postmodernidad y La década roja, y me pareció que ambas pecaban de lo mismo: la actitud envanecida y chulesca del autor, y un gusto excesivo por lo banal —cuando no por el cotilleo puro y duro. Eso sí, Umbral era bastante bueno describiendo atmósferas, situaciones, ambientes, y después de todo imagino que eso es lo principal en un cronista. Vése, si no, el comienzo de su última columna publicada en El Mundo, dedicada a Eugenio d'Ors: {enlace a esta historia} [Mon Aug 27 10:33:46 CEST 2007]Se da entre nosotros una interesante paradoja por lo que respecta a los nacionalismos periféricos. Cuando, como en el caso vasco, toman un carácter violento, se hacen llamamientos al abandono de las armas y la aceptación incondicional de los métodos democráticos para la consecución de sus objetivos finales. Así, se advierte a quienes simpatizan con la izquierda abertzale que sus estrategias se han quedado anticuadas y rayan con el totalitarismo más atroz, sobre todo no habiendo razón alguna para que se nieguen a entrar sin cortapisas en el juego institucional. Ahora bien, en cuanto un nutrido grupo de ellos se decide a abandonar la violencia política y sigue el consejo que se les ofrece —véase, por ejemplo, el caso de Aralar en Navarra—, aún se les niega legitimidad alguna para plantear sus propuestas independentistas. En otras palabras, que para ciertos sectores de la ciudadanía española, el independentismo es tabú y no puede plantearse, ya sea recurriendo a la violencia o sin ella. A lo mejor otros ven esta actitud con buenos ojos, pero a mí me parece obviamente contradictoria y de una intolerancia patente, sin que por ello haya de estar necesariamente de acuerdo con las ideas de fondo, por supuesto. Uno puede oponerse al nacionalismo independentista sin por ello negar a sus partidarios la legitimidad que les asiste en cualquier sistema democrático de expresar y defender sus ideas con la fuerza del voto ciudadano. Viene todo esto a cuento de un titular sobre Carod Rovira que me he encontrado hoy mientras revisaba las noticias del diario ABC: Carod radicaliza su discurso y pide un referéndum de independencia en 2014. No creo haber leído jamás una noticia de este tipo en un medio de comunicación cercano a la derecha sin tener siempre la sensación de que le echan en cara al líder político en cuestión el que haga siquiera unas declaraciones de tono independentista. Cabe preguntarse qué otro tipo de declaraciones pueden esperarse de un independentista. Como decía, uno no puede evitar la sensación de que lo que se les echa en cara no es sino el mismo hecho de que hagan declaraciones públicas en las que manifiesten sin lugar a dudas sus convicciones independentistas. Pero, ¿qué otra cosa cabe esperar, pues? ¿Loas a la unidad de España? ¿Cómo podemos llamar a eso tolerancia? No defiendo, por descontado, que uno haya de estar de acuerdo con las peregrinas ideas que se le ocurren a Carod Rivera cada dos por tres, pero ello no quita para que uno reconozca su derecho —de hecho, su deber como portavoz de los independentistas catalanes— a plantear ciertas cuestiones que a todos los demás nos pueden parecer incómodas. A fin de cuentas, lo que se nos plantea es bien fácil: ¿creemos de verdad en la democracia o no? {enlace a esta historia} [Fri Aug 24 16:03:57 CEST 2007]Hace unos días escribía en estas mismas páginas que no soy muy proclive a creer en el concepto de carácter nacional. Pues bien, me acabo de encontrar un buen ejemplo del tipo de lógica simple y ramplona a que dicho concepto conduce demasiado a menudo. Se trata de un breve texto de Jorge Urrutia para el diario La Razón titulado Modernidad y complejo: ¡Ahí es nada! ¡Hay que ver la cantidad de cosas que se solucionan con un par de ideas preconcebidas, un poco de disposición a la generalización y dos párrafos bien puestos! Por lo que hace a las afirmaciones del primer párrafo, seguramente tiene razón Urrutia. Existe de hecho algo que tal vez pudiéramos llamar síndrome del rabillo del ojo en nuestro país, pero es que también hay que tener en cuenta que durante casi todo ese siglo XX del que habla Urrutia España estaba sin lugar a dudas décadas por detrás de la mayor parte de los otros países europeos. Vamos, que el complejo de inferioridad al que se refiere no surgió de la nada. Es más, me atrevería a decir que quizás sin la presencia de ese síndrome al que se refiere aún andaríamos tan contentos por estos pagos con el paleto Spain is different. Ahora bien, donde sí que creo que Urrutia mete la pata —como solía decir uno de mis profesores de la EGB— hasta el corvejón es con su segundo párrafo. ¡Hay que ver lo fácil que es retratar todo un país con unas cuantas pinceladas, sobre todo si éstas están bien definidas y usamos colores primarios, no vaya a ser que compliquemos las cosas demasiado! ¿Que los franceses siempre han querido ser modernos? ¿Y dónde dejamos a de Maistre, Maurras y Pétain, entre tantos otros? ¿Que no existe un problema de Francia? Seguramente por eso será que Sarkozy se ha apresurado a crear un Ministerio de Inmigración e Identidad Nacional, sin mencionar el eterno problema de lugares como el País Vasco francés, Córcega o la región del Midi entera. El que uno se esfuerce en barrer los prolemas bajo la alfombra no significa que no existan o no estén al menos latente. Que se lo pregunten si no a quienes creyeron haber solucionado precisamente este problema en España bajo el régimen de Franco aplicando precisamente estas "soluciones". ¿Y qué decir de Inglattera? Imagino que Urrutia quería referirse realmente al Reino Unido, hablando con propiedad, pues el equivalente de España no es Inglaterra, sino el Reino Unido. Solamente hay que echarle un vistazo a los periódicos para enterarse de los avances de los nacionalistas escoceses y galeses en las urnas, y eso sin entrar siquiera en el conflicto de Irland del Norte, que se extendió durante buena parte de ese siglo XX del que habla Urrutia precisamente. En fin, que si hay una enseñanza que extrar en este sentido de nuestro siglo XX es precisamente que el comentario pseudo-filosófico al estilo orteguiano no conduce a ninguna parte. Hay muchas cosas que admirar en Ortega y Gasset, pero ésta del comentario a vuelapluma en que se describe y cataloga a toda una nación con dos o tres caracterizaciones de medio pelo me parece de las influencias más nefastas que nos dejara, y, tristemente, desde entonces no han dejado de salirle imitadores en nuestra escena intelectual. Jorge Urrutia me parece, en este sentido, un nombre más que añadir al largo listado, al menos por lo que hace a este artículo en particular, pues bien es posible que hay escrito otras muchas cosas que nos puedan ser de mayor interés y provecho. {enlace a esta historia} [Fri Aug 24 12:28:58 CEST 2007]La nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía parece estar dando mucho de sí desde que se hiciera pública la propuesta del Gobierno en su momento. Ahora resulta que todos aquellos conservadores que hace tan sólo unos años echaban de menos la presencia de una asignatura en nuestras escuelas que inculcara en los chavales unos valores de respeto y estima por las leyes se han convertido en rabiosos ultraliberales que reivindican el derecho de los padres a mantener a raya al invasivo Estado opresor. Que conste que en el transcurso del debate sobre este tema se han oído algunos argumentos interesantes por un lado y por otro, pero aquéllos que se oponen a la nueva asignatura por principio, creyéndola una intolerable intromisión del Estado en el derecho de los padres a educar a sus hijos en los valores que crean conveniente yerran, en mi opinión, por completo. De hecho, parece mentira que precisamente ahora que se nos plantea la necesidad de defender sin reparos las virtudes del espíritu democrático y tolerante frente a quienes pretenden imponer su particular concepto de identidad religiosa y cultural como corpus último y único del ordenamiento civil, salgan éstos a defender a capa y espada el derecho de los individuos a hacer lo que les plazca. Pues no, mire usted. Quien piense que el fundamento de la democracia occidental consiste en que cada cual haga lo que quiera —algo muy acorde, por cierto, con el hedonismo desbocado que tanto critican muchas de estas luminarias, por otro lado— está muy equivocado. Parece mentira que haya que repetir algo tan básico a estas alturas de la película. Como explicaba Fernando Savater en un artículo que publicó El País ayer: ¿Tan difícil es comprender esto? ¿Es que acaso nuestros ultraliberales nos han pasado a aquellos que nos reconocemos en una tradición socialdemócrata por el otro extremo? ¿No eran ellos precisamente quienes hacían llamamientos en los sesenta contra el hiperindividualismo hedonista y desintegrador de la contracultura? Casi pareciera ahora que aquel espíritu yoísta pervada de cabo a rabo las filas del liberalismo contemporáneo, un liberalismo de nuevo cuño al que quizá debiéramos llamar simplemente neoliberalismo para distinguirlo del liberalismo clásico de antaño. Y es que, de la misma forma que en el seno de la izquierda hemos asistido al surgimiento de una izquierda postmoderna y multiculturalista, identitaria y relativista, otro tanto parece haber sucedido en el campo de la derecha liberal-conservadora. Curiosamente, ambas parecen tener algo en común: el hiperindividualismo consumista —lo siento, pero me niego a llamar hedonismo a la pura cortedad de miras y al consumo indiscriminado de productos. A tal grado de confusión hemos llegado que se nos está planteando de nuevo la vieja disputa entre instrucción y educación (de hecho, el motivo principal del artículo de Savater no es otro sino debatir las posiciones de Rafael Sánchez Ferlosio y Xavier Pericay sobre este otro tema). Dejo la palabra, una vez más, a Savater; Se trata, precisamente, esta distinción entre instrucción y educación que pretende recluir a la primera en la escuela y dejar la segunda en manos de los padres, del argumento principal que esgrimen los ultraconservadores estadounidenses para reivindicar que la escuela pública deje de inmiscuirse en asuntos de moralidad pública, pues estos, según aducen ellos, deberían dejarse siempre a los padres. Cualquier intento por parte del sistema de educación pública de inculcar valores tan básicos como el respeto o la tolerancia en los niños se ve, al parecer, como intromisión de un Estado cuasi-totalitario en lo que al fin y al cabo no es sino un ámbito privado. Pues bien, he ahí precisamente el error. La educación de nuestros futuros ciudadanos en un contexto que fomente la tolerancia y el respeto al prójimo y a las ideas y opciones morales y personales de los otros no constituye síntoma alguno de opresión, sino que supone más bien la condición sine qua non para la sobrevivencia de nuestra democracia liberal. Cuesta trabajo creer que la confusión haya llegado hasta tal punto que algo tan básico no se entienda. Por cierto, que si alguien necesitara echarle un vistazo rápido a algunas de las sandeces que se han escrito con respecto a este tema, no tiene más acercarse a las páginas de La Razón. Lean, por ejemplo, La tolerancia atea, de Santiago Martín. Ahora resulta que educar en unos valores comunes que nos permitan vivir en paz no es sino una "religión atea" que, además, debería ser ofrecida como asignatura meramente optativa y alternativa a la de religión. En otras palabras, que educar a las futuras generaciones en los valores de la tolerancia y el respeto a las ideas de los demás es lo mismo que hablarles de un Dios en el que tan sólo una parte de los ciudadanos creen y sobre el que no cabe discusión posible más allá de la aceptación de unos dogmas de fe. Como advertía antes, da miedo pensar que estos son los mismos que quieren asegurarse de que el fundamentalismo islámico no se extiende por Europa. ¿Y cómo pretenderán hacerlo?, me pregunto yo. ¿Extendiendo la idea de que esos hijos de musulmanes no tienen obligación alguna de aprender nuestros valores democráticos? ¿Convirtiéndoles al cristianismo a la fuerza? ¿Permitiendo que eduquen a las futuras generaciones de musulmanes en el integrismo y la intolerancia? Porque, después de todo, si el Estado no puede inmiscuirse en estos asuntos, ¿qué argumentos podríamos usar para evitar la propagación de ideas fundamentalistas en la escuela? {enlace a esta historia} [Fri Aug 24 09:44:37 CEST 2007]Lo de la portada del sitio web del diario ABC esta mañana me parece un deleznable golpe bajo de claro carácter propagandístico, aunque admito que pueda deberse a un simple error o casualidad. Leyendo los titulares de arriba abajo, uno se encuentra con la siguiente sucesión de noticias: La clave, por supuesto, es la conjunción copulativa, que asocia el buen sueño del Presidente con la ristra de malas noticias que le precede. Como decía, propaganda de la más burda. Por cierto, que ni siquiera en el tan anti-gubernamental El Mundo he visto este tratamiento de las vacaciones presidenciales. {enlace a esta historia} [Mon Aug 20 11:59:40 CEST 2007]Por pura casualidad, me he tropezado con un artículo sobre Kiki de Montparnasse publicado por The Guardian hace ya varios meses que no hace sino resaltar lo erróneo de pensar que cualquier tiempo pasado siempre fue mejor: La verdad es que, salvando algunas distancias insalvables —por ejemplo, el hecho de que Kiki nació en la más absoluta pobreza—, casi lo mismo podría decirse de Paris Hilton, explotadora de cotilleos y vividora sin par. Pero lo que me interesa subrayar aquí es que no se trata precisamente de un fenómeno tan reciente como quisiéramos pensar. Y es que ni cualquier tiempo pasado fue siempre tan ideal como nos gusta repetir, ni tampoco el presente es tan nefasto. {enlace a esta historia} [Mon Aug 20 09:19:54 CEST 2007]Quien me conoce sabe que no me atrae demasiado la idea del carácter nacional —ni tampoco los nacionalismos en general, pero ésa es otra historia. Nacida, paradójicamente, junto al pensamiento ilustrado del siglo XVIII, me temo que la ideíta dichosa no ha hecho sino oscurecer desde entonces todo tipo de análisis sociales y políticos con estereotipos y medias verdades. Demasiado a menudo, el carácter nacional no fue sino un último recurso desesperado del que echar mano cuando ya no quedaban otro tipo de explicaciones satisfactorias —o, lo que es lo mismo, un mito portador de significado al margen de cualquier evidencia empírica. El concepto de carácter nacional ha sido a menudo blandido cual comodín, sirviendo igual para un roto que para un descosido, lo cual no hace sino destacar la enorme falsedad que esconde. Tiene poco de extrañar, entonces, que lo mismo se haya usado para justificar lo que se consideraban defectos de un pueblo como para explicar sus virtudes —de ahí, precisamente, su utilidad para los nacionalismos, irónicamente potenciados por el nacimiento y evolución de una filosofía, la de la Ilustración, en apariencia bien lejana al romanticismo desmedido. En fin, viene todo esto a cuento de la entrada más reciente en la bitácora de Alejandro Gándara en la que nos pone al día de su estancia vacacional junto a los fiordos noruegos. Casi al final, describiendo a sus vecinos, explica: Nada más lejos de la estereotipada imagen del nórdico frío y poco proclive a la conversación, y otro tanto puede decirse de las descripciones que Gándara hace de sus frecuentes visitas a Finlandia. Y es que la naturaleza humana tiende a ser bien similar en todos sitios, la verdad. ¿Quiere esto decir que las diferencias históricas, sociales y culturales no tienen influencia alguna? En absoluto. Pero tampoco podemos concebirlas como inalterables. De hecho, tiene poco de extraño que en un país donde la temperatura media sea de -15 C sea bien difícil encontrarse a los vecinos por la calle dispuestos a entablar una conversación interminable sobre cualquier asunto, sin que ello quiera decir que el mismo individuo no sea capaz de pasarse horas charlando sobre el sexo de los ángeles cuando se encuentre a resguardo de las inclemencias del tiempo. De la misma forma, tampoco debe extrañarnos que en un país donde las bajas temperaturas no invitan a frecuentar la calle cualquier conversación en un lugar público transcurra en un tono más bien bajo, al contrario de lo que sucede en los países mediterráneos. Y todo esto bien poco tiene que ver con la supuesta naturaleza nacional, sino más bien con la adaptación al medio. {enlace a esta historia} [Fri Aug 17 11:14:46 CEST 2007]El País publica hoy un pequeño reportaje gastronómico dedicado al aceite de oliva en que se nos habla de cinco firmas olivareras españolas que han entrado en el selecto club Grandes Pagos de Olivar. Como se nos informa en el artículo: Una cosa que siempre me llamó la atención durante mis años de residencia en los EEUU fue la facilidad con la que se podía encontrar aceite de oliva italiano en cualquier supermercado, algo que contrastaba con la escandalosa ausencia de aceites españoles. Por más vueltas que le daba al asunto, no acertaba a encontrar una razón convincente que pudiera explicar este hecho. Al final, me decanté por asumir que la industria española del sector, como suele suceder en otros campos, no había sido lo suficientemente agresiva y competitiva para penetrar el mercado estadounidense, pero ahora, a raíz de la lectura de este artículo, he de considerar si a lo mejor todo se reduce a un mero asunto de mercadotecnia: si Italia cuenta con un mayor número de aceites certificados como de alta calidad, tiene poco de extraño que el resto de aceites italianos se beneficien del prestigio que ello supone, pese al hecho de que la amplia mayoría de consumidores no compra este tipo de productos de gourmet. En todo caso, he de estar de acuerdo con el representante de la industria aceitera que se queja en el artículo de la falta de conocimiento de los aceites en nuestro país, a pesar de la enorme tradición olivarera que tenemos. Se trata, por lo demás de algo perfectamente aplicable al campo de los vinos, creo yo. Jamás he encontrado aquí en España el mismo interés que uno puede encontrar entre gente normal de la clase media estadounidense por la gastronomía y el buen comer. No sé a qué pueda deberse —¿menor poder adquisitivo, mayor miedo a ser considerado como un pretencioso?—, pero me parece una realidad incontrovertible. Por cierto que, ahora que hablamos de gastronomía, hace ya varias semanas que leí un reportaje en El País Semanal sobre el cocinero vasco Martín Berasategui en el que se nos cuenta cómo le entró el gusanillo de la cocina cuando era un niño y compartía el fogón con su madre y su tía en el bodegón familiar: A lo mejor ahí está la respuesta a la pregunta que antes me hacía con respecto a los aceites. Al menos desde hace cinco años o así —si no más—, se ha vivido en los EEUU un resurgir de los mercados tradicionales, de las ansias por comprar ingredientes frescos y de calidad, de la temporada casi siempre, orgánicos a menudo. Aquí, por el contrario, parece que aún estamos en el viaje de ida cuando los estadounidenses ya están de vuelta, y nos estamos lanzando alocadamente a la fiebre de los hipermercados, o al menos ésa es la impresión que tengo un año después de mi regreso. {enlace a esta historia} [Thu Aug 16 11:03:24 CEST 2007]Por más que se discuta sobre el tema, algunos no parecen enterarse aún de que es bien difícil (de hecho, políticamente suicida) abrir una mesa de negociaciones "política" mientras continúe la violencia etarra. Ahora ha sido Joseba Egibar quien ha vuelto a criticar que el Gobierno no esté dispuesto a hablar sobre el derecho a la autodeterminación hasta que ETA entregue las armas: No creo que sea tan difícil de entender que no es posible negociar con una pistola en la sien, y dudo mucho de que el propio Egibar estuviera dispuesto a aceptar la propuesta si fuera él quien tuviera a un pistolero apuntándole directamente a la nuca mientras "negocia". Una cosa es sentarse a hablar de las condiciones en las que ETA entregará las armas y el futuro que pueda esperar a sus presos —lo cual, me temo, habrá de suceder tarde o temprano, gobierne quien gobierne—, y otra bien distinta negociar el futuro de los vascos con la amenaza terrorista sobre la mesa. De la misma forma, no dudo que sea necesario sentarse a hablar de las demandas soberanistas de Egibar y sus seguidores, lo cual me parece que tiene plena cabida en una democracia madura —véase, si no, como ejemplo la reciente propuesta del Gobierno escocés de celebrar un referéndum sobre la independencia de su territorio—, pero creo razonable negarse a hacerlo mientras una de las partes amenaza de muerte a las otras partes si se niegan a aceptar sus condiciones. Eso no es negociación, sino imposición. Por cierto que, pese a todo, no comparto la demonización del PNV en la que caen tan a menudo muchos dirigentes del PP, pues tan lógico y democrático como mantener mi opinión me parece defender las ideas de quienes están a favor de la soberanía vasca, siempre y cuando sea por métodos estrictamente legales y pacíficos. Se mire como se mire, alguien tiene que representar políticamente a los independentistas vascos, que existir existen. Y ello sin considerar la opinión perfectamente legítima —aunque, me parece a mí, ingenua y equivocada— de que haciendo cesiones al soberanismo podría ser una forma de acelerar el fin de ETA. El que yo no esté de acuerdo con estas opiniones no les resta validez ni legitimidad, algo que no siempre parecen entender los dirigentes populares. {enlace a esta historia} [Wed Aug 15 11:50:23 CEST 2007]La verdad es que se veía venir. Chávez ha presentado al Parlamento venezolano una propuesta de reelección indefinida. Ni que decir tiene que, en un Parlamento abrumadoramente dominado por sus partidarios, cuesta trabajo pensar que la propuesta salga derrotada. Y, por si ello fuera poco, también se dispone a reestructurar la organización territorial del país sin negociar nada con la oposición. Pese a que no queda más remedio que reconocer que Chávez ha estado tomando decisiones de acuerdo a la más estricta legalidad, dudo mucho que haya alguien con un mínimo de capacidad de raciocinio independiente que no considere al Presidente venezolano un dictador en ciernes o, cuando menos, un líder con tendencias claramente autoritarias. En otras palabras, un peligro. Ahora bien, dicho esto, no puedo suscribir las opiniones de los conservadores norteamericanos que hacen llamamientos a favor de la deposición de Chávez mientras miran hacia otro lado cuando los regímenes amigos (Arabia Saudí, Jordania, Marruecos, Egipto, varias repúblicas ex-soviéticas...) caen en comportamientos similares, si no peores. La diferencia fundamental entre Chávez y otros muchos mandatarios internacionales con formas tan autoritarias como las suyas es, principalmente, el hecho de que el Presidente venezolano anda por ahí promoviendo un anti-americanismo de lo más ramplón. Pero, dejando eso aparte, hay pocos motivos para promover la deposición de Chávez que no puedan usarse también como argumentos contra más de un "amigo". De acuerdo, todas estas posiciones "de principio" están muy bien, pero ¿qué políticas deberíamos aplicar a la Venezuela chavista? Como decía arriba, no creo moralmente aceptable (ni coherente) una política que promueva la deposición de Chávez mediante una conspiración con la participación de elementos externos (ni, por supuesto, tampoco una repetición del fallido golpe de Estado de 2002), pero vistos los derroteros que toma su régimen sí que creo conveniente el distanciamiento diplomático. No me refiero, quede claro, a cortar por lo sano y romper las relaciones (me parece que ni siquiera EEUU ha hecho esto), sino más bien a enfriarlas del mismo modo que se ha hecho en el pasado con otros regímenes similares (Irán, Libia, el Irak de Sadam, etc.). En todo caso, creo que habría que endurecer la política que el Gobierno de Zapatero ha estado aplicando en el caso de Venezuela. {enlace a esta historia} [Tue Aug 14 08:45:04 CEST 2007]El País publica hoy un corto artículo describiendo el rincón donde trabaja el escritor Javier Marías que incluye algunos detalles interesantes: Lo cierto es que nada de lo descrito en el artículo puede sorprender a quienes suelen leer a Javier Marías. El detalle de dejar de escuchar música clásica cuando escribe "para evitar interferencias con el ritmo de la prosa" me pareció de lo más cuidado. {enlace a esta historia} [Mon Aug 13 09:11:54 CEST 2007]El País publica hoy un interesantísimo artículo escrito por John Gray, catedrático de Pensamiento Europeo en la London School of Economics, que viene a esclarecer algunas cosas con respecto al conflicto que se está viviendo en Irak, resaltando de paso los errores de la visión utópica liberal, que también existe —casi pareciera a veces que la única utopía trágica que hayamos conocido haya sido la socialista, a juzgar por lo que escriben algunos, y Gray viene a sacarnos de ese error: En otras palabras, que mientras el socialismo sostenía que, una vez erradicadas las desigualdades sociales, nos encontraríamos con el mejor de los mundos posibles, el liberalismo, por su parte, caía en una simplificación no menos ingenua, pero sometiéndolo todo en su caso a la conquista de la libertad "auténtica": una vez alcanzada la libertad para todos los individuos y pueblos, no habrá razón para hacer la guerra ni explotar a nadie, se nos decía. Esto me parece enormemente importante pues, como indicaba algo más arriba, una vez fracasado el experimento del socialismo real, se nos ha repetido hasta la saciedad que el utopismo socialista no podía conducir a otro sitio debido, fundamentalmente, a que no era sino un autoengaño con respecto a la verdadera naturaleza humana. Pues bien, Gray viene a recordarnos que el liberalismo tampoco está libre de esa misma culpa. De hecho, ambos, liberalismo y socialismo, son hijos del pensamiento moderno, y por tanto ambos caen en el mismo error en lo que respecta a la creencia ciega en un proyecto emancipador —para bien y para mal, habríamos de añadir aquí, pues no podemos obviar los aspectos positivos de dicho proyecto, los avances sociales, políticos y económicos que ha conseguido. En cualquier caso, Gray entronca esta reflexión con el conflicto en Irak, lo cual nos proporciona una visión de conjunto que, me parece, estamos dejando de lado demasiado a menudo, perdidos como estamos en el fragor de la batalla, por así decirlo: Quizás haya llegado finalmente el momento de darnos cuenta que la caída del Muro de Berlín no supuso, como pensábamos en aqué entonces, el fracaso del socialismo y el triunfo definitivo del liberalismo, sino más bien el fracaso del proyecto de la Modernidad como tal, al menos entendido en su forma más dura. ¿Y qué importa esto? Importa, y mucho, pues esta otra aproximación al fenómeno significaría el reconocimiento de que en 1989 no sólo se hundió la utopía socialista de la sociedad sin clases, sino también la utopía liberal de la autodeterminación de los pueblos y la libertad individual sin cortapisas. Desde entonces, andamos por esos mundos de Dios sin modelo que nos guíe. Y mientras más tardemos en darnos cuenta de lo que aquí hablo, más difícil tendremos el contruir nuevos modelos. Estamos, pues, en medio de una transición, y yo no recuerdo ninguna transición que haya sucedido sin problemas. {enlace a esta historia} [Wed Aug 8 10:44:01 CEST 2007]Debido a la modorra vacacional, no estoy escribiendo en estas páginas con tanta asiduidad, aunque al menos sí que tengo tiempo de sobra para la lectura —estos días he estado leyendo Near a Thousand Tables, de Felipe Fernández-Armesto, altamente recomendable. Ello no quiere decir que haya dejado todo lo demás de lado, ni muchísimo menos, pero sí que me lo estoy tomando con más tranquilidad. Así las cosas, cuando he vuelto a echarle un vistazo a la bitácora de Alejandro Gándara, resulta que no sólo ha tenido el tiempo suficiente de leer El misterioso caso alemán, de Rosa Sala Rose, sino que incluso se ha permitido el lujo de anotar unas cuantas reflexiones sobre el mismo durante varios días seguidos. ¿Desde cuándo tenemos este prejuicio, pregunta Gándara? Él lo debería saber tan bien como cualquier otro: el prejuicio de que el conocimiento, las artes y la belleza son el antídoto de la barbarie forma parte de nuestra civilización occidental casi desde sus inicios, al menos desde la Grecia clásica. La idea ha sido siempre errónea, pero no fue hasta el Holocausto que se hizo demasiado patente, innegable. Tiene poco de extraño, pues, que fuera precisamente entonces cuando comenzara la crisis de la Modernidad —es decir, por ende, la propia crisis de la fe inquebrantable en los presupuestos mismos de la civilización occidental que ha dado en llamarse postmodernismo. Pero, como decía, Gándara ha dedicado varios días a comentar las ideas que surgían de la atenta lectura del libro de Sala Rose. Así pues, el segundo día se detuvo a reflexionar sobre el concepto de Bildung: Uno se pregunta cuántos individuos puede haber incluso en la España de hoy que respondan a esta descripción, aunque afortunadamente su número, me parece, va en decremento. Una sociedad civil incapaz de ofrecer suficientes puestos de trabajo con los que ganarse la vida de forma decente y un Estado que, por el contrario, los suele ofrecer como mero lugar donde apalancarse hasta la jubilación, han ido produciendo varias promociones de jóvenes españoles lo suficientemente inteligentes y preparados como para identificarse con esa sociedad emergente de la Alemania imperial. Hay que alegrarse de que en nuestro caso la cosa no llegara a los excesos del neofascismo, sino tan sólo al mero aristocratismo intelectualizante del regenerador prescriptivo, del político de sillón. Finaliza Gándara su lectura del libro de Sala Rose con un par de conclusiones: Como suelo hacer en estos casos, yo prefiero buscar el punto medio: ni me parece correcto ensalzar la cultura puramente libresca como el no va más del conocimiento, ni tampoco me parece adecuado apostar, como algunos hacen, por la cultura de la acción, la afirmación indiscutible de que la experiencia directa es lo único que cuenta. Los libros, a fin de cuentas, nos transmiten la experiencia de los otros, nos abren a otras experiencias y otras ideas. La experiencia directa, por otro lado, es siempre experiencia propia, personal, individual, en primera persona, y, por consiguiente, también por ello demasiado proclive a personalismos y derivas mesiánicas. Las ratas de biblioteca son, ciertamente, sólo ratas, pero tampoco le van a la zaga los maravillosos cuerpos danone que se entregan al narcisismo inconsecuente. Por tanto, una vez más, me quedo con el término medio. {enlace a esta historia} [Tue Aug 7 18:06:50 CEST 2007]El número de Babelia de la semana pasada incluía una entrevista con Deyan Sudjic, crítico de arquitectura de The Observer. Entre otras interesantes cosas, nos encontramos con la siguiente reflexión: ¿Nos acercamos a una era en la que retornarán las ciudades-estado de antaño? ¿Asistiremos a una recuperación de la urbe cosmopolita y comercial del Renacimiento? Si, como parece, las grandes metrópolis se convierten en megalópolis, parece bien difícil que éstas no lleguen a alcanzar mayor importancia que muchos estados. Se trata, de hecho, de algo a lo que ya estamos asistiendo en nuestros días. Sólo nos queda considerar las consecuencias para nuestras instituciones sociales, políticas y económicas. {enlace a esta historia} [Tue Aug 7 10:42:04 CEST 2007]Navegando por aquí y allá me topo con una entrada en la bitácora de Juan Pedro Quiñonero en la que se pregunta si debiéramos decir "castellano" o más bien "español": No es que se trate de un tema de vital importancia, pero sí que lleva ya bastante tiempo asomando su cabeza en nuestro particular debate patrio sobre qué pueda significar España, por lo que merece la pena que lo tratemos aquí. La atención al detalle, después de todo, tampoco es baladí, sobre todo cuando hablamos de temas lingüísticos. Habrá que comenzar por reconocer con Quiñonero que la disputa refleja "seculares incertidumbres y conflictos irresueltos". Ahora bien, como suele suceder en el más amplio debate sobre los llamados nacionalismos periféricos, aquí también se deja entrever una cierta actitud altanera de parte de quienes se oponen a ellos. Me explico. Tan asumida tenemos una cierta idea de España heredada de nuestros antepasados que a muchos les parece insensato siquiera que se ponga en tela de juicio. Atendamos, si no, a la siguiente paráfrasis algo modificada de las aserciones de Quiñonero, y seguramente entenderemos lo que quiero decir mucho mejor: Claro, de buenas a primeras, la misma lógica sensata aplicada a otro campo no sería aceptada por Quiñonero, lo cual no hace sino subrayar que el problema está ahí, que está muy enraizado y que dista mucho de ser tan simple como él nos quiere hacer ver. Así pues, lo primero que habría que exigir, por básico que parezca, es un respeto por las opiniones del otro, algo que por desgracia aún hemos de conseguir tras más de treinta años de democracia. Ni aquellos que se oponen a los nacionalismos periféricos son fascistas de camisa vieja, ni tampoco quienes proponen el concepto de una España plurinacional son imbéciles descerebrados incapaces de reconocer la lógica más básica (ésta parece ser la actitud tomada por Quiñonero). Entremos, pues, en materia. Los ejemplos mencionados por Quiñonero en su bitácora tienen un problema que, a poco de considerarlos, debería saltar a la vista: no se adecúan a nuestro caso. O, peor aún, vienen a demostrar precisamente lo contrario de lo que él pretende argumentar —lo cual, por supuesto, viene una vez más a subrayar el enorme componente de sinrazón que parece encontrarse tras uno y otro bando en este debate a poco que uno esté dispuesto a rascar la superficie ligeramente. ¿Por qué digo esto? Pues porque Quiñonero obvia la existencia de un término (británico) que viene a unificar políticamente a ingleses, galeses, norirlandeses y escoceses por encima de cualquier otra diferencia. En otras palabras, que ninguno de ellos tiene problemas refiriéndose al idioma inglés como inglés precisamente porque no es británico. De hecho, el galés, el galaico escocés y el galaico irlandés son tan británicos como el inglés, pero sólo el inglés es, obviamente, inglés. Vamos, que el argumento esgrimido por Quiñonero viene a probar precisamente lo contrario de lo que él quiere probar —sin que por ello me quepa duda alguna de que esto vaya a hacerle cambiar de opinión, por supuesto: si el argumento que usamos resulta erróneo, habrá que buscar otro, pues de lo que jamás cabe siquiera dudar es de que nuestros presupuestos ideológicos de partida puedan ser falsos. ¿Y qué decir del segundo ejemplo que saca a colación? Ni Alemania ni Austria tienen presencia alguna de otras lenguas minoritarias de importancia, ni tampoco se trata de Estados nación que fueran constituidos originalmente de elementos tan dispares culturalmente hanlando como España o el Reino Unido. Yo, por mi parte, y precisamente porque no quiero darle a la disputa tanta importancia, prefiero usar unas veces un término y otras veces el otro, dependiendo del contexto. Como explica uno de los lectores de Quiñonero en respuesta a su entrada, en el extranjero es mejor —y mucho más fácil— usar el término "español" para referirse a nuestra lengua común. Ahora bien, dentro de España, sobre todo cuando estoy hablando con personas cuya lengua nativa puede ser el catalán o el gallego, por poner tan sólo un par de ejemplos, prefiero hablar del "castellano". ¿Por qué? Porque tan español me parecen el catalán o el euskera como el castellano. Precisamente por ello, y no por ningún tipo de complejos frente a los nacionalismos periféricos, cuyo esencialismo, por otro lado, comparto tan poco como en el caso del rancio nacionalismo español. {enlace a esta historia} [Thu Aug 2 17:49:17 CEST 2007]Estuve leyendo anoche el último número de El País Semanal, que está dedicando una serie de artículos al mar Mediterráneo desde varias de sus orillas. Este primer domingo le tocó el turno a la costa española, y la pieza venía firmada por Manuel Vicent, quién entregó una serie de retratos inconexos, algunos de bastante belleza. Dejo constancia aquí de aquellos que me parecieron más hermosos, aunque también hubo otros que incluían la típica crítica fácil contra la especulación inmobiliaria que parece haberse convertido en el tópico bienpensante de nuestro tiempo y que llega a hacerse pesada en este tipo de reportajes precisamente debido a su carácter tan predecible. Hay quien dice que, en España, la mejor literatura se publica en la prensa. A lo mejor es una exageración. También se publica muy buena literatura en forma de libro, por supuesto. Pero no me cabe duda de que la prosa que podemos leer en nuestros periódicos y revistas a menudo no le tiene nada que desear a esa otra literatura más "oficial". {enlace a esta historia} |